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Una iglesia perseguida

El laicismo ha de entenderse como un avance en el campo de las libertades, y no como la pérdida de contacto con una realidad religiosa que, lejos de obstaculizar el progreso, lo cimenta

 

Ni siquiera la visita que hace dos años, y tras la caída del régimen de terror impuesto por el denominado Estado Islámico, realizó a Irak el Papa Francisco sirvió para cerrar, o al menos aminorar, la hemorragia que sufre la Iglesia en una región en la que se sitúan los mismos orígenes de la cristiandad. Del millón y medio de creyentes contabilizados hace dos décadas, justo antes del comienzo de la operación aliada que destronó a Sadam Husein, apenas quedan 250.000 en Irak, divididos en las diversas ramas locales que siguen el Evangelio. Al miedo acumulado en los últimos años, consecuencia de los atentados de los que han sido víctimas, los cristianos de Oriente Próximo suman el temor a una crisis económica que los expulsa en masa al extranjero. El éxodo amenaza con dejar vacías las pocas iglesias que aún mantienen sus puertas abiertas. Los sacerdotes que en páginas de Internacional describen el paisaje devastado de la fe en Irak coinciden en lamentar las dimensiones de un fenómeno que parece irreversible. El mensaje de Jesús, revolucionario y liberador para cualquier sociedad, se convierte en una amenaza para quienes abogan por el totalitarismo, ya sea a través de autocracias basadas en el dogma islámico, como sucede en Oriente Próximo, o en dictaduras de linaje comunista, como la de China, en cualquier caso sinónimo de represión. Lo que ocurre desde hace meses en Nicaragua, dictadura que supo detectar en la Iglesia un foco desestabilizador para su programa autoritario, no es más que la enésima muestra de una persecución religiosa que es consustancial al cristianismo, considerado como factor de riesgo para cualquier sistema basado en el sometimiento social.

Con Europa a la cabeza, la respuesta del mundo libre ante esta crisis de genuina supervivencia resulta más que deficiente, precisamente por omisión. Contrapuesto a la naturaleza de las teocracias islamistas, por no abandonar el ámbito de la fe, el laicismo de las democracias liberales ha de ser compatible con el reconocimiento del hecho religioso y de la vigencia de las raíces cristianas que alimentan y articulan, desde su misma base, la cultura occidental. Sin esa necesaria aceptación, y a través de la ignorancia premeditada de la clase política, no solo española, al sentir mayoritario de una sociedad que se confiesa cristiana, solo caben la pasividad y la indiferencia ante cualquier persecución. El laicismo ha de entenderse como un avance en el campo de las libertades individuales, y no como la pérdida de contacto con una realidad religiosa que, lejos de obstaculizar el progreso, lo cimenta y vertebra a partir del mensaje que proyecta el Evangelio, solo lesivo y subversivo para aquellos sistemas políticos que desde el comienzo de nuestra era y hasta nuestros días han tratado de laminar toda expresión de libertad. Cuestionar por simple estrategia política la labor de la Iglesia, y situarla como objetivo utilitario de una ofensiva ideológica, de carácter visceral, solo contribuye a extender el manto de indiferencia que ampara a quienes fuera de nuestro régimen de libertades ponen todo su empeño en diezmar y aniquilar a las comunidades cristianas que a duras penas sobreviven a su acoso. En vísperas de la Pascua de Resurrección, fiesta mayor de la cristiandad, conviene recordar que a la Iglesia no hay que proporcionarle privilegios, ni devolverle favores, sino concederle el respeto que merece, y no solo como mera expresión material de una fe compartida, sino como antídoto contra las tiranías de todo signo que tratan de demolerla. No es, ni debe ser, nuestro caso.

 

 

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