Democracia y Política

Una república, si pueden conservarla

Según cuenta una historia que apareció por primera vez en las notas de James McHenry, delegado por Maryland durante la convención constitucional de 1787 en Estados Unidos, una mujer se acercó a Benjamin Franklin al final de la sesión para preguntarle si se había establecido una república o una monarquía. Franklin respondió que el resultado había sido una república, pero añadió: “Si pueden conservarla”.

Franklin hacía alusión a que nada garantiza que las repúblicas se mantengan como tales. Sin duda muchos ejemplos históricos informaban esta idea, como la República Romana, convertida en imperio, o la República de Florencia de la edad media, convertida más adelante en el Gran Ducado de Toscana. Ejemplos más recientes muestran que la preocupación de Franklin sigue vigente. La Segunda República Española y la República de Weimar en los años treinta, o los golpes de estado latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX son ejemplos de que, efectivamente, las repúblicas no necesariamente son para siempre.

Si bien sería exagerado decir que la actual administración es un gobierno dictatorial o similar, sí hay evidencia para argumentar, como lo hizo recientemente José Antonio Aguilar Rivera, que hay elementos de una regresión autoritaria. Los ataques del presidente contra organismos autónomos como el INAI o el INE son parte de esto. La llamada “Ley Zaldívar” es una clara violación de la independencia judicial, como lo han señalado Juan Jesús Garza Onofre y Javier Martín Reyes.

Pero, sin quitarle agencia o responsabilidad al gobierno de López Obrador, me parece un error asumir que esta regresión puede explicarse exclusivamente por hechos ocurridos en los últimos dos años y medio: no puede entenderse sin los factores estructurales que la permitieron.

Hoy los términos “república” y “democracia” se usan como sinónimos en muchos contextos. Ciertamente, cualquier democracia moderna puede ser llamada también una república. Incluso las monarquías constitucionales, como los países nórdicos, han sido llamadas repúblicas coronadas”. Pero esto no siempre fue así. Para los clásicos, la democracia era exclusivamente lo que hoy llamamos democracia directa, como lo describió Aristóteles en su Política. La república, en cambio, era lo que Aristóteles llamaba Politeia, el gobierno mixto o gobierno constitucional, ya que mezclaba características democráticas y oligárquicas para crear un gobierno moderado. Para Cicerón, por ejemplo, en el contexto romano, el genio del gobierno republicano consistía en que balanceaba el conflicto entre las dos clases sociales en Roma: los patricios y los plebeyos.

 

 

Ilustración: Alberto Caudillo

 

Me he referido más a la república que a la democracia intencionalmente. Aunque hoy la distinción se ha borrado casi completamente, a finales del siglo XVIII —cuando Franklin dio su advertencia— todavía no era tan clara. En «El Federalista No. 10,» por ejemplo, James Madison argumenta que, en un territorio del tamaño de Estados Unidos, una democracia sería impracticable, por lo que el gobierno ideal sería una república. Aunque entonces «democracia» ya empezaba a adquirir su connotación contemporánea —el partido del mismo Madison era el partido Demócrata-Republicano— es importante enfatizar la herencia de la tradición republicana clásica para entender el origen de las preocupaciones de los constitucionalistas norteamericanos.

Aunque quizá son más conocidas las preocupaciones acerca de los excesos del poder popular, los constitucionalistas norteamericanos también consideraban negativa la influencia del dinero y las élites económicas. Las notas de Madison sobre la convención son claras al respecto. Durante una de sus intervenciones, Gouverneur Morris, delegado por Nueva York y autor del preámbulo de la constitución, argumentaba que el Ejecutivo debía funcionar como freno de la legislatura que inevitablemente sería capturada por los ricos y que, animados por el poder económico, se verían animados a oprimir a las clases bajas.

Esta preocupación con el exceso de la influencia de las élites y del dinero es fundamental para la tradición republicana; como lo ha documentado el historiador J. G. A. Pocock en El Momento Maquiavélico, el republicanismo florentino, como el de Nicolás Maquiavelo, influyó sustancialmente a los constitucionalistas norteamericanos. La idea del balance entre las clases —de la no dominación de una sobre las otras— está en el corazón de esta tradición filosófica. Como lo explica Quentin Skinner en el segundo volumen de su obra Visions of politics, Maquiavelo también consideraba problemática la acumulación de poder de las élites.

Aunque Maquiavelo es más conocido por El Príncipe,su manual para monarcas, escribió mucho más sobre republicanismo. En sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el florentino describió la república ideal en forma que uno esperaría encontrar en un texto revolucionario anarquista. Cualquier república que se quiera mantener libre de corrupción, escribe Maquiavelo, prohíbe que cualquiera de sus ciudadanos viva como los nobles y, en cambio, mantiene a todos en perfecta igualdad. Aún más: el castigo de cualquier noble que intentara influir en los asuntos de la república era la muerte. Esto es, para el filósofo italiano lo que se necesitaba para conservar una república.

Quizá el momento por el que pasa hoy México podría describirse como una especie de tiranía de la mayoría. Me parece prematuro, pero los ataques a las instituciones democráticas de la administración ciertamente le dan argumentos para ello a los opositores de la autodenominada cuarta transformación

Tal vez en este momento la amenaza más visible a la república viene de un movimiento que, al menos, se asume como popular. Sin embargo, vale la pena preguntarse si antes de este momento el país había sabido mantener las condiciones necesarias para conservar una república o si estaba más cerca de las situaciones que tanto le preocupaban a Maquiavelo o a los constitucionalistas norteamericanos. Hoy la pobreza laboral es mayor que en 2005, según datos de Coneval. En cambio, el porcentaje de riqueza que posee el 1 % más rico del país ha aumentado desde la transición a la democracia.

Un gobierno republicano —o democrático— es una forma de organización política. No presupone necesariamente alguna forma de redistribución de la riqueza. Pero ello no quiere decir que ciertas distribuciones tiendan a crear círculos virtuosos y otras, las más desiguales, aumenten la probabilidad de su propia destrucción.

A pesar de su antiinstitucionalismo, López Obrador sigue teniendo tasas de aprobación altas. A principios de junio tenía casi 60 %. Y aunque llegó a la presidencia con apoyo mayoritario entre todas las clases sociales, esto puede estar cambiando. Si los resultados electorales de la Ciudad de México son indicio de algo, parece que quienes siguen apoyando más claramente al partido de la administración son las clases bajas. El apoyo a la democracia en abstracto es más bajo hoy que en 2004, según estudios periódicos de la Universidad de Vanderbilt. Aunque no se da la cifra por nivel de ingreso, por ejemplo, la caída en el apoyo a la democracia coincide con el aumento de la pobreza laboral y con el aumento de la concentración de recursos en el 1 % más rico de la población.

El término “resentido” se usa peyorativamente para referirse a aquellos inconformes con su situación económica. Pero vale la pena preguntarse, si olvidamos la connotación por un momento, si no hay muchas personas que tienen razones perfectamente válidas para el resentimiento. La democracia no ha elevado la calidad de vida de todos de forma equitativa. Usando el lenguaje de los clásicos, de Aristóteles o Cicerón, tenemos una república en la que los elementos oligárquicos pesan mucho más que los democráticos. Que la podamos conservar dependerá de revertir ese balance. Y aunque hoy la amenaza más visible a la república venga desde el lado democrático, no olvidemos que los elementos oligárquicos nos dieron las condiciones que lo hicieron posible.

 

Néstor de Buen
Licenciado en ciencia política y relaciones internacionales por el CIDE y maestro en ciencias sociales por la Universidad de Chicago. Se especializa en temas de filosofía política.

 

 

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