Trump, Zelenski y Putin: La paz coercitiva, la encrucijada estratégica de Ucrania

En los últimos días, han comenzado a circular informes sobre un controvertido plan de paz elaborado por la Administración de Donald Trump, destinado a Ucrania y negociado en coordinación con Rusia, sin la participación de Ucrania y la Unión Europea. La iniciativa plantea concesiones significativas a Moscú y abre un debate sobre los límites de la influencia estadounidense en la resolución de conflictos, al tiempo que refleja una lógica de presión directa y negociación transaccional, donde la seguridad y la soberanía se convierten en instrumentos de negociación.
Trump ha fijado un plazo de una semana para recibir respuesta, coincidiendo con el próximo jueves de Acción de Gracias. Sus declaraciones reflejan una estrategia de presión directa y calculada, con la intención de limitar las opciones de Ucrania y de condicionar su toma de decisiones. “Tendrá que gustarle”, afirmó respecto al plan, y añadió que, de no aceptarlo, Zelenski podría continuar combatiendo “con la incertidumbre de que Estados Unidos podría retirarle su apoyo”. Este énfasis en el tiempo y en la imposición de un ultimátum revela una lógica de negociación de la Casa Blanca: la urgencia y la presión se convierten en instrumentos para consolidar un acuerdo mientras se proyecta la imagen de un liderazgo decisivo y eficaz en el escenario internacional.
Vale señalar que, la narrativa interna de Trump contribuye a explicar la urgencia de la propuesta, ello se debe a que la administración Trump enfrenta un escenario interno desafiante: baja popularidad, preocupación ciudadana por la economía y los precios, y expectativas de resultados concretos en política exterior, motivo por el cual, la guerra en Ucrania se transforma en un instrumento de política interna, un conflicto lejano que permite proyectar liderazgo y resultados tangibles, reforzando la narrativa de pacificador global.
El plan de 28 puntos representa una arquitectura de paz unilateral, donde Ucrania debe aceptar limitaciones significativas sobre su capacidad militar, restricciones en su proyección euroatlántica y reconocimiento de territorios bajo control ruso. Los puntos más polémicos incluyen la reducción de las fuerzas armadas a 600.000 efectivos, la incorporación de cláusulas en la constitución ucraniana que impidan el ingreso en la OTAN y la formalización de la soberanía rusa sobre Crimea, Lugansk y Donetsk. A cambio, se ofrecen incentivos económicos y cooperación estratégica en infraestructura, energía, recursos naturales y tecnología, así como mecanismos de reconstrucción financiados con fondos congelados de Rusia y Europa.
Esta combinación de concesiones obligatorias y estímulos refleja una lógica de presión equilibrada con recompensa, donde Moscú consolida ventajas tangibles y Estados Unidos se posiciona como garante central.
La relación entre Washington y Kiev, tradicionalmente percibida como sólida y casi incondicional, muestra fisuras que se han ido consolidando en los últimos años. Desde los reproches públicos a Zelenski en el Despacho Oval hasta la reducción de suministros militares tras el regreso de Trump a la Casa Blanca, la alianza transatlántica se transforma en un vínculo condicionado por el cumplimiento de los términos impuestos por la Casa Blanca. Esta erosión de confianza debilita la capacidad de Ucrania para negociar desde una posición de fuerza y expone al país a la incertidumbre de la guerra prolongada, especialmente frente a un adversario estratégico como Moscú.
Para Zelenski, la encrucijada es extrema: debe equilibrar la supervivencia del Estado, la legitimidad política interna y la continuidad del apoyo occidental frente a un plan que condiciona la soberanía y limita la capacidad militar. Aceptarlo podría consolidar la paz formal, pero erosiona su autoridad y podría generar resistencia interna; rechazarlo implicaría prolongar la guerra con mayor riesgo de aislamiento y debilitamiento estratégico. Este dilema refleja la complejidad de decisiones en conflictos donde los aliados no actúan de manera incondicional, y donde las opciones de negociación se ven condicionadas por la urgencia temporal y la presión externa.
El impacto internacional del plan es profundo: la exclusión de Ucrania de la OTAN, la supervisión de garantías de seguridad por parte de Estados Unidos y la reconfiguración territorial generan tensiones dentro de la alianza atlántica y desafían la percepción de unidad europea. Rusia, por su parte, consolida control territorial y obtiene incentivos económicos y diplomáticos, reforzando su posición de poder y legitimando de facto sus conquistas.
En términos estratégicos, el escenario se bifurca según la respuesta de Ucrania. La aceptación formalizaría un alto el fuego y abriría la vía para reconstrucción y cooperación económica, pero a costa de limitaciones militares, territoriales y políticas significativas. El rechazo podría prolongar el conflicto, disminuir el apoyo estadounidense y aumentar la presión sobre las fuerzas ucranianas, mientras Moscú ajusta su estrategia en función de la resistencia y de los márgenes de negociación disponibles. Cualquier intento de renegociación enfrentaría la lógica coercitiva del plan y la urgencia que impone Washington, lo que limita las opciones de maniobra de Ucrania y redefine la noción de autonomía estratégica en la región.
Militarmente, la propuesta transforma la guerra: la reducción del ejército ucraniano, la creación de zonas desmilitarizadas y la formalización de territorios bajo control ruso alteran radicalmente el equilibrio sobre el terreno. La cooperación limitada de inteligencia con Estados Unidos podría mantener ciertos niveles de preparación, pero la dependencia de decisiones externas restringe la autonomía estratégica del gobierno ucraniano. La implementación del alto el fuego depende de la aceptación de condiciones y del cumplimiento de compromisos supervisados por Washington, convirtiendo el desenlace militar en un componente directamente condicionado por la política y la diplomacia.
Además, el plan incluye elementos sociales y humanitarios que buscan compensar parcialmente las concesiones militares y territoriales. Entre los que se destacan la rehabilitación de ciudades y zonas afectadas por la guerra. La efectividad de estas medidas dependerá de la capacidad de implementación y de la supervisión internacional, generando tensiones adicionales entre los objetivos estratégicos y las expectativas de reconstrucción.
Los riesgos globales y la reconfiguración del poder son evidentes. Europa enfrenta un replanteamiento de su seguridad, con posibles tensiones internas en la OTAN, mientras Asia y Medio Oriente observan la capacidad estadounidense de proyectar influencia en conflictos distantes. La estabilidad internacional dependería de la credibilidad de Estados Unidos como mediador, de la habilidad de Moscú para consolidar ganancias sin provocar escaladas y de la capacidad de Kiev para sobrevivir política y militarmente dentro de un marco impuesto por actores externos.
En última instancia, el plan de paz propuesto no ofrece un camino claro hacia la estabilidad, sino que plantea riesgo para todos los involucrados. La cesión de territorios soberanos a Rusia, presentada como un instrumento de desescalada, socava la integridad territorial de Ucrania y contradice de manera directa uno de los pilares fundamentales de la Carta de las Naciones Unidas: la prohibición de adquirir territorio mediante el uso o la amenaza de la fuerza. Aceptar tal concesión no solo viola ese principio fundacional, sino que establece un precedente peligroso para Europa oriental, donde la legitimación de conquistas armadas puede incentivar nuevas agresiones y erosionar los fundamentos de la seguridad colectiva. Más allá de las garantías económicas y de reconstrucción, el acuerdo consolida a Moscú en posiciones estratégicas que le permiten mantener control sobre recursos críticos y rutas de infraestructura vitales, mientras restringe la capacidad militar y diplomática de Kiev para defender sus intereses a largo plazo.
Adicionalmente, aunque el acuerdo no mencione de forma explícita una transición política en Kiev, su arquitectura implícita abre inevitablemente ese frente. La presión proveniente de Moscú no se limita al control territorial: apunta a moldear el escenario político interno de Ucrania para garantizar que el liderazgo resultante sea más dócil, pragmático o incluso abiertamente favorable a los intereses rusos. Un cambio en el equilibrio político sea mediante elecciones anticipadas, debilitamiento institucional o incentivos internacionales mal calibrados, permitiría al gobierno ruso asegurar que las decisiones estratégicas posteriores al acuerdo no contradigan sus objetivos y que las concesiones otorgadas permanezcan intactas en el tiempo.
Este componente político, del que se habla poco, todavía, podría convertirse en el verdadero eje del acuerdo. La instalación de un liderazgo más afín a Moscú otorgaría a Rusia una victoria estructural mucho más profunda que la mera consolidación territorial: significaría condicionar la soberanía democrática ucraniana desde adentro y garantizar un control indirecto sobre la orientación geopolítica del país. De materializarse, Ucrania quedaría atrapada entre la pérdida de territorio y la erosión de su autonomía política, estableciendo un precedente extremadamente delicado para la región y para el orden internacional.
Por otra parte, la dimensión subyacente del plan deja entrever intereses estadounidenses que trascienden la simple mediación: el acceso privilegiado a los recursos energéticos, minerales y tecnológicos de Ucrania, incluidas las tierras raras, evidencia que la “paz” proyectada se construye sobre bases transaccionales que favorecen a terceros actores, más que a las poblaciones locales o a la estabilidad regional. En este marco, la noción de seguridad europea y global se subordina a objetivos geopolíticos y económicos, mientras el dilema de Zelenski se vuelve aún más agudo: aceptar significa consolidar una paz con términos que comprometen soberanía y dignidad; rechazar, prolongar la guerra bajo presión externa constante.
El plan de paz de Trump, tal como está concebido, no constituye una solución duradera, sino un experimento de coerción estratégica que redefine los límites de la negociación internacional. La cesión de territorio y la potencial reconfiguración política de Ucrania crean un marco donde la soberanía se convierte en moneda de cambio, y donde las instituciones democráticas locales pueden ser subordinadas a intereses externos. En este escenario, Moscú no solo obtiene ventajas inmediatas sobre el terreno, sino que asegura influencia permanente sobre las decisiones estratégicas de Kiev, reduciendo drásticamente la autonomía ucraniana.
Para Occidente, la aceptación de este plan implicaría un riesgo moral y estratégico: legitimar la adquisición de territorios por la fuerza y aceptar la manipulación política de un país soberano como método de resolución de conflictos. Tal precedentes erosionaría la credibilidad del sistema de seguridad internacional y debilitara los principios de la Carta de Naciones Unidas, generando un efecto dominó en otras regiones vulnerables a la coerción. Europa oriental, el marco euroatlántico y la percepción global de la estabilidad internacional quedarían cuestionados frente a una paz formal, pero coercitiva, que consolida desequilibrios de poder.
Zelenski se encuentra en una encrucijada: la decisión que tome no solo determinará el destino territorial y político de Ucrania, sino también su legitimidad histórica y la confianza de su población. Rechazar el plan implica un riesgo de guerra prolongada y aislamiento estratégico; aceptarlo, un riesgo de subordinación y erosión de la soberanía. Ninguna opción es inocua: la situación evidencia la complejidad de los conflictos modernos, donde la diplomacia coercitiva, la presión temporal y los intereses de terceros actores condicionan profundamente la autonomía de los Estados directamente involucrados.
El plan de Trump propone una “paz” que funciona como experimento de poder. Ucrania enfrenta pérdida de territorio y capacidad militar, mientras se le impone un escenario político que puede debilitar su democracia y establece un precedente: las grandes potencias podrían negociar la paz, legitimar la fuerza y moldear gobiernos soberanos sin la participación de los afectados. Así, la encrucijada ucraniana refleja un riesgo global: cuando la paz se basa en coerción y transacción, la estabilidad y la soberanía se vuelven frágiles y negociables.