Un clima enrarecido: ciencia y política del calentamiento global
Recurrir al discurso apocalíptico o usar el calentamiento global para resucitar viejas pasiones ideológicas puede alimentar la polarización y el extremismo político. El peligro es alienar a una parte de la ciudadanía y debilitar la base científica del debate público.
Ahora que los medios de comunicación han aumentado su cobertura de los fenómenos climáticos, recurriendo con ello al sensacionalismo que les es inherente, resulta habitual encontrarse una anotación que informa de los precedentes del suceso meteorológico en cuestión. Así, por ejemplo, las inundaciones que anegaron las calles de Venecia el pasado otoño fueron “las más graves desde 1966”. Esta contextualización lleva siempre a algún lector a preguntarse qué hay entonces de novedoso en el calentamiento global: si lo que pasa ahora ya pasó, entonces ¿por qué habríamos de abrazar la idea de que nos enfrentamos a una “emergencia climática” que requiere de la urgente y radical transformación de nuestras sociedades?
Se trata de un interrogante legítimo. Al menos si tenemos en cuenta que se demanda del ciudadano que deje su coche en el garaje, abandone el consumo de carne, renuncie a los viajes en avión y se piense mucho si tener o no descendencia. Semejante maximalismo es menos un efecto directo de los hallazgos científicos que una estrategia comunicativa de los actores políticos y sociales: quien pide lo más, parece razonarse, puede conseguir lo menos. Cabría así pensar que los movimientos que llaman a evitar la desaparición de la especie hacen un flaco favor a la ciencia del clima: esta no ha dicho en ninguna parte que el ser humano vaya a extinguirse por efecto del calentamiento global. Sin embargo, los planteamientos moderados no reciben ninguna atención o solo la reciben una vez que el radicalismo se ha abierto hueco a codazos en la esfera pública. Y aquí reside la paradoja de la ciencia climática, que se hace visible gracias a un activismo político que por el camino desnaturaliza sus contenidos al exagerar sus implicaciones.
Se ha sugerido que el escepticismo de una parte del público responde a factores políticos y comunicativos. Por un lado, la industria energética y los think tanks conservadores habrían lanzado una ofensiva pública contra la ciencia del clima que se apoya en las tesis posmodernas sobre la construcción social de la ciencia y la imposibilidad de discernir la verdad objetiva de las cosas. Por su parte, los medios de comunicación habrían prestigiado el negacionismo –convirtiéndolo en escepticismo– al proporcionarle un espacio informativo que no guarda equivalencia con su escasa relevancia en el mundo académico e investigador. Se habría creado así la falsa impresión de que la ciencia climática es débil o se encuentra dividida a partes iguales entre defensores y detractores de la teoría del cambio climático antropogénico. Y no es el caso: la gran mayoría de los investigadores del clima sostienen la hipótesis de que el clima terrestre se ha calentado debido a la acción humana. No es una cuestión de fe, sino de evidencia disponible.
¿O sí lo es? Es aquí donde tropezamos con una dificultad epistémica que se refiere a la naturaleza misma del empeño científico y a su relación con la realidad: ¿cómo sabemos lo que sabemos acerca del mundo y qué grado de certidumbre posee ese conocimiento? La dificultad se ve agravada en el caso de la ciencia del clima, pues su objeto solo existe gracias al funcionamiento de una densa red de satélites, modelos informáticos y estaciones meteorológicas. Esta “vasta maquinaria” –como la llama el historiador Paul Edwards– proporciona los datos necesarios para generar las simulaciones que nos permiten conocer el funcionamiento del clima terrestre: sin modelos no hay datos. Para los escépticos, esto no es ciencia tradicional sino una novedad disciplinar todavía en su fase infantil. Pero es conveniente distinguir: una cosa es la medición y observación del sistema climático global, que solo puede realizarse mediante herramientas de esta índole, y otra bien distinta la producción de escenarios de futuro mediante el procesamiento de los datos así compilados. Y ningún científico digno de tal nombre negará que la predicción del comportamiento futuro del clima está afectada por un conjunto nada despreciable de incertidumbres. Así que el problema radica en las prescripciones morales o políticas que se deducen de tales escenarios de futuro.
Se nos plantean aquí dos preguntas de raigambre kantiana: ¿qué puedo saber? y ¿qué debo hacer? O sea: ¿qué relación ha de establecerse entre lo que puedo saber y lo que debo hacer? Dicho todavía de otra manera: ¿qué tipo de conocimiento científico sobre el clima es posible alcanzar y qué prescripciones normativas pueden derivarse del mismo? Son cuestiones distintas: la ciencia aspira a un conocimiento objetivo de la realidad y la reflexión normativa quiere proveernos de razones para actuar de un modo u otro. El dibujo se complica cuando introducimos la política, pues esta se encarga de elegir cursos de acción colectivos que a todos obligan con independencia de sus convicciones morales y sin que pueda trazarse una línea recta entre descripciones científicas y decisiones políticas. Es tarea de la ciencia informar a los decisores políticos y es obligación de estos atender a lo que dice la ciencia, pero ninguna debe ocupar el lugar de la otra: la política no es una ciencia y la ciencia no debería hacer política.
A la pregunta de qué puedo saber cabe responder diciendo que el método científico garantiza la posibilidad de generar un conocimiento robusto del mundo natural. Medir la temperatura del planeta o estudiar el funcionamiento del ciclo de carbono genera resultados –en forma de datos o teorías– que no pueden reducirse a la condición de “constructos humanos”. Son, por supuesto, representaciones: ¿cómo podrían dejar de serlo? Pero no se trata de fantasías colectivas; se refieren a un mundo que está “ahí fuera”. Ya que, por decirlo de nuevo con Kant, la experiencia humana del objeto no es la misma cosa que el objeto: el objeto existe y podemos acceder a él de manera imperfecta, esto es, del modo en que nos lo permiten nuestras herramientas perceptivas. Y esto vale, mutatis mutandis, para la mesa en la que escribo y para el clima planetario.
Ni qué decir tiene que se trata de un asunto controvertido. En las últimas décadas, la sociología del conocimiento científico se ha esforzado por combatir la simplificación que nos presentaba la ciencia como una actividad libre de sesgos ideológicos o influencias sociales y dedicada heroicamente a alcanzar una verdad indisputable sobre el mundo natural. Pero no son pocos los que temen que semejante énfasis en la dimensión sociocultural de la ciencia la prive de sus privilegios epistémicos: si redujéramos la ciencia a la condición de un discurso que no vale más que otros, ¿no nos quedaríamos a oscuras? Igual que hizo la industria del tabaco en su momento, el negacionismo climático se apoya en esta caracterización para rechazar que las tesis sobre el calentamiento global puedan ser “objetivas”.
Sucede que puede defenderse una concepción de la ciencia que evite las trampas del esencialismo sin renunciar por ello a la idea de que existe una realidad independiente del ser humano y cognoscible por él. Ahí se sitúa el “realismo modesto” del filósofo Philip Kitcher, que acepta la premisa de que no hay certezas absolutas y concluye que las verdades científicas solo pueden sostenerse si se asume que podrían ser sustituidas por otras en el futuro. ¡No hay teorías “verdaderas”, sino teorías que no han podido ser refutadas! En una línea similar, el también filósofo Ilkka Niiniluoto ha defendido un “realismo crítico” que admite la falibilidad de las teorías científicas y sin embargo subraya que las teorías exitosas están más cerca de la verdad. Esto quizá nos parezca poco, pero es mucho. Porque mientras se mantengan en vigor estas teorías nos proporcionan un conocimiento del mundo que puede ser validado sin que los juicios de valor hayan de jugar forzosamente un papel en el correspondiente proceso de descubrimiento.
Nada de esto elimina la cualidad social de la ciencia: el laboratorio no es un lugar sellado. Es así necesario tener presente que los hechos científicos llegan hasta nosotros atravesando un proceso de filtrado en el que los valores de los científicos desempeñan un papel. Y es que no todos los elementos del “mundo exterior” reciben la misma atención por parte de la ciencia: unos concentran recursos y otros se dejan a un lado. Esto sucede por razones diversas que van desde las prioridades presupuestarias a las tradiciones epistémicas o los intereses personales de los investigadores. Pese a lo cual, la idiosincrasia del método científico permite abrazar un realismo modesto: hemos de confiar en la capacidad del sistema investigador para producir conocimiento válido sobre el mundo. De ser posible, sin convertir esa confianza en una fe religiosa o una ideología secular.
Podemos diferenciar entre distintos tipos de afirmaciones científicas sobre el mundo natural, incluido el sistema climático. De una parte están las afirmaciones factuales que derivan de observaciones, mediciones o comparaciones: cuál es la temperatura media en un periodo dado, cuánto CO2 absorben los océanos, qué masa forestal contiene el planeta. De otra, las teorías científicas sobre el funcionamiento de un sistema natural y su interacción con los demás. Tales teorías pueden ser hipótesis pendientes de validación o convertirse en teorías validadas por la comunidad científica. Hay que hacer notar que estas distinciones son aplicables también a la ciencia social empírica, que también realiza afirmaciones factuales y produce asimismo teorías e hipótesis. Son los teóricos políticos y demás investigadores normativos los que no pueden “validar” sus argumentos a la manera de la ciencia positiva. Su contribución consiste en ofrecer explicaciones acerca de la índole de las relaciones socionaturales y reflexionar acerca de su significado, así como discernir las prescripciones que de ahí puedan extraerse.
Desde este punto de vista, la hipótesis del cambio climático antropogénico es ya una teoría robusta que cuenta con suficiente consenso científico tras un largo proceso de validación. Pero es evidente que el debate sobre lo que debamos hacer estará condicionado no por lo que sabemos, sino por lo que creamos saber sobre el calentamiento global. ¡No es lo mismo! Y en este punto será fácil que sustituyamos el modesto realismo por la arrogancia tajante, perdiendo de vista la diferencia entre observaciones y prospecciones. No digamos ya si entran en juego el conflicto ideológico, la persuasión democrática de masas o la complejidad geopolítica: la prudencia del científico se verá así progresivamente reemplazada por el desafuero del activista o el oportunismo del actor político. Esto no tiene por qué ser negativo, pero puede serlo.
No debe olvidarse tampoco que los propios científicos también operan en la esfera pública, realizando afirmaciones normativas –sobre lo que debemos hacer– reforzadas por el prestigio social de la ciencia. Y no puede negárseles la facultad de intervenir en el debate, pues nadie tiene el monopolio de los mandatos morales o las soluciones políticas. Pero, dado que los científicos no pueden imponer las interpretaciones de sus propios hallazgos, lo deseable será que se limiten a formular alternativas de política pública o comuniquen al público los riesgos que se derivan de sus observaciones. Por su parte, ni los científicos sociales ni los ciudadanos deberían discutir teorías científicas validadas como si fueran meras opiniones o discursos, a riesgo de terminar subordinando los hechos a la ideología y generar con ello una política de la posverdad que nos priva de cualquier suelo firme. Aunque siempre se podrá cuestionar a un científico recurriendo a lo que dice otro, distinguiendo, si es posible, entre la solidez relativa de las afirmaciones de cada uno de ellos.
Va quedando así claro que la relación entre lo que puedo saber y lo que debo hacer está plagada de ambigüedades. En primer lugar, porque no podemos saberlo todo: la constatación de que se ha producido un calentamiento global de origen antropogénico no nos dice todo lo que querríamos saber sobre el funcionamiento del clima ni despeja la incertidumbre acerca de su evolución ulterior. Disponer de simulaciones informáticas que describen posibles escenarios de futuro, herramienta habitual del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, puede hacernos perder de vista que su precisión es limitada. Los modelos describen posibilidades más que probabilidades, incluyendo a menudo hipótesis sin validar; pensemos en el papel de las nubes o en la imposibilidad de saber de qué manera se comportará el trópico si la temperatura sigue aumentando. No en vano, la ciencia climática se inscribe en lo que Funtowicz y Ravetz denominan “ciencia posnormal”, que es aquella que se enfrenta a problemas endiablados en los que la interacción socionatural juega un papel decisivo y se reclaman decisiones urgentes en presencia de escenarios inciertos.
Pero si la incertidumbre es inevitable, ¿no habrá que tenerla en cuenta cuando discutamos acerca de lo que debemos hacer? Sería lo deseable. Eso no implica que hayamos de descartar las peores consecuencias del calentamiento global; basta con que no las demos por ciertas. Sin embargo, la clave del asunto estriba en que no existe una relación unívoca entre lo que podemos saber y lo que debemos hacer. Y ello por la sencilla razón de que los hechos observables (en este caso, el calentamiento antropogénico) nunca determinan sus propias consecuencias morales o políticas. Tal como ha sugerido Bruno Latour, hay descripciones científicas que nos impelen a actuar políticamente: incorporan un mandato práctico debido a la índole de lo que comunican. De ahí que los negacionistas pongan tanto empeño en desacreditar el hecho del calentamiento o nieguen su vínculo con la actividad humana: reconocida esa relación de causalidad, la pasividad es inconcebible.
Ahora bien: que los hallazgos científicos sobre el calentamiento global nos obliguen a hacer algo no nos dice qué debemos hacer. Para ser más precisos: si deseamos evitar el riesgo de desestabilización del sistema climático, habremos de reducir la cantidad de CO2 que se concentra en la atmósfera. Lo que pasa es que la ciencia no nos dice a qué ritmo debe realizarse esa reducción ni por qué medios: se trata de un objetivo general que puede alcanzarse de distintas maneras. Así que quien recurre al discurso apocalíptico con propósitos movilizadores o utiliza el calentamiento global para reverdecer viejas pasiones ideológicas se arriesga –quizá a sabiendas– a incrementar la polarización y el extremismo, alienando a una parte de la ciudadanía y debilitando la base científica del debate público. Tal vez no sepamos hacerlo mejor: la razón humana, como demuestra el culto mesiánico a Greta Thunberg, también conoce desbordamientos frecuentes. Pero bien podríamos intentarlo. ~
Manuel Arias Maldonado: (Málaga, 1974) es profesor de ciencia política de la Universidad de Málaga y autor de Antropoceno. La política en la era humana (Taurus, 2018).