Un relato kafkiano-castrista
Los invito a indagar la libertad ciudadana en la Cuba castrista desde la trama de un relato de Kafka titulado “Ante la ley”. Un ciudadano de nombre J. en la Cuba socialista de los años 70 le pide a un agente de la Seguridad del Estado que le permita entrar a través de una puerta que conduce a la ley (qué es la ley, no se sabe).
Kafka no aclara si entrar radica en un derecho o un favor. Ya veremos por qué. El seguroso responde:
—Es posible, pero ahora no.
J. vislumbra más allá de la puerta y decide esperar. El oficial se acerca al ciudadano y le susurra:
—Atrévete.
Kafka indica que J. observa continuamente al guardia. Comienza a creer que este es el único obstáculo que lo separa de la ley.
Después de semanas de espera, J. decide sobornar al seguroso. Para lograrlo, se integra al proceso político revolucionario. Hace guardias en la cuadra y acude regularmente a la Plaza de la Revolución a oír las monsergas de la VOZ. Con el tiempo, J. y el seguroso se hacen amigos. Este último se franquea con el primero:
—Todo pinta bien, pero aún tu entrada no ha sido aprobada.
Lo que sigue podría sorprender a cualquiera. Con los años de espera la vista de J. se debilita; ya no sabe si hay menos luz o si solo le engañan sus ojos. En medio de la oscuridad distingue un resplandor que brota de la puerta de la ley. Siente que le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Justo antes de su último aliento, el ciudadano se entera, por boca del seguroso, de lo siguiente:
—La puerta estaba reservada solamente para ti y ahora voy a cerrarla.
¿Cuál es el misterio? Hay una versión fácil, en la que J. es víctima de un chantaje político. Odia el sistema, pero tiene miedo y acepta su larga espera. Y mientras, a resolver se ha dicho. Abriga la esperanza equivocada de que “darle tiempo” es la mejor salida (o la mejor entrada) posible. Pasan los meses y la espera hace estasis. De ahí surge la extrañeza de que el asunto pudo haber tenido solución: doce pasos al frente y cruzar decisivamente el umbral.
Proponemos otra versión alternativa: J. miente y se engaña. Siempre ha visto la puerta como un “es posible” pero “todavía no”, fenómeno que refleja su realidad cotidiana. Desea entrar, sí, pero ese apetito no es tan fuerte como para sacarlo de su marasmo. Querer entrar en la ley es un epifenómeno político demasiado al norte de los hechos. Yel seguroso (entrenado en cuestiones ideológicas) lo sabe muy bien. De ahí que terminen comulgando y metiéndose forro el uno al otro. Ese teatro de esperar de J. es un para-qué-perder-el-tiempo, para-qué-volvernos-locos político y existencial que solo se aprende en la escuelita totalitaria castrista.
¿Cómo pudo el ciudadano ignorar por tanto tiempo que nadie absolutamente entraba por la puerta? Y a los demás, ¿acaso no les importaba entrar? El asunto es que el ciudadano no se ve como unidad sino como el pueblo, ¿y puede haber acaso una puerta tan grande por donde entre tanta gente?
La realidad kafkiana aplicada al castrismo no termina con una crisis existencial, sino más bien con la incertidumbre propia del pelágico letargo totalitario.
Hay otro asunto de índole privada. J. comenzó a disfrutar sus guardias en el CDR, el empuje unánime de las concentraciones, el calor compañeril de los círculos de estudio y la disciplina de los lineamientos del Partido. Para el ciudadano, la puerta fue un quizá al norte del horizonte, inmanencia que alimenta a millones de almas que aún esperan entrar por la puerta de la ley.