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Un jesuita del siglo XVI le habla a la Cuba de hoy

'Juan de Mariana no temió a la Inquisición ni disgustar a los reyes si la verdad de su razonamiento lo ameritaba.'

Los hispanos y sus descendientes tienen una extraña capacidad para minusvalorar lo propio en favor de lo ajeno, de ahí, que hayan asumido la leyenda negra española sin contestación contundente hasta bien entrado el siglo XX, y peor, permitido que, en sus propias tierras, por darle mayor difusión, se valoren más las ideas renacentistas foráneas antes que las propias, que, sin temor a equívocos o fatuas vanidades, pueden considerarse iguales, cuando no superiores a aquellas.

Así, recóndito en las raíces hispanas, casi en el ocaso del Siglo de Oro español, brilla con especial fulgor el jesuita, teólogo e historiador Juan de Mariana, hombre mordaz que no temió a la Inquisición ni disgustar a los reyes en cuyos dominios no se ponía el sol, si la verdad de su razonamiento lo ameritaba. Desempolvando sus palabras veremos cuán actuales y concernientes para Cuba son, no solo por su lustre, sino por la recurrencia histórica con la que el poder, principalmente el absoluto, muestra su villanía.

Muchísimo antes de que el comunismo estallara filosóficamente e hiciera estragos un siglo después, Mariana (él mismo un monástico conocedor de las dinámicas de la propiedad comunal) jocosamente señaló que «cuando un asno es de muchos, los lobos se lo comen». En economía moderna, a este problema de mal uso y despilfarro de bienes, causado por la imperfecta delimitación de la propiedad privada, se le conoce como «tragedia de los comunes».

Tan es así que, cuando el castrismo se percató de que sin propiedad privada la gente no cuida los recursos ni trabaja con eficiencia, con más voluntarismo que cordura, intentó implantar el llamado «sentido de pertenencia». Tragicómicamente, a los mismos que les quitaron las propiedades, se les pidió luego que «sintieran como suyo» lo que ahora era de Fidel, para que así se lo cuidasen mejor.

Pero el colectivismo no era el único pecado que a la revolución cubana podría señalarle Juan de Mariana. 500 años antes de que Castro implantara la planificación central, en una hermosa parábola comentaba el clérigo hispano: «Roma está lejos, el general no conoce a las personas ni los hechos, a lo menos con todas las circunstancias que tienen, de que pende el acierto. Forzoso es se caiga en yerros muchos, y graves». La planificación central, ineludiblemente, conduce al fracaso. ¿Cómo lo pudo ver Mariana, pero no Lenin que la inventó y Castro que lo imitó? Pues porque aquel era un hombre bueno y sabio, mientras que estos eran altaneros autoritarios.

Y aun con mayor clarividencia y detalle, ante la arrogante pretensión de controlar los precios por decreto, el teólogo, como si economista fuese, advirtió que «los hombres se guían en estos asuntos por una estimación común fundada en la consideración de la calidad de las cosas, así como en su abundancia y escasez. Sería vano que un príncipe buscara socavar estos principios del comercio. Más vale dejarlos en paz y no forzarlos, pues hacer lo contrario únicamente iría en detrimento del público». ¡Ayyyy!, ¿cuánto costaría la carne de puerco hoy en Cuba si se hubiesen escuchado tan sabios consejos?

Aun más, si al jesuita le hubieran contado que Felipe II planeaba una Tarea Ordenamiento, iracundo, le habría reclamado que «si baja el dinero del valor legal, suben los precios de todas las mercaderías sin remedio, a la misma proporción que abajaron la moneda», «no son del rey los bienes de sus vasallos», «el rey no puede bajar la moneda de peso o de ley sin la voluntad del pueblo», pues de hacerlo estaría robando tanto los dineros del pueblo como su libertad, y, escúchese con atención: «Si un príncipe se apodera de la república… puede ser despojado por cualquiera del gobierno y de la vida».

«Y es cierto que como a un cuerpo no le pueden sacar sangre sin que se enflaquezca o reciba daño, así el príncipe, por más que se desvele, no puede sacar hacienda ni interés sin daño de sus vasallos, que donde uno gana, como citan de Platón, forzosamente otro pierde». «Digo pues que es doctrina muy llana, saludable y cierta que no se pueden poner nuevos pechos (impuestos) sin la voluntad de los que representan al pueblo». ¿Quién representa al pueblo de Cuba?

«Podrían los reyes cuando lo exijan las circunstancias proponer nuevas leyes, interpretar o suavizar las antiguas … más nunca, como pienso que haría un tirano, cambiarlas a su antojo y acomodarlas a sus caprichos y a sus intereses… los príncipes legítimos no deben obrar jamás de modo que parezcan ejercer una soberanía absoluta desvinculada de la ley». ¡Qué vergüenza Fidel! ¡Qué vergüenza Raúl! ¡Qué vergüenza Díaz-Canel! No sois legítimos, sois tiranos que acomodan la ley a voluntad y conveniencia.

O hacen muchas para corromper al pueblo, pues «las leyes son muchas en demasía, y como no todas se pueden guardar, ni aún saber, a todas se pierde el respeto». De sentido común, para Juan de Mariana, era que demasiadas reglas envilecían la nación que se acostumbra a incumplirlas, y perdida la moral, quedaba esta a merced de autoridades corruptas. ¿Estaría pensado el escolástico en los oficiales de la PNR, en los inspectores de la ONAT o en los jerarcas del PCC?

Es fundamental en el pensamiento de Juan de Mariana la idea de que, en cuanto a ética, los gobernantes han de medirse igual que sus gobernados: la ley y la moral están por encima del rey, las instituciones por encima del hombre.

De no ser así, nace un tirano que «subvierte todo el Estado, se apodera de todo por medios viles y sin respeto alguno por las leyes porque estima que está exento de ley, y cuando se ocupa de los asuntos públicos, obra de tal manera que todos los ciudadanos se sienten oprimidos por toda clase de males, con una vida miserable, y los despoja de su patrimonio para dominar él solo los destinos de todos».

«La codicia (de poder) trae consigo voluntad determinada de hacer el mal», escribió. Por ello, hay que darle límites claros al gobierno, fundamentados en que la sociedad antecede al Estado y, por lo tanto, puede recuperar su potestad si el Gobierno le es pernicioso. Que el pueblo nunca pierde la soberanía lo supo el clérigo español un siglo antes que Montesquieu. Tristemente, en Cuba aún no nos hemos enterado.

Terminemos esta resurrección intelectual con una profecía y una enseñanza. Profecía: «la memoria del agravio dura más que la de las mercedes». Eso de que la historia absolvió a Fidel está por verse. Enseñanza: «El poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarlo sus vasallos».  Escuchémosle.

 

 

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