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Un Gobierno que promueve la violencia

Que el Gobierno jalee el radicalismo que ha suspendido la última etapa de la Vuelta es un bochorno intolerable que no puede salir gratis

Carga policial contra los manifestantes propalestinos y la Vuelta cancela  la última etapa

La Vuelta a España ha sido el triste escaparate en el que una amalgama de radicales, violentos y antisistema, han mostrado su naturaleza con la excusa de la guerra en Gaza, sin duda un drama humano, pero también un complejo conflicto que no se resume con la burda acusación de genocidio a Israel, un país atacado salvajemente por el terrorismo y objeto de una persecución, aquí sí genocida, del amplio universo fundamentalista encabezado por Irán.

El pretexto esgrimido para boicotear un gran espectáculo deportivo internacional, saldado con la suspensión de la última etapa en Madrid y el oprobio que eso supone ante el mundo, no tiene por tanto justificación alguna, pues supone conceder a una masa anónima el poder de decidir qué se puede hacer y qué no en función de sus delirantes postulados ideológicos.

Hoy ha sido La Vuelta, pero ¿qué pasará en el futuro, tras este precedente, con todo tipo de eventos y actividades de masas si estos vulgares agitadores deciden repetir sus andanzas? Ninguna causa justifica el uso de la violencia, y violento es paralizar por las bravas una carrera con millones de espectadores en las calles o en sus casas, poniendo en riesgo la integridad de corredores, empleados y público en general.

Y hacer excepciones a esa máxima es muy peligroso, pero es precisamente lo que ha hecho el propio presidente del Gobierno, jaleando por la mañana la protesta desde la «admiración» a los manifestantes, como si la única manera de manifestarse en España fuera saboteando con impunidad todo evento al alcance.

La negligencia de Pedro Sánchez, impropia de alguien con su cargo, pero perfectamente comprensible en un político sumergido en una deriva radical, se completa con la inaceptable actitud de Podemos, que ha visto en las protestas una lamentable manera de volver a las andadas radicales de sus inicios, con Irene Montero e Ione Belarra instando públicamente a paralizar La Vuelta y enfrentándose a la Guardia Civil en plena calle.

Todo ello compone un desasosegante paisaje en el que, a los antisistema habituales, se le añaden otros desde el mismísimo Gobierno y sus aledaños, convirtiendo al responsable de garantizar el orden público en el máximo defensor de alterarlo.

De un Gobierno se espera que contenga la violencia, que no alimente al radicalismo y que haga la pedagogía necesaria sobre aquellos conflictos delicados que otros resuelven a brochazos. Pero de Sánchez y los suyos siempre cabe esperar lo contrario: que compitan por ver cuál de los socios de la coalición llega más lejos en su desafío al sentido común, que jaleen las posiciones más radicales sin pudor alguno y que incendien la imagen de España y su posición geopolítica por razones estrictamente domésticas.

Porque no nos engañemos: los derechos humanos son una burda excusa, que se esgrime igual para Gaza que se olvidan para el Sáhara o Venezuela. Aquí estamos viendo, con España de rehén, una indecorosa competición electoral entre las distintas facciones de una izquierda desnortada, agresiva e intelectualmente indigente.

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