Una oportunidad para Cuba
La esperada vuelta de La Habana a la Organización de Estados Americanos (OEA) debería contribuir a la democratización del régimen. El riesgo es que pueda interpretarse como una legitimación del comunismo.
En abril del próximo año tendrá lugar en Panamá la Cumbre de las Américas, a la que asistirán todos los mandatarios del continente. El tema de la reunión, según anunció la cancillería panameña a mediados de octubre, será Prosperidad con equidad: retos de la cooperación en las Américas. Bajo ese manto temático, la Organización de los Estados Americanos (OEA) busca crear un clima de confianza, que haga sentir cómodos a los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, América Latina y el Caribe, en un debate sobre las prioridades de colaboración regional en materias de salud, educación, medio ambiente, seguridad y gobernabilidad democrática.
A pesar de que las condiciones parecen inmejorables para lograr ese objetivo —todos los gobiernos de la región, menos uno, son democráticos y todos sufren, en mayor o menor medida, la desigualdad, la inseguridad, el deterioro del medio ambiente y el acceso inequitativo a la educación y la salud—, la cumbre de Panamá no estará únicamente centrada en el protocolo de la colaboración interamericana. Un tema aparentemente lateral, el reingreso de Cuba a la OEA, acompañará ruidosamente la cumbre —ya lo está haciendo— y decidirá, en buena medida, el saldo de la reunión presidencial en esa ciudad centroamericana.
Si Raúl Castro acepta, finalmente, la invitación de la OEA y de la cancillería panameña, por primera vez, desde 1962 o, más claramente, desde 1956, un jefe de Estado cubano asistirá al más importante foro interamericano. Fue justamente en Panamá, en aquel año, cuando Fulgencio Batista asistió a una cumbre de mandatarios americanos, en la que coincidió con el presidente Dwight Eisenhower. El discurso de Batista en Panamá estuvo inscrito en el anticomunismo hemisférico, que entonces guiaba la política exterior de Washington. Decía Batista que en América Latina existía un anticomunismo más débil que en Estados Unidos porque el “asunto del comunismo internacional” resultaba “desagradable” a los gobiernos de la región, que, equivocadamente, se “inclinaban a posponer para mañana esa enorme amenaza”.
En 1956 Batista no era formalmente un dictador, ya que en noviembre de 1954, dos años después del golpe de Estado que lo llevó al poder, había sido electo presidente, aunque con la abstención electoral de la oposición y el control autoritario del proceso. Luego de la elección, el general decretó una amplia amnistía, que favoreció a Fidel Castro, quien pasó menos de dos años en la cárcel por haber asaltado un cuartel del ejército, y también al ex presidente Carlos Prío Socarrás, que regresó a la isla, como muchos otros exiliados en México, Venezuela, Europa y Estados Unidos. Batista también restableció, nominalmente, la Constitución de 1940, pero en la práctica siguió gobernando dictatorialmente, sin oposición y con una represión sistemática de la juventud revolucionaria.
En Panamá, Batista habló a nombre de los viejos o nuevos dictadores anticomunistas latinoamericanos (Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla, Rafael y Héctor Bienvenido Trujillo, Anastacio y Luis Somoza, Alfredo Stroessner, Francois Duvalier…), algunos de los cuales, como Pérez Jiménez, Somoza, Trujillo y Stroessner también estuvieron presentes en aquella cumbre. A pesar de que esa lucha de “naciones libres y soberanas” contra la “gran calamidad” del comunismo, en palabras de Batista, se planteaba en nombre de la “democracia”, lo cierto era que Estados Unidos apoyaba dictaduras militares y diversas variantes de autoritarismo, con tal de que se sumaran a la agenda anticomunista.
Tras el triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959, Cuba permaneció dentro de la OEA y su primer embajador fue el experimentado político de la izquierda no comunista, Raúl Roa García. Siendo ya canciller, Roa participó en una reunión de ministros de exteriores de América en San José, Costa Rica, en agosto de 1960, que sin expulsar a la isla de la organización, condenó la intervención de potencias extranjeras en asuntos americanos, en alusión a las crecientes relaciones militares y comerciales del gobierno cubano con la URSS y otros países comunistas de Europa del Este y Asia. Roa y la delegación cubana abandonaron la reunión de San José, en protesta contra la resolución, y Fidel Castro lanzó la Primera Declaración de La Habana, frente a cientos de miles de seguidores, en la Plaza de Revolución.
En 1961 y 1962 tuvieron lugar en Punta del Este, Uruguay, dos conferencias de la OEA. La primera fue una “reunión de consulta”, en la que el gobierno de John F. Kennedy presentó el proyecto de la Alianza para el Progreso, como alternativa geopolítica al ya declarado socialismo prosoviético cubano, en la que también participó el Che Guevara. En la segunda de aquellas reuniones, de cancilleres de la región, en la que intervino el presidente de la isla Osvaldo Dorticós, se decidió la expulsión del país caribeño de la OEA, por haber adoptado una forma de gobierno marxista-leninista, contraria a los principios y objetivos del sistema interamericano. La resolución fue aprobada por 14 votos y seis abstenciones, de Brasil, Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador e, incluso, México.
Con frecuencia se dice que México se opuso a la expulsión de Cuba de la OEA, pero, técnicamente, los mexicanos firmaron la Declaración de San José y se abstuvieron de votar, en Punta del Este, la resolución final. México, en cambio, apoyó la Alianza para el Progreso, la separación de Cuba de la Junta Interamericana de Defensa y la creación de una Comisión de Seguridad que investigara el apoyo de La Habana a la “subversión comunista”. En su discurso en Punta del Este, el embajador mexicano Manuel Tello reconoció la autodeterminación de Cuba, pero sostuvo la “incompatibilidad radical entre la pertenencia a la OEA y una ideología y un sistema político que es del todo extraño al que hasta ahora ha sido el denominador común de las instituciones propias de los pueblos del Nuevo Mundo”. Tan extraño, agregaba Tello, como una “monarquía absoluta”.
De manera que en 1962 la exclusión de Cuba de la OEA generaba consenso en América Latina. Más de medio siglo después, lo que genera consenso es lo contrario: la inclusión de la isla del sistema interamericano. Ese cambio de posición no se debe tanto a las reformas del gobierno de Raúl Castro, que la región considera insuficientes, como al fin de la Guerra Fría y a la ausencia de un bloque comunista internacional interesado en destruir las instituciones democráticas en América Latina. La depresión geopolítica de la corriente bolivariana, que pugnó por reemplazar a la OEA con la CELAC, también favorece esa atmósfera favorable al reingreso de Cuba. No es el bloque bolivariano sino algunos de los gobiernos con mayores credenciales democráticas de la región los que defienden, con vehemencia, la vuelta de la isla a la OEA.
¿De dónde provienen las principales resistencias? En primer lugar, del gobierno cubano, que en la pasada cumbre de Cartagena, en 2012, estableció como posición oficial la asistencia al foro sin reintegrarse a la institución. En segundo lugar, de la derecha anticomunista norteamericana o cubano-americana, que rechaza cualquier normalización de relaciones con la Habana, antes de que desaparezca o se democratice el régimen cubano. Y en tercer lugar, de la propia administración Obama y su Departamento de Estado que, a pesar de que en 2012 exigieron a Raúl Castro aceptar la reincorporación a la OEA, ahora dudan de asistir a Panamá porque el régimen cubano viola el sistema interamericano de derechos humanos, consagrado en la Declaración de Quebec de 2001.
Si hay algo en lo que concuerdan Washington y La Habana, la OEA y América Latina es que en Cuba persiste un sistema comunista, al que no aspira, siquiera, la mayoría de las izquierdas de la región. Lo que inclina a la propia institución y al continente a invitar al gobierno cubano a ese foro es el deseo de contribuir a la democratización de la isla por medio de la integración, no de la exclusión o el aislamiento. El riesgo es que el gobierno cubano y sus aliados bolivarianos asuman el regreso al sistema interamericano como una legitimación del comunismo, es decir, como el derecho de un régimen no democrático a pertenecer a una organización de estados democráticos. Existen, sin embargo, fórmulas diplomáticas para exigir, de manera inequívoca, al gobierno de Raúl Castro que se incorpore a la organización por medio de la suscripción y el acatamiento de la carta interamericana de derechos humanos.
Rafael Rojas es historiador