La postura del personaje que interpreta Woody Allen en la película Manhattan es la misma que adoptaría un paciente en el diván de un psicoanalista. Tumbado panza arriba en su sofá, Isaac Davis piensa en un cuento corto sobre los traumas que aquejan a los neoyorquinos. Se pregunta: “¿Por qué vale la pena vivir?”. Gesticulando con una mano y sosteniendo un dictáfono con la otra, Isaac expone sus propias razones. A su admiración por Groucho Marx le siguen la leyenda del béisbol Willie Mays, el segundo movimiento de la Sinfonía de Júpiter de Mozart, la composición Potato Head Blues de Louis Armstrong, las películas suecas, La educación sentimental de Flaubert, Marlon Brando, Frank Sinatra, “las increíbles manzanas y peras de Cézanne”, los cangrejos de Sam Wo´s y el rostro de Tracy, la chica de la que está enamorado.
En griego antiguo, la palabra trauma significa “herida”. Todos los mortales, sean ciudadanos de Nueva York o de una isla de la Polinesia, estamos expuestos a lidiar con los golpes del azar: la enfermedad, las trampas de la muerte y la sinrazón de nuestros días. Las cosas que dan sentido a la experiencia vital de Isaac Davis —el cine, el deporte, la música, la literatura, la pintura, la comida y el amor— sugieren formas de consuelo para aliviar las magulladuras que nos dejan esos golpes.
Stig Dagerman decía que la necesidad de consuelo del ser humano es insaciable. “Yo mismo persigo el consuelo como el cazador su presa. Por dondequiera que en el bosque lo vislumbro, disparo”. En una de mis excursiones recientes por librerías de segunda mano, encontré un inquietante manifiesto de Dagerman. En sus páginas, el autor sueco remarca la diferencia que hay entre los consuelos falsos, aunque brillantes, y aquellos que de verdad iluminan. Dagerman pensaba que solo existe un consuelo verdadero: el de sentirse libre dentro de los propios límites.
Los falsos consuelos relucen en la penumbra igual que ojos de gato. Están al acecho de nuestras horas bajas para presentarse como un carnaval de excesos, o como un rosario de tristezas autocomplacientes. Entonces corremos el riesgo de convertirnos en esclavos de sus apetitos. A Dagerman lo asediaban constantemente: “Soy tu deseo –¡ama a todo el mundo!–. Soy tu talento –¡abusa de él como abusas de ti mismo!–. Soy tu sensualidad –¡solamente viven los sibaritas!–. Soy tu soledad –¡menosprecia a los seres humanos!–. Soy tu deseo de muerte –¡corta!–”. Este último deseo logró imponerse el día que Dagerman se encerró en su garaje y encendió el motor de su carro para morir asfixiado por los gases tóxicos.
¿Por qué vale la pena vivir? A pesar de la angustia que lo embargaba, Dagerman también reflexionó sobre las cosas que daban verdadero sentido a sus días: “El encuentro con una persona amada, una caricia, la ayuda en la necesidad, el espectáculo de un claro de luna, un paseo a vela por el mar, la alegría que se siente por un hijo, el estremecimiento ante la belleza”. Dejando a un lado las formulaciones abstractas y atendiendo a nuestras pulsiones más íntimas, cada uno ha de encontrar sus propias razones. Aun así podemos reconocer que tanto en los motivos de Isaac Davis como en los de Stig Dagerman hay una genuina voluntad de reconciliación con la vida.
La vida no dejará de asignarnos su cuota de grandes y pequeñas heridas. En varias paradas del camino necesitaremos una fuga. Porque como dice aquella canción de Raúl Torres y Pablo Milanés, sufrir no es la opción que nos dio algún dios para salvarnos. De ahí nuestra sed inagotable del consuelo que perseguimos como cazadores furtivos.