Cuando hoy se leen artículos preocupados por el futuro de la inteligencia humana frente a nuevas tecnologías que se disponen a sustituir nuestra memoria, se advierte un aire familiar. Quien sabe algo reconoce inmediatamente ese pasaje de Fedro platónico, citado innumerables ocasiones, en el que el faraón, preocupado, le pregunta al dios Toth –creador de la escritura– si ese diabólico instrumento no hará al hombre incapacitado para recordar y, por lo tanto, pensar.
El mismo gesto de terror debió atrapar a quien vio por primera vez una rueda. Habrá pensado que nos desentenderíamos de caminar. Quizás los hombres de aquella época estaban más dotados que nosotros para hacer maratones en los desiertos y en las estepas, pero morían pronto y hoy serían reformados en el primer distrito militar. Con esto no quiero decir, desde luego, que no tenemos que preocuparnos por nada y que poseemos una humanidad hermosa y sana, acostumbrada a hacer meriendas en la hierba de Chernóbil: curiosamente la escritura nos ha hecho más capaces de entender cuándo debemos parar, y quién no sabe detenerse es un analfabeta, incluso si va en cuatro ruedas.
El malestar hacia nuevas formas de capturar la memoria se ha producido en cada época. Frente a los libros impresos en papel, que daban la certeza de que no iban a durar más de cinco o seiscientos años, y con la idea de que esa cosa podía ir en manos de todos, como la Biblia de Lutero, los primeros compradores gastaban una fortuna en hacer a mano códices en minutara para tener la impresión de poseer todavía manuscritos en pergamino. Hoy, esos incunables diminutos cuestan un ojo de la cara, pero la verdad es que los libros impresos ya no requerían ser ilustrados. ¿Qué es lo que hemos ganado? ¿Qué ha ganado el hombre con la invención de la escritura, de la impresión, de las memorias electrónicas?
Alguna ocasión Valentino Bompiani hizo circular un frase: “Un hombre que lee vale por dos.” Dicho por un editor podría ser entendido solamente como un eslogan bien elaborado, pero creo que significa que la escritura (y en general el lenguaje) prologan la vida. Desde los tiempos en que la especie comenzó a emitir sus primeros sonidos importantes, las familias y las tribus necesitaron a los viejos. Tal vez antes no los necesitaban y los descartaron cuando ya no eran buenos para la caza. Pero con el lenguaje los ancianos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la cueva, alrededor del fuego, y contaban lo que había sucedido (o se narraba lo que había sucedido, he aquí la función de los mitos) antes de que nacieran los jóvenes. Antes de que se comenzara a cultivar esta memoria social, el hombre nacía sin experiencia –no podía hacérsela– y moría. Después, un joven de veinte años era como si hubiera vivido cinco mil. Los hechos ocurridos antes de él, y lo que los ancianos habían aprendido, entraban a formar parte de su memoria.
Hoy los libros son nuestros viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto al analfabeto (o de quien, alfabeta, no lee) es que él está viviendo y vivirá sólo su vida, y nosotros hemos vivido muchísimas. Recordamos, junto con nuestros juegos de infancia, los de Proust; hemos sufrido por nuestro amor, pero también por el de Píramo y Tisbe; hemos asimilado algo de la sabiduría de Solone; nos hemos estremecido por algunas noches de viento en Santa Elena, y nos repetimos, junto con el cuento de hadas que nos contó la abuela, el relató de Sheherazade.
A alguien todo esto le puede dar la impresión de que, apenas nacemos, ya somos insoportablemente ancianos. Pero es más decrépito el analfabeto (de origen o por elección) que quien padece arteriosclerosis desde niño, y no recuerda (porque no sabe) qué le sucedió a Los Idus de Marzo. Por supuesto, también podemos recordar invenciones, pero leer igualmente ayuda a discernir. Al no conocer los errores de los demás, el analfabeta ni siquiera conoce sus propios derechos. El libro es un seguro de vida, una pequeña anticipación de la inmortalidad. Hacia atrás (por desgracia) en lugar de hacia adelante. Pero no se puede tener todo.
Traducción de Roberto Bernal.