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Un día que hizo mucho calor

La cigarra es el griego sudoroso que imagina mundos, mientras que la hormiga ¿no será el atareado protestante de Max Weber?

 

No tengo ni idea de qué temperatura haría en Atenas en el siglo V antes de Cristo. Me imagino que durante el verano mucho calor. Me pongo a pensar en eso porque he salido a la calle a las cinco de la tarde y a cada paso que doy a la solana, antes de encontrar refugio, noto cómo me voy internando en un estado de estoicismo y receptividad, de aceptación y nula resistencia, que asocio con la filosofía griega. Se puede caminar de canto aprovechando la delgada sombra del alero siempre que se esté dispuesto a ir rozando la pared quizá rugosa (buscar equivalencia moral). Lo cierto es que la exposición a los elementos nos deja en un estado esencial en el que solo se puede pensar en lo inmanente. Oh, fructífero estupor de la canícula.

Cuando hace mucho calor me viene a la mente la imagen de un hombre medio zafado de la túnica holgada, apoyado en una postura rara contra el tronco rugoso de una higuera, con la cara de pasmo que facilita la travesía por esa carretera inmóvil, entregado al absorbente ─paradoja─ ejercicio de sudar. Está incrustado en la temperatura extrema como el escarabajo en el ámbar. En esa magnífica quietud hay algo que se mueve: el sudor que le atraviesa los poros, se recoge en una gota y resbala rodando obediente por la piel como bolita de mercurio refrescante. En ese momento la percepción del cuerpo se concentra en esa trayectoria. Es como ver nacer una idea: hay que estar muy quietos para que no se nos esfume y pueda así completar su recorrido, sin que tengamos que intervenir más que permitiendo que el pensamiento culmine el mecanismo. Pensar es mirar hacia otro lado. Pensar es hacer la vista gorda. Ese hombre es un filósofo y esa higuera y las chicharras delatan que está en Grecia.

Que las Cícladas tengan un nombre tan parecido al de las chicharras en inglés (cicadas) sin duda ha contribuido a esa asociación. La cigarra es el griego sudoroso que imagina mundos, mientras que la hormiga ¿no será el atareado protestante de Max Weber? También pueden ser una Diógenes y la otra Alejando Magno, el día del episodio del Sol. Y si Alejandro Magno, una vez muerto, fue conservado en una tinaja de miel, entonces es también como el insecto en el ámbar.

Junto a la soleadita acera por donde a duras penas me desplazo hay un parque encantador, un parque de ensueño en el que a esta hora no hay nadie. Si diese una vuelta sobre mí misma no vería a nadie. No lo hago, ya que nadie me vería. Los árboles en primer término y la Sierra al fondo parecen dioramas. Solo en una fuente el circuito cerrado del agua que cae como un pequeño sauce loco le da vida a esta postal. Su borboteo es el resto de la civilización, el sonido constante que da seguridad. ¡Es tan inútil!

Bueno, pues bajo esos precisos árboles del parque es donde imagino que se están fraguando las ideas. Ahora no se ven sus forjadores, igual que parecen haberse disipado las sucesivas criaturas fantásticas en las que han creído las distintas eras. Me estoy preguntando cómo se defendían del calor los antiguos griegos. En general las maneras no varían: la construcción, la indumentaria y lo que se come y bebe. Las villas más sonadas son las romanas, pero estábamos en Grecia.

Busco en Las artes de Van Loon la doble página dedicada al desarrollo del templo griego, un proceso que recuerdo sencillo y fascinante. Lo más bonito del libro son los dibujos (son doce pasos, como los de Alcohólicos Anónimos, los de la construcción primitiva hasta el Partenón), pero ahora deben bastarnos las palabras que copio, parada en medio de la acera achicharrante: “La choza redonda de los primeros griegos estaba hecha de ramaje cubierto con barro. El tejado puntiagudo se hallaba sostenido en el centro por un largo palo. La choza se tornó oblonga. Luego cuadrada, recibió su luz a través de la puerta. La madera de la península griega comenzó a agotarse. Por consiguiente las paredes se hicieron de piedra. El tejado tuvo un alero. La única luz interior entraba por la puerta. Cuando esta casa se convirtió en el hogar de uno de los dioses, la puerta se hizo más amplia, y para sostener la techumbre se añadieron algunas columnas, formando una especie de soportal. Gradualmente fue aumentando el número de columnas y estas aparecieron tanto en la fachada como en la parte trasera. Por último se construyó una galería de columnas alrededor de la casa primitiva y el frontis se llenó de estatuas. Pero hasta entonces no se habían añadido ventanas. La única luz entraba por la puerta”.

Y un poco más adelante, un par de observaciones interesantes y graciosas, quizá anticuadas pero y qué: “… nada sabemos en realidad acerca del primer período que siguió a la efectiva colonización de la tierra, porque, sea lo que fuere cuanto construyeron o tallaron [los griegos], fue hecho con madera. El clima no era el mismo que el de Egipto, y toda la madera de este período hace ya mucho tiempo que se pudrió”; “[los templos de la antigua Grecia] eran tan sencillos como un garage, y aun más, como un garage para un solo coche, porque cada templo era la casa de una sola deidad”.

Muy interesante todo esto, pero al buscar algo sobre los tejidos que usaban para la ropa, además del gustoso lino que me alegra que usasen para dar tumbos por sus tórridas callejuelas, doy con algo de lo que nunca había oído hablar. Es una tela que se llama biso y que se hace con los pelillos que les salen a los mejillones. Con el biso hacían los griegos los vestidos más maravillosos.

Y al ponérselos o quitárselos bebían hidromiel.

 

La traducción de los fragmentos de Hendrik Willem van Loon es de Mario Ruiz Ferrán.
Fotografía de Dick Osseman del Museo de mosaicos de Zeugma

 

 

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