Una prisión rusa
«Si Navalny pudiera elegir, sin duda volvería a la época de Dostoievski; el régimen de Putin es infinitamente más cruel que el de los zares. Los zares, a finales del siglo XIX, se humanizaron bajo la influencia europea»
Su celda mide dos por tres metros. Es de cemento, heladora en invierno, calurosa en verano. ¿Tiene ventana? Lo dudo. Su abogado no nos lo dice. Sin duda, un tragaluz. El preso, que tiene dolor de espalda y tos, no recibe ningún tratamiento médico. Tras la presión internacional, obtuvo un privilegio: un hervidor para el té. Debe estar de pie diez horas al día, vigilado por los guardias. Estas son, al parecer, las reglas de esta prisión rusa. A ratos, sacan al prisionero y lo condenan a coser, sentado en una silla demasiado baja para su cuerpo alto y delgado. Su sufrimiento aumenta. Este prisionero es Alexei Navalny, opositor de Vladímir Putin, el único que conocemos fuera de Rusia.
Putin intentó envenenarlo, un método al que es aficionado, pero sin éxito. Navalny, que estaba siendo tratado en Alemania, regresó voluntariamente para ser juzgado por un tribunal fantoche y condenado a décadas de prisión. ¿Por qué volver? Para demostrar la iniquidad de la Justicia rusa, evidentemente. ¿Busca Navalny el martirio? Lo soporta, pero no lo busca. Doy fe, al haberlo conocido. Pertenece a una categoría de seres humanos, como Mahatma Gandhi, Liu Xiaobo, el premio Nobel de la Paz chino, o Nelson Mandela, que dedican su vida a la causa que encarnan. He tenido el honor de conocerlos a todos ellos –excepto a Gandhi– y sigo muy perturbado. ¿Cómo consiguen no tener miedo a nada, y especialmente a la tortura o la muerte? Todos me parecían casi inhumanos en su inmensa humanidad: no acabo de entenderlos.
La lucha de Navalny hoy, como ayer la de Liu Xiaobo, se dirige tanto al mundo exterior como a la opinión pública de su país, que muchas veces desconoce su nombre y existencia. Lo que nos dice Navalny es importante. Los rusos no nacen esclavos, ni por naturaleza ni por cultura; aspiran, como todos los demás pueblos, a la libertad. No se abandonan voluntariamente, por quién sabe qué fatalidad, a la servidumbre; están esclavizados, son prisioneros de Putin, al igual que estos otros prisioneros, sacados de sus celdas y enviados en este mismo momento al frente ucraniano para ser masacrados. Lo que Navalny nos cuenta y encarna es el auténtico hombre ruso, libre y enamorado de la democracia, todo lo contrario a los prejuicios europeos sobre la fatalidad rusa.
Se me objetará que la historia de Rusia es una larga letanía de convictos. ¿Nada nuevo bajo Putin? No es exactamente así, ya que las prisiones rusas han evolucionado en consonancia con los regímenes que las han utilizado para amordazar a la oposición. Lo sabemos por la literatura; muchos escritores rusos han estado en prisión y nos lo han contado. Dostoievski, en sus ‘Memorias de la casa de los muertos’, nos cuenta su experiencia: salas de detención colectivas, con sus pulgas, su inmundicia, pero también té y alcohol compartidos. El horror quedaba atenuado por una especie de camaradería.
Si Navalny pudiera elegir, sin duda volvería a la época de Dostoievski; el régimen de Putin es infinitamente más cruel que el de los zares. Los zares, a finales del siglo XIX, se humanizaron bajo la influencia europea; Chéjov viajó al centro penitenciario de la isla de Sajalín para evaluar el estado de los prisioneros. Cada uno tenía su choza de piedra y su jardín. El aire era puro, cuenta Chéjov, y la principal queja de los prisioneros era que Sajalín estaba lejos de casa; no querían ser enterrados en Asia, tan lejos de su cuna europea. Sin duda, a Navalny le gustaría volver a la época de Chéjov. Incluso a la época de Solzhenitsyn.
Es cierto que el archipiélago Gulag no era envidiable, hacía un frío helador en invierno. Pero a Solzhenitsyn, en el gulag, lo trataron y curaron el cáncer, y tenía el papel y el lápiz necesarios para escribir sus ‘Memorias’. A Navalny, sin duda, le gustaría volver a la época de Solzhenitsyn. El presente ruso, tal como revelan sus prisiones, es, por lo tanto, más cruel que cualquier régimen anterior; no hay nada más revelador de la naturaleza de una tiranía que juzgarla por sus prisiones.
Desde luego, no son solo las prisiones; Stalin también masacró a mucha gente, en particular a los ucranianos. ¡Ya! Pero Putin también masacra a los ucranianos, después de haber exterminado a los chechenos. Y, sobre todo, añade al arsenal de anteriores tiranos una especie de frialdad científica que ni siquiera busca justificación ideológica. Los zares se creían elegidos por Dios y Stalin imaginaba construir una sociedad comunista. Putin, obviamente, no cree en nada más que en sí mismo. No le preocupan demasiado las referencias, ni históricas ni intelectuales. A veces se identifica con Pedro el Grande, que edificó San Petersburgo sobre los cadáveres de 100.000 obreros; Putin ni siquiera habrá construido San Petersburgo.
De hecho, Putin no tiene absolutamente nada de ruso, es solo una máquina de terror, posmoderna, más allá de todo pensamiento. Navalny es realmente ruso, como lo fue su camarada de lucha Boris Nemtsov, asesinado en 2015. Nos podríamos cruzar con ellos en cualquier recodo de las novelas de Tolstoi o Dostoievski. Pero ningún escritor ruso habría imaginado un Putin; si existe el Mal, si existe Satán, se parecen a Putin. Y espero, querido lector, que, como a mí, le cueste un poco conciliar el sueño esta noche, porque estará pensando en Navalny en su ataúd de hormigón.