Es difícil concebir un mundo sin bancos, en parte porque son muy visibles. Imagine el horizonte de cualquier gran ciudad y los rascacielos que se ven suelen ser bancos. Los viajeros salen de la estación Grand Central de Nueva York a la sombra de JPMorgan Chase en Park Avenue. Morgan Stanley se cierne sobre Times Square; Bank of America sobre Bryant Park. En Londres, el horizonte está dominado por torres de formas extrañas en las zonas de la City y Canary Wharf. En Singapur, los últimos pisos de las oficinas de Standard Chartered y UOB albergan bares en las azoteas con vistas a toda la ciudad. Incluso en lugares como Auckland, Ciudad de México o Yakarta, los logotipos que adornan los edificios más altos son los de ANZ, BBVA o HSBC.
El dominio físico de los bancos simboliza su importancia. La mayoría de la gente se relaciona con sus bancos para transacciones tan mundanas como la compra de alimentos. Las empresas pagan a sus trabajadores, proveedores y propietarios a través de la banca. Los bancos también están presentes para decisiones más importantes, como la compra de una casa o la obtención de un préstamo estudiantil.
Desde que existe el dinero (ya sean conchas de cauri, oro, billetes de banco o depósitos digitales), ha habido instituciones que lo almacena de forma segura. Y desde que existen las entidades de depósito, sus gestores se han dado cuenta de que, en tiempos normales, no todos los depositantes reclaman su dinero de inmediato. Esto significa que no tienen que mantener efectivo a la mano para cada depósito, sino que pueden utilizar el dinero para hacer préstamos. Así, los banqueros proporcionan financiación para la inversión privada y ganan intereses por ello. Esto era una maravilla para los economistas clásicos. «Hemos perdido por completo la idea de que cualquier empresa que pueda ser rentable, y que se vea como probable, pueda perecer por falta de dinero», escribió Walter Bagehot, entonces editor de The Economist, en su libro de 1873 «Lombard Street». «Sin embargo, ninguna idea era más familiar para nuestros antepasados».
Sin embargo, las «reservas fraccionarias» que los bancos mantienen frente a sus depósitos tienen otro efecto: convertirlos en instituciones intrínsecamente inestables. La historia del capitalismo y del dinero es, por lo tanto, una historia de enriquecimiento económico incesante, marcada por las cicatrices de frecuentes corridas bancarias y crisis financieras.
La banca ha cambiado mucho desde la época de Bagehot. Entonces los mayores bancos estaban en Londres; ahora están en Nueva York, Pekín y Tokio. El cambio tecnológico significa que casi todos los pagos se liquidan digitalmente, en lugar de con billetes o cheques. Los bancos también son mucho más grandes. Los activos totales de los 1.000 bancos más grandes del mundo tenían un valor de unos 128 billones de dólares en 2020, lo que eclipsa el producto bruto mundial anual de 84,5 billones de dólares.
Sin embargo, también se vislumbra en el horizonte un mundo sin bancos. Como nunca antes, su papel está amenazado por las nuevas tecnologías, los mercados de capitales e incluso el sector público. Los bancos centrales han visto cómo los gigantes tecnológicos desarrollan sistemas de pago más rápidos y sencillos que podrían sacar las transacciones del sistema bancario. Les preocupa que los pagos digitales puedan suponer el fin del efectivo. La regulación financiera y la política monetaria han funcionado tradicionalmente a través de los bancos. Si se pierde este mecanismo, puede que en su lugar tengan que crear dinero digital del banco central.
Dado que la tecnología ha perturbado tantos sectores e industrias, su impacto en la banca puede parecer un ejemplo más de un negocio anticuado y poco competitivo que ha quedado obsoleto por las empresas tecnológicas. Pero el dinero y la banca no son como los taxis o los periódicos. Constituyen la interfaz entre el Estado y la economía. «La arquitectura profunda del sistema monetario y crediticio, más conocido como banca, no ha cambiado desde el siglo XVIII, cuando Francis Baring empezó a escribir sobre el prestamista de último recurso», dice Sir Paul Tucker, ex vicegobernador del Banco de Inglaterra y ahora en Harvard. «Lo que significa que, hasta ahora, no ha dependido en absoluto de la tecnología, porque Francis Baring escribía con una pluma de ganso».
Ahora está surgiendo una nueva arquitectura que promete un ajuste de cuentas. «La acción económica no puede explicarse, al menos en la sociedad capitalista, sin tener en cuenta el dinero, y prácticamente todas las proposiciones económicas son relativas al modus operandi de un determinado sistema monetario», escribió Joseph Schumpeter en 1939. Sin embargo, es posible ver un futuro en el que los bancos desempeñen un papel menor, o incluso ninguno, con el dinero digital y los depósitos proporcionados por los bancos centrales, las transacciones financieras llevadas a cabo por las empresas tecnológicas y los mercados de capitales que proporcionan el crédito.
¿UN CAMBIO MALO O BUENO?
La cuestión es si ese mundo es deseable. Los bancos tienen muchos defectos. Muchos de los no bancarizados son demasiado pobres para permitírselos. Pueden ser lentos y caros. Suelen ganar más dinero con el comercio y las comisiones, no con la banca normal. Los bancos negligentes pueden crear ciclos de auge y caída que infligen dificultades económicas. Así que es fácil suponer que la marginación de los bancos podría ser sólo otra cadena rota por el avance tecnológico.
Sin embargo, un mundo sin bancos plantea algunos problemas. En la actualidad, los bancos centrales aportan muy poco a las economías. Alrededor del 90% de la oferta monetaria general está en depósitos bancarios, respaldados por pequeñas reservas mantenidas en el banco central y una garantía implícita de dicha institución. Esto facilita que los bancos centrales infundan confianza en el sistema, al tiempo que se mantienen al margen del crédito. El uso generalizado del dinero de los bancos centrales los acercaría a la acción, haciendo que sus balances se inflen. Esto genera riesgos.
La banca y el capitalismo están estrechamente vinculados. Los economistas siguen debatiendo por qué Gran Bretaña se industrializó primero, pero es difícil leer a Bagehot y no llegar a la conclusión de que la alquimia de los bancos que convierten los depósitos ociosos en motores de inversión desempeñó un papel importante. La cuestión es qué ocurre si los bancos centrales desempeñan un papel más importante. Es posible que eviten distribuir préstamos, pero es difícil ver cómo podrían evitar cierta interferencia en los mercados de crédito.
También existen riesgos sociales más amplios. La banca está fragmentada, con tres o cuatro grandes bancos en la mayoría de los países, además de muchos más pequeños. Pero las monedas digitales emitidas por el Estado y las plataformas de pago privadas se benefician de los efectos generados por la red, concentrando potencialmente el poder en una o dos instituciones. Esto podría dar a los gobiernos, o a unos pocos jefes privados, una gran cantidad de información sobre los ciudadanos. También haría a las instituciones mucho más vulnerables. Un ciberataque al sistema financiero estadounidense que cerrara JPMorgan Chase durante un tiempo sería angustioso. Un ataque similar que cerrara la moneda digital de la Reserva Federal podría ser devastador. Y está el uso potencial del dinero para el control social. El dinero en efectivo no es rastreable, pero el dinero digital deja un rastro. El dinero exclusivamente digital puede ser programado, restringiendo su uso. Esto tiene implicaciones benignas: los cupones de alim . entos podrían estar mejor orientados o el gasto de estímulo podría ser más eficaz. Pero también tiene otras preocupantes: el dinero digital podría programarse para impedir que se utilice para pagar abortos o para comprar libros en el extranjero.
El alcance de las cuestiones es amplio. Incluye el papel del Estado en la concesión de créditos, la concentración de poder en empresas tecnológicas o gobiernos, el potencial de control social y el riesgo de nuevas formas de guerra. Un mundo sin bancos puede sonar a muchos como un sueño. Pero podría resultar más bien una pesadilla.
Traducción: Marcos Villasmil
_____________________________________
NOTA ORIGINAL:
The Economist
A future with fewer banks
Imagining a world without banks
It is hard to conceive of a world without banks, partly because they are so visible. Picture the horizon of any big city, and the skyscrapers in view are usually banks. Commuters emerge from Grand Central station in New York in the shadow of the Park Avenue base of JPMorgan Chase. Morgan Stanley looms over Times Square; Bank of America over Bryant Park. In London the skyline is dominated by odd-shaped towers in the City and Canary Wharf. In Singapore the top floors of the offices of Standard Chartered and UOB house rooftop bars looking out over the entire city. Even in places like Auckland, Mexico City or Jakarta, the logos adorning the tallest buildings are those of ANZ, BBVA or HSBC.
The physical dominance of banks symbolises their importance. Most people interact with their banks for such mundane transactions as buying groceries. Companies pay their workers, suppliers and landlords through banks. Banks are also there for bigger decisions, such as buying a house or getting a student loan.
For almost as long as there has been money (whether cowrie shells, gold, banknotes or digital deposits),there have been institutions providing safe storage for it. And for as long as deposit-taking institutions have existed, their managers have realised how in normal times not all depositors will demand their money back at once. That means they do not have to keep cash on hand for every deposit—instead they can use the money to make loans. Thus bankers provide funding for private investment and earn interest for themselves. This was a marvel to classical economists. “We have entirely lost the idea that any undertaking likely to pay, and seen to be likely, can perish for want of money,” wrote Walter Bagehot, then editor of The Economist, in his 1873 book “Lombard Street”. “Yet no idea was more familiar to our ancestors.”
The “fractional reserves” that banks hold against their deposits have another effect, however: to make them inherently unstable institutions. The history of capitalism and of money is thus one of relentless economic enrichment, pockmarked by the scars of frequent bank runs and financial crises.
Much has changed about banking since Bagehot’s day. Then the biggest banks were in London; now they are in New York, Beijing and Tokyo. Technological change means nearly all payments are settled digitally, rather than with notes or cheques. The banks are also far bigger. The total assets of the world’s biggest 1,000 banks were worth some $128trn in 2020, dwarfing annual global gross product of $84.5trn.
And yet a world without banks is also visible on the horizon. As never before, their role is under threat from new technology, capital markets and even the public sector. Central bankers have seen tech giants develop quicker and easier payments systems that could pull transactions out of the banking system. They worry that digital payments may bring about the end of cash. Financial regulation and monetary policy have traditionally operated through banks. If this mechanism is lost, they may have to create digital central-bank money instead.
Because technology has disrupted so many industries, its impact on banking may seem like one more example of a stodgy, uncompetitive business made obsolete by slick tech firms. But money and banking aren’t like taxis or newspapers. They make up the interface between the state and the economy. “The deep architecture of the money-credit system, better known as banking, hasn’t changed since the 18th century, when Francis Baring began writing about the lender-of-last-resort,” says Sir Paul Tucker, formerly deputy governor of the Bank of England and now at Harvard. “Which means it has not, so far, depended on technology at all, because Francis Baring was writing about it with a quill pen.”
Now a new architecture is emerging that promises a reckoning. “Economic action cannot, at least in capitalist society, be explained without taking account of money, and practically all economic propositions are relative to the modus operandi of a given monetary system,” wrote Joseph Schumpeter in 1939. Yet it is possible to see a future in which banks play a smaller role, or even none at all, with digital money and deposits provided by central banks, financial transactions carried out by tech firms and capital markets providing credit.
Bad change or good?
The question is whether such a world is desirable. Banks have many flaws. Scores of the unbanked are too poor to afford them. They can be slow and expensive. They often make more money from trading and fees, not normal banking. Negligent banks can create boom-and-bust cycles that inflict economic hardship. So it is easy to assume that the sidelining of banks might be just another shackle broken by technological advance.
Yet a world without banks poses some problems. Today central banks provide very little to economies. Around 90% of the broad money supply is in bank deposits, underpinned by small reserves held with the central bank and an implicit central-bank guarantee. This makes it easier for central banks to instil confidence in the system while still keeping at arm’s length from credit. Widely used central-bank money would bring them nearer the action, causing their balance-sheets to balloon. This creates risks.
Banking and capitalism are closely linked. Economists still debate why Britain industrialised first, but it is hard to read Bagehot and not conclude that the alchemy of banks turning idle deposits into engines for investment played a part. The question is what happens if central banks play a bigger role instead. It might be possible for them to avoid actually distributing loans, but it is hard to see how they could avoid some interference in credit markets.
There are broader social risks as well. Banking is fragmented, with three or four big banks in most countries, plus lots of smaller ones. But state-issued digital currencies and private payments platforms benefit from network effects, potentially concentrating power in one or two institutions. This could give governments, or a few private bosses, a wealth of information about citizens. It would also make the institutions a lot more vulnerable. A cyber-attack on the American financial system that closed JPMorgan Chase for a time would be distressing. A similar attack that shut down a Federal Reserve digital currency could be devastating. And there is the potential use of money for social control. Cash is not traceable, but digital money leaves a trail. Exclusively digital money can be programmed, restricting its use. This has benign implications: food stamps could be better targeted or stimulus spending made more effective. But it also has worrying ones: digital money could be programmed to stop it being used to pay for abortions or to buy books from abroad.
The scope of the issues this special report will consider is vast. It includes the role of the state in credit provision, the concentration of power in tech firms or governments, the potential for social control and the risk of new forms of warfare. A world without banks may sound to many like a dream. But it could turn out to be more like a nightmare.