Democracia y PolíticaHistoriaRelaciones internacionales

Una mirada crítica al cambio de época global

La nueva geopolítica: enfoque prospectivo del poder nacional

 

 

El mundo atraviesa una transformación profunda, comparable solo a los grandes momentos de quiebre de la historia moderna. El orden internacional que surgió tras la Segunda Guerra Mundial, reforzado por la Guerra Fría y consolidado con la globalización neoliberal de los años noventa, está perdiendo cohesión. Nuevas potencias emergen, se redefinen alianzas y crecen tanto las tensiones como las esperanzas. En este escenario convulso, me surgen tres preguntas fundamentales: ¿De dónde venimos?, ¿dónde estamos?, ¿hacia dónde vamos?

La posguerra del siglo XX fue una etapa de reconstrucción, pero también de redefinición del poder global. Bretton Woods, la creación de la ONU, del FMI y del GATT, que luego se transformó en la OMC, representaron una arquitectura que, bajo el liderazgo de Estados Unidos, buscaba evitar nuevas catástrofes mundiales. Sin embargo, esa promesa de estabilidad se vio inmediatamente cuestionada por la Guerra Fría, un pulso ideológico y geopolítico entre el capitalismo liberal occidental y el comunismo soviético que marcó el siglo.

La caída de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo el auge del “momento unipolar” estadounidense. El neoliberalismo y la globalización se expandieron como normas incuestionables. La democracia representativa y el libre mercado fueron exportados como modelo único, mientras China comenzaba silenciosamente su metamorfosis: de potencia cerrada a motor industrial del mundo. A simple vista, el orden mundial parecía sólido. Pero bajo la superficie, ya hervían tensiones que con el tiempo harían estallar sus cimientos.

Las promesas del nuevo orden económico no llegaron a todos por igual. El crecimiento global vino acompañado de desigualdad, precarización laboral y dependencia de mercados volátiles. La crisis de 2008 sacudió la fe en las doctrinas neoliberales. Y desde entonces, una nueva época se fue delineando: más incierta, más fragmentada y claramente más multipolar.

China emergió como un actor geopolítico con ambiciones claras. Su ingreso a la OMC en 2001 y la posterior Iniciativa de la Franja y la Ruta (2013) marcaron su voluntad de redibujar los ejes de poder mundial. Rusia, por su parte, optó por el camino de la confrontación directa, como lo evidencian la anexión de Crimea y la invasión de Ucrania, actos que desafiaron abiertamente las normas del derecho internacional. La respuesta de Occidente, aunque firme en la retórica, ha revelado la fragilidad de las instituciones multilaterales como la ONU o la OTAN para contener los conflictos actuales.

Este nuevo tablero global también ha incubado profundas grietas dentro de las democracias liberales. El auge de liderazgos autoritarios con ropaje democrático, Trump, Bolsonaro, Orbán, Meloni, muestra un malestar de fondo: el desencanto ciudadano con los partidos tradicionales, la concentración del poder económico, y la falta de respuestas efectivas ante las crisis. A ello se suma el papel perturbador de las redes sociales, que, lejos de democratizar la información, han amplificado la polarización y la desinformación.

La pandemia de COVID-19 fue otro punto de inflexión. No solo reveló las desigualdades entre el Norte y el Sur global, sino que evidenció cuán frágiles pueden ser los sistemas de salud, educación y protección social. Mientras los países ricos accedían rápidamente a vacunas, los más pobres quedaron rezagados, alimentando un nuevo eje de tensiones internacionales.

Frente a este escenario global, América Latina atraviesa su propio laberinto. La región, que alguna vez fue terreno fértil para proyectos de integración, hoy enfrenta una fragmentación política acentuada. Cambios constantes de signo ideológico, crisis institucionales, estallidos sociales y una marcada desafección ciudadana hacia la política tradicional revelan un trasfondo común: promesas rotas, democracias débiles y economías atrapadas entre el extractivismo y la deuda.

Los gobiernos progresistas del siglo XXI ofrecieron esperanzas de cambio con inclusión social, pero muchos naufragaron entre la corrupción, la concentración del poder y el clientelismo. Del otro lado, las propuestas de derecha no lograron ofrecer estabilidad ni desarrollo sostenido. Hoy, una nueva oleada de liderazgos autoritarios amenaza con erosionar aún más el ya debilitado tejido democrático latinoamericano. La violencia, el narcotráfico y la militarización se combinan con discursos populistas que simplifican problemas complejos, culpando a minorías, migrantes o “enemigos externos”.

En este contexto, la relación de América Latina con las grandes potencias está en plena redefinición. China se ha consolidado como el principal socio comercial de varios países sudamericanos, mientras Estados Unidos, tradicionalmente influyente en la región, oscila entre la indiferencia y el intervencionismo selectivo. La guerra en Ucrania, el conflicto en Medio Oriente y la competencia con China han llevado a Washington a reconsiderar su estrategia hemisférica, aunque todavía sin una visión clara y coherente.

¿Dónde estamos, entonces? En un punto de inflexión. El orden liberal está siendo desafiado tanto desde fuera como desde dentro. El multilateralismo pierde fuerza, mientras crecen los nacionalismos, las guerras, y el desorden sistémico. Las instituciones que surgieron para asegurar la paz y la cooperación internacional están en crisis. La ONU, el FMI, el Banco Mundial y la OMC se muestran incapaces de resolver los conflictos más urgentes o de adaptarse a una realidad cambiante.

En paralelo, la crisis ambiental constituye la amenaza transversal más urgente. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la escasez de agua y los fenómenos climáticos extremos no reconocen fronteras ni ideologías. Sin embargo, la respuesta internacional ha sido lenta, burocrática y fragmentada. Las cumbres climáticas producen más compromisos simbólicos que acciones concretas, mientras los intereses corporativos siguen marcando el rumbo.

En medio de este nuevo desorden global, hay una pregunta inevitable: ¿Hacia dónde vamos? El futuro no está escrito, pero los signos son claros. Estamos entrando en una etapa donde la competencia por la supremacía tecnológica, el control de los recursos naturales y la capacidad de imponer modelos políticos se intensifica. No se trata solo de potencias que disputan mercados, sino de visiones del mundo en pugna: entre democracia y autoritarismo, entre cooperación y confrontación, entre desarrollo sustentable y extractivismo desenfrenado.

La inteligencia artificial, la automatización, la biotecnología y la transformación digital están alterando no solo la economía, sino también la manera en que las sociedades se organizan y los ciudadanos participan. Si estos avances no se acompañan de una reflexión ética profunda y de marcos regulatorios globales, podrían consolidar regímenes de vigilancia, concentración del poder económico y pérdida de derechos fundamentales. Es aquí donde la política internacional adquiere una nueva dimensión: la diplomacia del siglo XXI no puede limitarse a tratados comerciales o alianzas militares, sino que debe incorporar una visión humanista, inclusiva y sostenible.

La democracia, más que una forma de gobierno debe ser entendida como un proyecto colectivo que articule justicia social, participación real y responsabilidad global. No hay desarrollo posible sin libertades, y no hay paz duradera sin instituciones que rindan cuentas. Defender la democracia implica, hoy más que nunca, confrontar el autoritarismo, la desigualdad y la exclusión con soluciones estructurales, no con parches circunstanciales.

América Latina tiene un papel clave en este tránsito histórico. Si logra superar su dependencia de materias primas, afianzar sus instituciones y priorizar la educación, la ciencia y la integración regional, podrá convertirse en una voz relevante en los debates globales. No por el peso económico, que sigue siendo limitado, sino por la legitimidad de una historia marcada por la resistencia, la creatividad y la lucha por la dignidad.

El mundo que viene no será más fácil, pero puede ser mejor. La historia ha demostrado que, incluso en los momentos más oscuros, los pueblos han sido capaces de reinventarse. La clave está en no resignarse, en no delegar el futuro a las lógicas de poder que han fracasado tantas veces. Se necesita una ciudadanía activa, informada, crítica y empática. Se necesitan liderazgos valientes que escuchen más de lo que gritan. Y, sobre todo, se necesita recuperar la capacidad de imaginar un mundo distinto.

Hoy más que nunca, responder a las preguntas de este tiempo ¿de dónde venimos, ¿dónde estamos y hacia dónde vamos? exige mirar la política internacional no como un tablero de ajedrez entre potencias, sino como un espacio donde se juega la vida cotidiana de miles de millones de personas. Lo que está en juego no es solo la hegemonía de un país u otro, sino el sentido mismo de nuestra convivencia global. Y en ese desafío, nadie puede quedar al margen.

Luis Velásquez

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba