Una idea (quizá no tan) utópica: la sociedad sin Ejército
En días recientes las Fuerzas Armadas han estado en boca de todos. El presidente Andrés Manuel López Obrador nos ha acostumbrado a escuchar del “pueblo uniformado”. El pasado 25 de noviembre, una polemista obnubilada afirmó que la reciente no es una militarización porque el Ejército de hoy en día da confianza. Unas horas más tarde, en el punto más álgido del debate, nos llegan noticias del homicidio de Marisol Cuadras, una joven sonorense de Guaymas, calificado desafortunadamente por el secretario de Marina como un “daño colateral”.
Ilustración: Patricio Betteo
El contexto en que vuelan las palabras no es cosa menor. En la presente administración, el Ejército ha tenido una preeminencia sin parangón (cosa que pensaba difícil después de la década pasada). Además de seguir cumpliendo tareas de seguridad bajo un mal disimulado disfraz civil (en números crecientes), ha venido a apuntalar la visión del Estado desarrollista del presidente. En su controvertible diagnóstico, pareciera ser que el Ejército es la única burocracia eficiente, incorruptible y leal. Lejos han quedado sus denuncias de la militarización del país cuando otro gobierno mandaba.
Ante esta situación, el pánico es una respuesta moderada. Mantener al Ejército en tan privilegiada posición no puede acarrear más que problemas. La historia reciente nos ha enseñado que sacar a la milicia a las calles sólo incrementa la violencia, entonces ¿por qué perpetuar la situación anclando al Ejército a tareas civiles que les son ajenas? No vivimos en un estado de excepción en el que el Ejército se encuentre provisoriamente fuera del cuartel, vivimos ya en una sociedad militarizada. El pueblo uniformado construye la infraestructura que lo financiará en adelante. El pueblo uniformado se viste de policía y patrulla las vialidades. El pueblo uniformado implementa programas sociales. El pueblo uniformado se encuentra en todos lados…
La sociedad militarizada tiene otra cara, una que ha sido consistentemente señalada como el origen de los problemas. No es posible soslayar que además del pueblo uniformado tenemos al pueblo armado (a fin de cuentas también son mexicanos). Tampoco deberíamos de obviar que ambas partes dan forma a la misma dinámica de violencia. Cualquier estratega militar reconoce que para iniciar una guerra hacen falta al menos dos contrincantes. El gran engaño ha sido pensar que el combate sería limpio, la batalla heroica y las bajas pocas.
Dada la crítica coyuntura, creo necesario propugnar por un cambio radical, uno que tenga todo el derecho de llamarse transformación (sin importar el numeral). El Ejército ha servido para parchar problemas sociales: carencias acumuladas por décadas producen conflictividad social, ahí la manzana podrida. No hay problemática social que no tenga carácter estructural. ¿Qué podíamos esperar de una sociedad profundamente desigual si no es una insurrección social disfrazada de “guerra contra el narcotráfico”?
Aún estamos a la espera de una política radical de reconciliación: una sociedad desmilitarizada. La idea es simple, pero espero que el inteligente lector me ayude a refinarla: si políticamente renunciamos como nación a usar las Fuerzas Armadas como órgano de control social y promoción del desarrollo ¿no estaremos en mejores condiciones para enfrentar los retos que la reconstrucción de nuestra sociedad nos plantea? Desembarazados de ese comodín incómodo, será urgente abordar los grandes temas: ¿cómo construir una sociedad próspera en donde todos encuentren su lugar? ¿Cómo promover la participación y gestión democrática del desarrollo? ¿Cómo consolidar instituciones eficientes que puedan proveer paz social y bienestar? ¿Qué cultura tenemos que abonar para vivir juntos sin necesidad de un guardia de por medio?
Las descuidadas expresiones que reseñaba al inicio de este texto podrán parecer menores —deslices del lenguaje dirán algunos—, pero desafortunadamente importan más de lo que quisieran que creamos. Lo peligroso de justificar la presencia del Ejército en las calles es que después la idea se incrusta, se naturaliza, se vuelve hegemónica e incontrovertible. Cuando no seamos capaces de pensar políticamente una sociedad sin Ejército será tanto la culpa de la derecha que lo sacó del cuartel, como de la izquierda que lo mantuvo.
Alejandro Aguilar
Estudiante de doctorado en Estudios del Desarrollo en el Instituto Mora, maestro en Ciencia Política por El Colegio de México y profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM