Un teatro en la era de la posmentira
La política ha devenido en espectáculo y como tal debe someterse a sus leyes. Un debate entre candidatos se plantea como si de combates pugilísticos se tratara; cada boxeador tratará de tumbar a su adversario mediante certeros puñetazos del argumentario
–
La política ha devenido en espectáculo y como tal debe someterse sus leyes. Primera: si la realidad estropea el relato debe ser inmediatamente sometida a severa dramaturgia y retocada a favor de obra; segunda: la conversación pública antes que rigurosa debe ser entretenida, tercera: los giros inesperados de guion favorecen el producto.
Así, un debate entre candidatos se plantea como una sofisticada pugna entre distintas estrategias de comunicación más que como una confrontación de ideas y propuestas. El análisis posterior del evento es muy similar al que realizamos los profesionales del teatro después de una función. Innecesaria sobreactuación, exceso de tensión en este pasaje, insuficientemente apropiación del texto… La única diferencia, y no es poca, es que las gentes de teatro le damos importancia al arte de la escucha, la escena la hace tu antagonista, sólo tienes que estar receptivo, llegamos a decir, y eso, como es sabido, en las disputas políticas no existe. El sano diálogo está proscrito. Se plantean los debates como si de combates pugilísticos se tratara; cada boxeador tratará de tumbar a su adversario mediante certeros puñetazos del argumentario. ¿Quién ganó el debate? Nos preguntamos tras la contienda como si de una competición deportiva se tratara; lo que nos retrotrae a la antigua Grecia, a su idea de agón (lucha) referida a las pugnas dialecticos tanto en el Ágora como en la escena.
Aristófanes en su comedia ‘Los Caballeros’ nos presenta un singular duelo entre dos personajes que pretenden hacerse con los favores de Demos (el pueblo). Termina imponiéndose en el debate un pintoresco vendedor de chorizos. (Al parecer, las ristras de embutido que portaba aludían al conjunto de soflamas y recursos retóricos que traía consigo el candidato). El mordaz comediógrafo no dejó de retratar en sus obras a los políticos que recurren a disfraces, máscaras y discursos grandilocuentes para ganarse el apoyo de la gente. En fin, nada nuevo bajo el sol.
Elaborada liturgia
Política y teatralidad, pues, siempre han estado estrechamente relacionadas. La necesidad de establecer una elaborada liturgia para investir a los soberanos de un halo de prestigio sobrenatural ha estado presente tanto en oriente como en occidente desde tiempo inmemorial. En la antigua Grecia, sin embargo, con el proceso democrático de secularización de la vida pública, la comunicación política toma del arte teatral el fenómeno de la empatía. Este aspecto de humanización pública del alto dignatario se ve ejemplificado en el discurso lanzado por Pericles en el Areópago en defensa de su compañera Aspasia de Mileto, acusada del delito de impiedad. El líder ateniense, como avezado sofista, hizo gala de sus habilidades retóricas y llegó incluso a las lágrimas durante su actuación. No sólo la milesia fue absuelta, sino que la popularidad del dirigente se vio reforzada por haber mostrado su lado humano.
¿Quién ganó el debate? Nos preguntamos tras la contienda como si de una competición deportiva se tratara
Hoy el personaje público se ha de servir de la industria audiovisual del entretenimiento para mostrar la dimensión humana que no apreciamos en el desempeño de sus labores institucionales. Surge entonces lo que ha sido bautizado como ‘Politainment’, la hibridación entre la política y el entretenimiento de masas. Salomé Berrocal, profesora de la Universidad de Valladolid, ha coordinado un libro esclarecedor a este respecto que reúne diversas y muy atinadas aportaciones sobre este nuevo género mediático. La nueva teatralidad de la política busca convertir a la figura pública en una suerte de concursante de un macro programa de entretenimiento en el que lo mismo se ve obligada a preparar un plato en un concurso de cocina, que se presta a participar en la coreografía de una canción de moda, o a protagonizar una serie documental como la recientemente realizada con el objetivo de «sacar a la luz la dimensión más personal y humana de Pedro Sánchez…».
Compinches del matón
Brecht, en su sátira ‘La resistible Ascensión de Arturo Ui’, nos muestra una escena en la que el protagonista, un gánster trasunto de Hitler, ha hecho llamar a un viejo comediante shakesperiano para que le instruya en el arte de la interpretación. Al parecer, el propio Führer había recibido clases particulares del actor Basil en Múnich. Con vitriólico humor contraponen dos líneas de actuación: la de un efectismo de inflada teatralidad (que a algunos de los propios compinches del matón les parece ridícula) y la imagen, más natural, de humana cercanía del sujeto, algo que no deja de ser también un elaborado recurso de técnica actoral. (Hitler se empleó a fondo en las dos modalidades). El dramaturgo alemán advierte de los peligros que acarrea la usurpación por parte de los políticos (que él llama pintores de pared) del recurso artístico de la empatía. Frente al tono sosegado de los hombres de Estado, el nuevo político necesita, sobre todo, mostrarse humano: quiere convencer al público de que vea sus acciones como algo simplemente humano, natural, y que dejándose guiar por sus sentimientos, le otorgue la aprobación. Las recientes apariciones televisivas de nuestros candidatos son buen ejemplo de ello; en contraste con la teatralidad vehemente y excesiva del mitin para convencidos, se opta ahora por una aparente proximidad con el espectador en la pequeña pantalla para que nos llegue como si fuera uno más de la familia (a quien, por cierto, se le perdona casi todo).
Al político se le pide lo mismo que a cualquier actor de una serie de Netflix: que intérprete su papel con naturalidad
El autor de ‘Madre Coraje’ detectó con sagacidad un fenómeno que se había iniciado en la primera mitad del siglo pasado con la aparición de la figura del «hombre masa»: el individuo devenido en espectador acrítico de los discursos del poder. Las disciplinas artísticas que se basaban en la mímesis y en lo verosímil empezaron a expandirse más allá de su espacio convencional, adentrándose en la esfera de la vida pública, especialmente en la política. Ya no se trataba de ser veraz sino de ser verosímil, creíble como decimos en la profesión. No interesaban tanto las virtudes del producto como su capacidad de evocar sensaciones y emociones en la audiencia.
Lograr la identificación afectivo-emocional es hoy el reto de cualquier director de comunicación de los partidos. Ya Aristóteles señalaba que los personajes trágicos debían tener «cierta magnitud», es decir, ser eminentes, pero sin perder por ello rasgos propios del común de los mortales. Esas figuras enaltecidas que vemos participar en las cumbres de los poderosos mundiales deben equilibrarse con gestos y acciones sencillas que muestren que, en el fondo y a la vez, son personas normales y corrientes, que se equivocan como cualquiera de nosotros, y que, cuando tienen tiempo, salen a correr, pasean al perro o juegan a la petanca. En esta aparente falta de énfasis y artificio, paradójicamente, se encuentra la premisa actual de las nuevas estrategias publicitarias. Al político se le pide lo mismo que a cualquier actor de una serie de Netflix: que intérprete su papel con naturalidad, que sea él mismo, sin miedo a mostrar su vulnerabilidad. Para lograrlo es preferible que los espacios de exhibición sean programas de entretenimiento en lugar de espacios de análisis estrictamente políticos y que, como ha señalado Arcadi Espada, los entrevistadores sean presentadores de magazines en lugar de periodistas especializados.
Mensajes rápidos fácilmente replicables en las redes sociales, concisos eslóganes publicitarios, consignas ripiosas
Sin embargo, esta cuidada construcción, que busca una supuesta naturalidad, siempre se ve perturbada por las consignas partidistas que deben insertarse en la intervención y que terminan lastrando la expresión fluida y el efecto de sincera espontaneidad en los intérpretes. El verismo naturalista comienza a chirriar y se empieza a percibir algo poco orgánico en la actuación. Por eso, en la medida de lo posible, se rehúyen las respuestas de contenido político y se prefiere recurrir el anecdotario personal. El argumentario se canaliza por otros medios y en otros formatos: mensajes rápidos fácilmente replicables en las redes sociales, concisos eslóganes publicitarios, consignas ripiosas, cancioncillas pegadizas, simpáticas animaciones en tik-tok, ingeniosas descalificaciones del adversario, memes a favor, zascas en contra… La espectacularización digital de nuestra vida pública se corresponde a un vertiginoso proceso de infantilización donde la nueva política se mueve como pez en el agua.
Atrapar al usuario
Borradas las lindes entre lo fáctico y lo ficcional cualquier recurso de dramaturgia es legítimo para atrapar al usuario: desde la descontextualización interesada a la invención de hechos verosímiles en aras de la eficacia del relato. En este caldo de cultivo nace una nueva criatura: la posmentira; si su progenitora, la posverdad consiste en que la información falsa o engañosa puede difundirse de manera masiva y ser aceptada como verdadera, ya que se apela a las emociones y creencias personales en lugar de a la evidencia objetiva; la posmentira se refiere a una situación en la que la mentira se normaliza y se acepta como parte de la política o la comunicación pública. La posmentira se relaciona más con la normalización de la mentira en el ámbito público, el propio receptor llega a dotar de estatuto de verdad las invenciones que le resultan más convenientes. Y es que, como sabemos quiénes nos dedicamos a crear mundos ficcionales en el espacio artístico, llega un momento en que los relatos basados en lo real terminan topándose con alguna incómoda verdad perturbadora de la lógica narrativa y entonces intervenimos inventando. Del mismo modo, para una buena construcción de historias y personajes en el gran teatro de la escena pública resulta inevitable fabular, esto es, mentir.
Como Alonso Quijano frente al Retablo de Maese Pérez, se nos hace imposible discernir ya los lindes de la realidad y su representación. Ignoramos dónde empieza y dónde acaba el espectáculo; acaso lo que hacemos lo que hacemos en los escenarios no sea más que un discreto remedo de lo que acontece en la esfera social. Con todo, es hora de emprender la reconquista de la condición ciudadana de un público convencido de que la verdad y la mentira aún merecen ser rigurosamente diferenciadas. Aunque sea en el escenario de un teatro.