Una oposición extraordinaria, que no admite comparación
El vínculo pasa por duras pruebas durante la dictadura de Pérez Jiménez, pero prevalece cuando la experiencia de la década previa se renueva porque los partidos recién fundados no quieren ser efímeros. No solo sobreviven en medio de penalidades que incluyen la pérdida de la libertad y la vida, sino que también se atreven a entendimientos gracias a los cuales la democracia que promovieron antes del zarpazo militar se establece durante el siguiente medio siglo. La oposición de hoy, cuando aprenda a descifrar el arduo rompecabezas que la desafía y valore las cualidades y limitaciones de sus antecesores, tal vez pueda encontrar la clave si tiene la precaución de usar el espejo retrovisor.
Me han pedido una analogía entre la oposición política de la actualidad y las oposiciones del siglo XX, pero se trata de una solicitud inaceptable. Como los hechos suceden en diferentes temporalidades, no existe la posibilidad de un contraste equilibrado. Como conduce a manejarse con evidencias de circunstancias diferentes, lo más probable es que prevalezca un análisis tendencioso si no se ponderan con cuidado. No se me escapa que la petición proviene de sectores insatisfechos con la dirigencia actual que se enfrenta a la dictadura chavista, debido a que consideran que saldrá mal parada en cualquier tipo de cotejo, por prudente que sea. Los acompaño en la intención crítica, pero no en el método para desacreditarla. De allí que apenas me atreva a complacerlos a medias, es decir, a solo asomar el asunto de la oposición antigua que se enfrentó al gomecismo y al perezjimenismo, sin contrastarla expresamente con el espejo de la actualidad. La comparación quedará en manos de los lectores, quienes podrán hacer las relaciones que quieran, aun las más caprichosas, con un simple movimiento de neuronas.
La primera manifestación de oposición del siglo XX reacciona contra la tiranía gomecista y tiene dos aspectos o dos etapas inmediatas, según me parece. Una está relacionada con los restos agónicos del caudillismo que todavía dan señales de vida, pero que está cronológicamente agotada y condenada a cercano sepelio. Con maniobras, ideas y criaturas de la centuria anterior, busca el derrocamiento de un régimen que comienza a sentarse sobre los cimientos de la riqueza y la modernidad. Con mesnadas campestres y poca plata en el bolsillo, con capitanes decrépitos o cercanos a la decrepitud, su meta es necesariamente el despeñadero. El fracaso conduce a un limbo en el cual nadie puede trabajar en términos políticos, pero que se anuncia como posibilidad cuando sucede un masivo encarcelamiento de estudiantes en 1928. Pero solo como posibilidad, debido a que los jóvenes presos no tienen intenciones políticas sino solo estudiantiles o culturales, y no están enterados a cabalidad de las atrocidades del carcelero. Las conocen en el presidio y terminan un desencuentro histórico, para pensar en asuntos públicos después, durante el exilio que los forma como hombres maduros y como productores de ideas.
Y ahora sí se puede hablar de oposición en sentido contemporáneo, esto es, del capítulo fundacional de una manera de hacer política que permanece en el futuro y prolonga su huella hasta nuestros días. Los estudiantes expulsados conocen realidades insólitas que los invitan a cambiar de conducta y a buscar, como no se hacía desde el nacimiento de la autonomía republicana, soluciones diversas para Venezuela a través de una metodología inédita. ¿Cómo lo logran? Mediante el estudio en las universidades extranjeras y en bibliotecas que jamás habían visitado, debido a la observación de las convulsiones que entonces sacudían al mundo y, desde luego, involucrándose en los movimientos literarios, artísticos y científicos que anteceden a la Segunda Guerra Mundial. Les lleva más de una década hacerse distintos, trabajosa y modesta época en la mayoría de los casos, para devenir creadores de células de oposición que no solo trasladan a las democracias occidentales las evidencias de la tragedia nacional, sino que también, mientras descubren los autoritarismos que van a sojuzgar e incendiar a las sociedades europeas, tejen frágiles lazos con sus destinatarios atormentados por el gomecismo.
De ese primer lapso, pausado y esencialmente formativo, distanciado del relumbrón y producido por estudios e investigaciones susceptibles de llevarlos a proponer la existencia de una Venezuela diversa y realmente hospitalaria, los muchachos hechos hombres retornan a fundar los partidos que lidiarán con el posgomecismo hasta librarse de él, después del laborioso trabajo de una década. Pero también a relacionarse con nuevos movimientos que han nacido en el país cuando el dictador muere para que sus sucesores concedan licencias para aires nuevos, tal vez demasiado angostas, pero licencias al fin, mediante cuyo favor la sociedad se vuelve menos sumisa, o más proclive a mudanzas y sorpresas. Hasta los sucesores del tirano pretenden que no se les juzgue como elementos del pasado, sino de un porvenir al cual no dejan de temer, para que suceda la maravilla de un desfile de personalidades públicas llamadas a marcar en términos profundos la sensibilidad de las multitudes. Se da así el fenómeno del carisma inédito, del imán de unas personalidades que logran vínculos de afecto y respeto populares que no responde a hazañas bélicas ni a manipulaciones de propaganda, sino a cómo un conjunto de cualidades personales se inserta en el seno de la sociedad para lograr influencia genuina.
El vínculo pasa por duras pruebas durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, pero prevalece cuando la experiencia de la década previa se renueva porque los partidos recién fundados no quieren ser efímeros, sino apuntalar la fundación llevada a cabo en el pasado reciente. No solo sobreviven en medio de penalidades que incluyen la pérdida de la libertad y de la vida, sino que también se atreven a entendimientos gracias a los cuales la democracia que promovieron antes del zarpazo militar se establece durante el siguiente medio siglo. La oposición será distinta en adelante, desde luego, debido a que su existencia depende de unas reglas del juego pensadas en conjunto. Cuando las subestiman o las violan con impunidad, cuando comienzan a desaparecer las figuras fundacionales del sistema y de los partidos de masas sin dejar prole, cuando los colores y los estandartes no comunican el mensaje que trasmitían antes y se pierden, por consiguiente, la obligación de la honestidad y el calor del sentimiento popular, concluye el ciclo para esperar un relevo que difícilmente igualará el pasado esplendor porque los tiempos han cambiado, o porque los políticos de la etapa final de la democracia representativa se habituaron a la indiferencia y a la modorra para trasmitirla a las nuevas generaciones, o simplemente porque es otra la madera de los reemplazantes.
Pero de madera saben los leñadores, para trabajar con ella o para volverla pedazos. Antes de que se animen a llevar a cabo una comparación con los dirigentes de la oposición actual, antes de usar el serrucho, los lectores deben recordar que la antigua deja de existir cuando se libra de las dictaduras sin pensar que podían resucitar, es decir, cuando siente que no tiene a quién oponerse de veras y, por consiguiente, puede llevar con comodidad un modus vivendi con los partidos y los grupos de su género que iniciaron juntos el camino. Como si jamás esa historia tuviera fin, como si el enemigo hubiera muerto de veras. Pero no fue así, hasta el punto de que retorna, con el maquillaje de rigor, a establecer una dominación frente a la cual se debate a su manera una juvenil oposición que debe abrir un destino auspicioso cuando sepa cómo hacerlo, cuando aprenda a descifrar un arduo rompecabezas que la desafía con sus enigmas. Quizá viendo las cualidades y las limitaciones de sus antecesores pueda encontrar la clave, si tiene la precaución de usar el espejo retrovisor.