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Tulio Hernández: Las elecciones en Venezuela o la metodología del sube y baja

 

Las democracias, es preciso recordarlo de nuevo, ya no mueren como antes, a manos de golpes militares y otras usurpaciones armadas varias. Aquellas dictaduras flagrantes del siglo XX, en forma de fascismo, comunismo, asaltos guerrilleros o gobiernos militares clásicos, han ido desapareciendo del panorama en el siglo XXI.

En la actualidad, el retroceso, la asfixia y muerte de las democracias comienza allí donde se supone deberían nacer: en las urnas electorales. Alguien llega al poder por vía electoral, y desde dentro del sistema, como una colonia de termitas a las maderas, va derruyendo la democracia.

La manera como los autócratas operan en el presente tiene dos pasos básicos. Uno, si no pueden —o no es prudente— por las armas, se aprestan a llegar al poder por vía electoral. Y, dos, una vez que lo logran la primera vez mediante los votos, para quedarse el mayor tiempo en su control, se dedican a socavar la institucionalidad democrática sin prisa aparente, pero acelerando cuando es necesario. Con ese propósito, como condición básica, el autócrata y su corte deben poner a su favor el aparato más importante para legitimar el control autoritario: el sistema electoral.

Es lo que explican con claridad meridiana ­—ya los hemos citado antes— Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, ambos profesores de Harvard, en su libro Cómo mueren las democracias. En sus páginas se define de manera muy pedagógica cómo se ejerce la manipulación del poder electoral en el siglo XXI. Nos proponen que imaginemos un partido de fútbol en el que, primero, “los déspotas en potencia” apresan al árbitro. Luego, marginan o maniatan al menos a uno de los jugadores estrella del equipo rival (le sacan tarjeta roja, podríamos agregar y lo echan de la cancha). A continuación, reescriben las reglas de manera que funcionen plenamente a su favor. Hechos que, sumados todos, al final logran “inclinar el terreno de juego en contra del equipo contrario”. Ese es el método.

Viene al caso esta imagen porque, como una película muchas veces vista, los venezolanos que adversamos ​al régimen autoritario —y quienes simulan adversarlo, pero son sus aliados—, hemos entrado de lleno, ¡otra vez!, en el debate sobre si se debe ir a elecciones o se debe convocar a la abstención. Aunque en esta oportunidad, es bueno identificarlo, han aparecido otras posiciones que comienzan a surgir como alternativas al callejón sin salida del votar o no votar.

Las posiciones más extremas, irreconciliables, son las que sostienen, de una parte, que ir a elecciones sin que el régimen haya reconocido, como lo ordena la Constitución, el comprobado triunfo de Edmundo González en las elecciones del 28 de julio es, por lo menos, un acto cómplice poco ético. Un gesto de reconocimiento y aceptación resignada del fraude que llevó, ¡otra vez!, a la presidencia a Nicolás Maduro. Una rendición.

A quienes mantienen esta posición, donde destaca la figura de María Corina Machado, podríamos llamarlos “los constitucionales”. ¿Si no hay democracia, si no respetan los derechos y libertades electorales, por qué tengo que seguir jugando al autoengaño de que sí la hay?

En la otra acera están quienes sostienen sin titubeos que “en política los espacios no se ceden” y en consecuencia cada vez que el régimen dictatorial decida convocar a elecciones, no importa si en las peores y menos libres condiciones, hay que participar porque dejar esos espacios vacíos facilita que los rojos los copen a su antojo. Podríamos llamarlos “participacionistas”.

Una tercera postura es la de quienes siempre han dudado, y lo demuestran con evidencias fácticas, que el régimen militarista jamás va a reconocer un triunfo opositor. Y si lo reconoce a primeras, luego oficiará todas las artimañas posibles para que los ganadores no puedan ejercer, a plenitud, el nuevo poder, las competencias de las instituciones que han conquistado vía apoyo popular.

Son los que podríamos llamar los “memoriosos”. Quienes que se dedican a recordar que sí, que las elecciones son la base de la democracia, pero que si no hay democracia, ni voluntad de negociación de la alianza en el poder para hacerlas de manera libre, entonces las elecciones se convierten solo en simulacro y no en base de institucionalidad legítima alguna. Para que lo entendamos miremos a Cuba, dicen con toda razón, que desde 1959 nunca ha dejado de hacer elecciones que, por supuesto, jamás pierde el único partido, el Comunista Cubano y sus representantes.

Quienes defienden esta postura “memoriosa”, en algunas ocasiones se abstienen, en otras participan, pero siempre con la convicción profunda —en muchos casos silenciosa para no ser vistos como profetas del pesimismo— de que, aun ganando elecciones o referendos, cosa que ha ocurrido varias veces y de manera aplastante, la resistencia democrática —esta es su tesis fundamental—­ al final siempre perderá lo ganado frente al régimen militarista. Son, por ejemplo, quienes fueron a votar por Edmundo González a pesar de la conciencia de que el zarpazo oficialista vendría de manera inevitable.

No es que la oposición vaya de fracaso en fracaso, como sostiene Manuel Rosales, sino que el régimen autocrático va, como los delincuentes callejeros, de arrebatón en arrebatón. Y si no logra hacer el fraude electoral, o no puede hacerlo porque es sorprendido “fuera de base”, entonces neutraliza o pulveriza el poder de operación de las nuevas autoridades electas, y crea instituciones y autoridades paralelas, como hizo con la Asamblea Nacional del 2015, cuando la resistencia democrática tomó al militarismo por sorpresa, arrasó con la mayoría absoluta de los curules, pero el régimen sencillamente lo desconoció y la Asamblea Nacional legítima, a pesar de ser reconocida por más de sesenta países democráticos, al final fue atropellada, desalojada militarmente, neutralizada y convertida en cascarón vacío.

Últimamente, en las redes sociales y algunos grupos de WhatsApp hemos escuchado una posición híbrida de quienes sostienen que llamar a abstención es un error porque se desmoviliza a la población y no se refuerzan los mecanismos de resistencia, pero que votar a secas favorece al régimen. La propuesta, entonces, es convocar a los ciudadanos a que participen del acto electoral, pero protestando y cuestionando a través de una acción simbólica: el voto nulo. Porque, es lo que leí en uno de estos análisis, es mejor salir a protestar pacíficamente que quedarse en casa viendo Netflix.

A estas cinco posturas hay que añadirles los llamados en el argot popular “alacranes” que, ya sabemos, son adornos de la corte, muy bien disfrazados en la comparsa de carnaval del oficialismo.

Lo que va quedando claro es que el régimen logró una metodología, vía diálogos con mediadores internacionales o promesas de “esta vez portarse bien”, para mantener con vida la presencia, vamos a llamarla ingenua u obligada, de las fuerzas democráticas en las elecciones. Es como un subibaja.

Es un planificado ciclo esperanza-desesperanza. Primero facilita una fase de entusiasmo popular que apoya el regreso a elecciones. Luego, de inmediato o poco a poco, ejecuta el arrebatón y regresa a las mayorías, boquiabiertas, a la desesperanza. El régimen permitió las primarias donde arrasó María Corina Machado­, pero a continuación la inhabilitó. Aunque la torpedeó, permitió la campaña y el triunfo de González y luego, vía CNE y TSJ, se lo arrebató.

Así, de elección en elección, el régimen gana tiempo, continúa en el control del poder, mantiene, aunque sea deshilachado, el antifaz democrático y, además, le lanza a las barras opositoras ­—decepcionadas, defraudadas y tristes­—, una figura contundente: la del muñeco inflado con helio que después de haber volado por lo alto, aclamado por las multitudes, se va vaciando, de gas y de contenido, porque se trata líderes que anunciaron la derrota inminente del régimen y no lograron hacerlo titubear.

La consigna parece ser: si participas y ganas, igual pierdes. Y si no participas, también. Votar o no votar, al final, se convierte en un acto de fe. O de perseverancia. Hasta que salgamos de ese dilema binario y pasemos del entusiasmo electoral a otras formas de acción que de verdad golpeen al régimen, partiendo de la organización de base y la resistencia permanente.

Aun estoy aquí…

Artículo publicado en La Gran Aldea

 

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