Cultura y ArtesMúsica

Tulio Hernández: La despedida de Aquiles Báez

 

El movimiento musical venezolano, la comunidad artística y cultural, y las millares de personas que alguna vez disfrutaron de sus composiciones o interpretaciones estamos de duelo por el fallecimiento, hace exactamente una semana, del guitarrista y compositor Aquiles Báez.

Aquiles fue una especie de personaje omnipresente en la movida cultural venezolana, pero también con una sólida actividad internacional. Aunque ejecutaba diversos instrumentos, era un verdadero maestro en el arte de la guitarra y un compositor que deja un repertorio de piezas que en muchas ocasiones he escuchado interpretar con reverencia y pasión, no solo a músicos venezolanos, sino a jóvenes maestros colombianos, acá en Bogotá donde, adolorido por la tristeza y la distancia que no cesa, escribo esta nota.

También, aunque su pasión fue la música tradicional venezolana, le entraba con similar entrega a piezas de jazz, bossa nova o a la diversidad de ritmos caribeños. Porque detrás de su presencia jovial, desenfadada, generosa, informal y “vaciladora” ­—como se llama en Venezuela el arte bromear permanentemente bajo cualquier pretexto­—, había un artista de un gran profesionalismo, profunda disciplina y una permanente disposición a aprender y enseñar.

Lo que le hizo convertirse no solo en una referencia inspiradora, ineludible y querida para los músicos más jóvenes, sino también en una presencia necesaria, un acompañante permanentemente requerido por grandes cantantes, instrumentistas y orquestas de alto nivel. Lo que igualmente lo hizo saltar rápidamente en el Berklee College of Music de la condición de alumno a la de profesor.

En vez de preguntarnos con quién tocó Aquiles, a cuál o cuáles cantantes acompañó, cuántos ensambles creó, de cuántos formó parte casual o formalmente, deberíamos hacer lo contrario. Poner en duda si hubo alguno con el que no compartió escena, estudio de grabación o guataca casera o callejera. Con quiénes o con cuáles no tocó.

A Aquiles lo vimos acompañando por igual a músicos y grupos tan diversos en sus estilos y propuestas como los consagrados Simón Díaz, Soledad Bravo o Ilan Chester; las conocidas agrupaciones Gurrufío y C4 Trío, Serenata Guayanesa y Un Solo Pueblo; a cantantes con formación académica como Aquiles Machado o absolutamente autodidactas como María Rodríguez; voces legendarias como Morella Muñoz o a grandes violinistas como Alexis Cárdenas; flautistas de excepción como Huáscar Barradas, al genio trompetista del cubano Paquito de Rivera, el pianista panameño Danilo Pérez, el gran percusionista brasileño Naná Vasconcelos o el contrabajista estadounidense de jazz fusión John Patitucci. Por solo mencionar los primeros que se me vienen a la memoria.

También hay que recordar incursiones más académicas como sus conciertos con la Orquesta Simón Bolívar y la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas, en Venezuela; la Orquesta de la Bach Academy de Alemania y la Atlanta Symphony, la Boston Symphony y la Brooklyn Simphony de Estados Unidos. Tanto como los diecisiete discos personales o su participación en más de doscientas grabaciones.

Hay tres momentos que, me parece, expresan, de manera muy acabada, musical y afectivamente, la maestría generosa de Aquiles. El primero, su disco con el otro Aquiles, Machado, con un repertorio venezolano en donde las dos genialidades, la del canto y la de la guitarra, se funden para estremecernos los sentidos y la memoria nacional.

El segundo, cuando nos llena de orgullo a sus amigos por su presencia en el filme Calle 54, el fabuloso documental del español Fernando Trueba, donde Aquiles se entremezcla en un paseo iberoamericano con los grandes del latín jazz: con Bebo y Chucho Valdez, cubanos; Tito Puente y Jerry González, puertorriqueños; el argentino Gato Barbieri; el español Chano Domínguez, o el propio Paquito de Rivera, también cubano –como tantos millones– hoy exiliado en Estados Unidos.

Y el tercero, el que mejor lo retrata, un video y una pieza grabados con C4 Trío, donde Aquiles, absolutamente vestido de blanco, pantalones arrollados, los pies descalzos disfrutando de la arena, en el contexto de un verde jardín tropical, sentado en una jardinera casi flotante sobre un estanque cubierto de nenúfares, como un maestro zen frente a sus discípulos —los tres cuatristas y el bajista eléctrico de C4, todos trajeados igual de blanco impoluto—, interpretan «A mis hermanos», una pieza que explora hasta el extremo las posibilidades armónicas, melódicas y rítmicas del encuentro entre el cuatro, o los cuatros, la guitarra —todos unplugged— con el sustento del bajo eléctrico.

«A mis hermanos» es una larga pieza que pasa de momentos líricos profundamente melancólicos a la picaresca festiva del merengue caraqueño. De delicados solos de guitarra al rasgar coral casi percutivo del trío de cuatros. Al final, luego de casi once minutos de concentración, cuando la pieza concluye, Aquiles deja volar libre una abierta y contenta sonrisa. Pero lo hace no como el maestro autosatisfecho que recién ha interpretado una pieza memorable, sino como quien acaba de cometer una travesura. Así, como un genio travieso, lo recordaremos amorosamente.

 

 

 

 

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