Un parteaguas de la Historia
El brutal ataque lanzado desde Gaza constituye una humillación para Netanyahu y su Gobierno que con la reforma judicial olvidó que un país dividido es un riesgo y que Israel no es Suiza
Desde las afueras del pueblo de Erez, controlado por Israel, se ve a simple vista la playa de la franja de Gaza, bañada por el mar Mediterráneo. Hay un campo verde de pasto y matorral bajo, sin árboles. Resulta difícil imaginar que estas dunas y este mar azul son un campo de batalla, pero lo son. Son la primera línea del frente de un odio enquistado por decenas de años. Ayer, cincuenta años después de la guerra del Yom Kippur, cuando Egipto y Siria sorprendieron a Israel, que celebraba una de sus fiestas más importantes (la del perdón), y pusieron fin al mito de la invencibilidad del Ejército israelí, la historia volvió a repetirse con un ataque terrorista a gran escala lanzando por los palestinos en la franja de Gaza.
La magnitud de la brutal ofensiva, con el lanzamiento de 5.000 cohetes –muchos de ellos con la población civil como único objetivo, es decir, de naturaleza indiscriminada, brutal y homicida–, con cientos de milicianos que se infiltraron en Israel a través de túneles, desde el mar o en parapentes, con la acción de drones de bombardeo, con la toma de civiles israelíes como rehenes y el asesinato a sangre fría de los que se resistieron, no se compadece con la enorme asimetría de fuerzas que hay a ambos lados de la línea de alto el fuego de 1950. Y revelan una acción tan minuciosamente planificada que las primeras acusaciones se dirigieron de manera natural contra la Inteligencia israelí, que fracasó estrepitosamente a la hora de detectar lo que se estaba preparando. La operación terrorista se inició sobre las seis de la mañana del sábado, el día del descanso religioso de los judíos. Rápidamente el Gobierno ordenó la movilización general y declaró el estado de guerra. «Nuestro enemigo pagará un precio que nunca ha conocido», dijo el primer ministro israelí, Netanyahu, en una declaración televisada. «Estamos en una guerra y la ganaremos».
Lo de ayer es un parteaguas en la historia de Israel. Lo ocurrido es enormemente humillante para el actual Gobierno, el más nacionalista y ultraordotoxo que se había formado nunca en la historia moderna del país. Netanyahu siempre se ha ufanado de que su línea dura era una garantía de seguridad para la vida y los bienes de los israelíes. Existía una confianza ciega en la superioridad tecnológica, informática y de Inteligencia del país que ha quedado profundamente en entredicho. Y, sobre todo, es un recordatorio de que una casa dividida no puede prevalecer. Ayer, en un gesto patriótico que no debería pasar inadvertido, los organizadores de las protestas contra la reforma de la Justicia promovida por Netanyahu y que habían amenazado con dejar de cumplir el servicio militar si la separación de poderes de la democracia israelí continúa deteriorándose, decidieron suspender sus protestas y llamar a los reservistas a que se presentaran al servicio ante una situación gravísima.
El gesto es la cruda admisión de dos hechos singulares: que Israel, con todos sus numerosos defectos, es la única democracia de Oriente Próximo, y que es una nación cuyo derecho a contar con unas fronteras seguras y respetadas por sus vecinos no es reconocido. Es muy difícil percibir qué tipo de objetivos persigue Hamás –que suele actuar a las órdenes de Irán– con esta brutal acción. Más aún cuando la respuesta de Israel será la del ojo por ojo. Si en las próximas horas los palestinos de Cisjordania se suman a las hostilidades, si los chiíes de Hizbolá en Líbano pasan de las palabras a la acción, Israel se enfrentará a una amenaza existencial pocas veces vista desde la creación de su Estado y el mundo podría temer por la desaparición de la única democracia de la región al haber olvidado que Israel no es Suiza.