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Un debate por la democracia en Cuba: el fin no justifica los medios

La autora explica que, entre las políticas de Trump o Biden, siempre optará por la menos traumática posible para los cubanos

Recién salida de las redes, hoy saturadas por los ecos del lamentable show (dizque debate) entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump y Joe Biden, y todavía con las ropas desgarradas por los ataques de la siempre furibunda jauría trumpista -esos dignos émulos del más puro estilo castrista que no aceptan otra posición que el apoyo incondicional a su ídolo- me he detenido sobre un texto del colega Reinaldo Escobar Casas que me trae de regreso a lo que realmente es importante a este lado del Estrecho de Florida: una realidad tan agobiante que supera con creces la conveniencia del triunfo de uno u otro candidato en las elecciones presidenciales de EE UU, que se celebran el próximo 3 de noviembre.

En coincidencia con el colega Escobar Casas, y como cubana que también vive en la Isla, no tengo preferencia por ninguno de los candidatos estadounidenses. Tengo claro que ni uno ni otro tienen compromiso con el logro de la democracia en Cuba, más allá de discursos e intenciones con fines electoreros. Menos aún recae sobre ellos la responsabilidad de solucionar los acuciantes problemas que, desde todos los ámbitos de la vida nacional, asfixian a los cubanos y de los cuales las sucesivas administraciones de EE UU no son causantes.

Tengo claro que ni uno ni otro tienen compromiso con el logro de la democracia en Cuba, más allá de discursos e intenciones con fines electoreros

Tras 61 años de dictadura y en medio de la más grave crisis del sistema socioeconómico y político instaurado a fuerza de voluntarismo y represión, resultaría ingenuo atribuir un eventual colapso del castrismo a la buena o mala voluntad de un presidente estadounidense, sin negar que las políticas de ese país, como la gran potencia que es, influyen no solo sobre esta limitada y cercana geografía y sobre la vida de sus habitantes, sino que -para bien y para mal- tienen un impacto relevante en todo el mundo.

Coincido absolutamente con Escobar Casas cuando declara la necesidad de un debate que nos importa como cubanos, cuando centra sus aspiraciones a que las cosas cambien en Cuba, que se despenalice la discrepancia política y a que todos podamos opinar a favor o en contra de quienes nos gobiernan, así como a que en lo económico se le dé la libertad a los que son capaces de producir las cosas que necesitamos para vivir. Este debería ser un norte irrenunciable para todos los que, contra viento y marea, seguimos empujando el muro del castrismo desde dentro y fuera de Cuba, aunque bien sabemos que, a la luz de la realidad actual de la Isla, por el momento se trata de aspiraciones quiméricas.

Sin embargo, en lo que no puedo concordar con Escobar es en lo que parece ser la justificación de los medios para alcanzar el fin. De hecho, los escenarios de salida de la crisis cubana ante una u otra política estadounidense son tan opuestos como los costos humanos y sociales que dimanarían de ellas.

En su texto, Escobar le da la bienvenida por igual al «estrangulamiento» provocado por un recrudecimiento de las sanciones que a un «acercamiento» que obligue al régimen a cambiar, puesto que su prioridad -y me consta que es sincero- es la prosperidad y bienestar de este país «donde por muchos años vivirán mis hijos y mis nietos». En lo personal, siempre optaré por la salida menos traumática posible para los cubanos, a contrapelo de estar consciente de que en Cuba esa variable cada vez parece menos probable.

¿Qué autoridad moral nos asiste para someter a otros a las carencias que no sufrimos algunos que sí contamos con algún respaldo económico para sobrellevar la crisis?

Tomemos, pues, dos situaciones A y B, donde A sería el eventual triunfo de Trump y, en consecuencia, una feroz tenaza capaz de asfixiar al castrismo y sus tentáculos, y de paso a todos los cubanos que de alguna manera dependen del apoyo económico, las remesas, los paquetes de alimentos, etcétera, que en definitiva siempre benefician en alguna medida a la élite receptora de dividendos. Las preguntas, entonces, serían: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar la supervivencia económica o el costo de las privaciones de los cubanos comunes en aras de forzar los cambios? ¿Es lícito asumir el caos y las pérdidas humanas como los «daños colaterales» necesarios para esos cambios? ¿Qué autoridad moral nos asiste para someter a otros a las carencias que no sufrimos algunos que sí contamos con algún respaldo económico para sobrellevar la crisis?

Y, llevándolo a un plano más extremo, ¿existe alguna garantía de que los sectores disidentes, opositores, prensa y sociedad civil independientes estemos a salvo de la peor represión llegado el caso extremo de un caos social?

Más aún, en un escenario de caos y anarquía provocados por la hambruna, la ausencia de garantías y la crispación social, ¿quién asumiría el control y velaría por el mínimo orden social? Esa posibilidad, que ahora puede parecer una exageración dramática, no deja de ser una amenaza casi tangible.

El otro extremo, la opción B, sería la transición gradual, política y ordenada que, pese a todo, sigue siendo la más razonable por cuanto no utiliza a los cubanos como rehenes en el camino hacia la democratización sino que facilitaría su inserción como actores económicos y políticos de los cambios, siempre que esa política se implementara de manera completa, inteligente y debidamente condicionada a pasos efectivos en materia de derechos humanos por parte de la cúpula castrista. Este fue el paso que se omitió durante el deshielo de la era Obama y que coadyuvó al repliegue del régimen.

El punto débil, en cualquiera de los casos, A o B, es la ausencia de propuestas efectivas y de fortalezas en los sectores opositores, generalmente atentos -justo es reconocerlo- a las políticas de la Casa Blanca. No hay un plan C o «propuesta cubana». En este sentido vale revisar recientes declaraciones por parte de algunos de los llamados líderes de oposición, donde llama la atención un denominador común: todos parecen coincidir en lo que debería hacer una administración estadounidense con respecto a Cuba, pero ninguno tiene un plan a implementar en cualquier escenario que podamos enfrentar, ya sea ante una política de acercamiento o de confrontación desde el poderoso vecino norteño.

Esperar, sigue siendo la palabra de orden en un escenario que, más allá de nuestras voluntades, nos mantiene sujetos como pasivos rehenes de políticas foráneas

En resumen, todo tiende a la eterna pasividad o la contemplación, a la espera de dos eventualidades, ninguna de las cuales depende de acciones efectivas por parte de la oposición: 1) Esperar a ver qué deciden hacer los poderes de Estados Unidos y 2) Esperar a ver cuánto se debilitan los jerarcas del poder dictatorial en Cuba a partir de esas políticas. Esperar, sigue siendo la palabra de orden en un escenario que, más allá de nuestras voluntades, nos mantiene sujetos como pasivos rehenes de políticas foráneas, hasta tal punto que puede parecer igualmente valiosa una política de asfixia que una de acercamiento en tanto promueva cambios, que no está a nuestro alcance controlar. No podría estar más en desacuerdo.

Al final, y de lo que va el tema, en Cuba estamos urgidos de un debate nacional amplio e inclusivo, en el que participe toda la sociedad y estén presentes todos los intereses, con independencia de encorsetamientos políticos o ideológicos. Un debate que no imite el patético show mediático Trump vs Biden, del que fuimos testigos el pasado 29 de septiembre. Porque lo mejor y lo peor que tenemos los cubanos es que aquí mucho está por decir y todo está por hacer, en especial la transición hacia la democracia. Y ha sido un sueño tan largo y tan preñado de sacrificios que no puede darnos lo mismo el medio para conseguirla.

 

 

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