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Una telenovela de comentario social

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Tuvo 171 episodios y fue una adaptación mexicana de un éxito de la televisión colombiana: el café fue sustituido por el tequila. Muere el hombre que ha hecho una fortuna con esta bebida y su legado irá al primer nieto varón: la ambición lucha contra el amor.

En mis tiempos de escribidor de telenovelas llegué a ser conocido como Míster 20 Capítulos.

La razón es que no tenía el talante ni el fuelle ni la musculatura ni el riego sanguíneo necesarios para escribir 120 episodios de 44 minutos cada uno sin que me invadiera, primero el tedio y, más tarde, la abominación de un oficio donde los grafómanos resueltos llevan ventaja sobre nosotros, los contemplativos inseguros.

Aunque me esté mal el decirlo, solía yo tener muy buenas arrancadas. Arrancadas dignas de un caballo “cuarto de milla” pero, ¡ay!, al acercarme al vigésimo capítulo, una disfunción mental, una astenia de los sesos se apoderaba de mí, impidiéndome echar adelante esa invariable invención llamada telenovela. Entonces venía el frenazo: no se me ocurría nada, y lo peor era que sabía de antemano que, en lo sucesivo, no se me ocurriría nada. La tasa decreciente del suspenso se convirtió en mi sello de autor hasta que, ya agotada al parecer mi veta imaginativa, “la industria” me puso en la mira para liquidarme. La comidilla del gremio era que la hoy expropiada Radio Caracas TV no renovaría mi contrato como guionista.

Corría el segundo período constitucional de Carlos Andrés Pérez que había comenzado, fatídicamente, con los sangrientos motines y saqueos del caracazo, en febrero de 1989, para ser seguidos de una grave crisis política. Otro febrero, el de 1992, trajo consigo el fallido golpe militar que catapultó la carrera política de Hugo Chávez. Dos meses más tarde salía al aire Por estas calles, mi telenovela de “comentario social”.

Mi pereza proverbial halló castigo en aquel culebrón que se prolongó mucho más allá de mis habituales 20 cansinos episodios: sus 627 capítulos se mantuvieron en el aire, en horario estelar, durante más de dos años: un récord hispanoamericano. Aún hoy, parte de la vieja clase política venezolana, desplazada por completo por el tsunami Chávez, me acusa de haber alentado con Por estas calles el sentir antipolítico que, sin duda, movió el voto popular en favor del chavismo en 1998.

Mi personaje exterminaba atracadores, asesinos, narcos, estafadores, violadores, jueces venales y políticos corruptos

La verdad, aquel culebrón trajo consigo algunas novedades formales: la pareja protagónica, por ejemplo, era negra —o “afrodescendiente”, como dicen ahora los progres del mundo—, y los dos personajes más populares no eran, en absoluto, figuras edificantes. Uno era un pobretón llamado Eudomar Santos, un malviviente lujurioso y dicharachero, un mantenido cuyo lema existencial se convirtió en el improvidente santo y seña de la Venezuela pospetrolera: “Como vaya viniendo, vamos viendo”. El otro era un asesino en serie: “El hombre de la etiqueta”.

El hombre de la etiqueta, antiguo comisario de policía que, exasperado por la impunidad criminal y afectado por el asesinato de sus hijos, ajusticiaba delincuentes que tenía por irrecuperables. Harry, el Sucio, en Caracas. Actuaba solo, sin cómplices, y obligaba a sus víctimas a colocarse en el dedo gordo del pie una etiqueta de las que usan en la morgue para identificar los cadáveres. En la etiqueta, la víctima apuntaba sus pecados. Mi personaje exterminaba atracadores, asesinos reincidentes, narcos, estafadores, violadores, jueces venales y políticos corruptos. El público lo adoraba, igual que yo. Hasta que, en la vida real, apareció un copión: un desequilibrado mental, un copycat que, actuando en solitario, le pegó varios tiros de revólver a Antonio Ríos, presidente de la central de trabajadores de Venezuela.

El sindicalista, señalado como corrupto por la gran prensa, unánimemente antipolítica, salvó la vida milagrosamente y la captura del agresor fue posible porque éste se demoró en echar a andar su motocicleta: la había encadenado a un poste de alumbrado para evitar que se la robasen mientras iba a asesinar al sindicalista. La policía halló en sus bolsillos etiquetas similares a las usadas por el “justiciero” de mi telenovela. Algunas de ellas rubricadas por un imaginario “frente bolivariano”, regenerador de la moral pública.

La lancinante convicción de que la telenovela me hizo coautor intelectual de aquel atentado facilitó la decisión de renunciar públicamente a la altura del episodio 218. Un equipo de escribidores siguió a cargo del culebrón antipolítico.

Sigo siendo escribidor, pero, eso sí: solo de artículos de prensa que no maten a nadie.

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