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Una transición pactada para Venezuela

Hasta la fecha, todos los esfuerzos para normalizar democráticamente Venezuela han perseguido unas elecciones libres e iguales. Todos los intentos han fracasado. Ahora mismo, las negociaciones en México persiguen asegurar esas condiciones en las próximas elecciones presidenciales de 2024. Todas las esperanzas están depositadas en esas elecciones como una nueva y quizá última oportunidad de que una oposición unida derrote a Maduro. Vana esperanza, porque la oposición no está unida y es muy improbable que presente un único candidato y porque, si así fuera, el chavismo maniobrará antes de su derrota para evitarla.

Estuve en Caracas a finales de julio explicando la transición democrática española y hablé con todos: Gobierno, oposición, empresarios, sectores financieros, expertos energéticos, foros cívicos, etcétera. Soy muy pesimista. Venezuela lleva 20 años de revolución chavista y esa mal llamada revolución ha sido un fracaso total. No son las sanciones internacionales las que han causado el desastre social del país, sino una gestión demagógica y cortoplacista, un izquierdismo viejo e ineficiente cargado de sectarismo vengativo hacia las viejas estructuras políticas y económicas del pasado.

Una revolución hubiera sido utilizar los inmensos recursos públicos de ese país para modernizar su aparato productivo, para formar capital humano, mejorar su productividad con infraestructuras físicas y tecnológicas, modernizar su educación y su sanidad… construir, en definitiva, un Estado de bienestar sobre una economía sólida y competitiva. Hoy podría ser el primer país de América Latina en renta per capita y en desarrollo humano. Por supuesto, las sanciones de estos últimos años le han arruinado, pero no son ellas las culpables de que la renta per capita haya descendido de 11.000 dólares a 4.000 en menos de 10 años, de que su PIB se haya reducido en un 75%, de que hayan emigrado más de cinco millones de sus ciudadanos, de que haya perdido el 40% de su capital humano y del deterioro que sufren todos y cada uno de los servicios públicos del país.

Esa realidad se oculta bajo un régimen político totalitario que ha construido un relato progresista mitificando sus medidas populares de inicio (pan para hoy y hambre para mañana) y organizando un aparato sociopolítico muy poderoso en las zonas más humildes del país, de manera que el apoyo social de esa “revolución” sostiene un 20% de suelo electoral bastante estable.

La oposición está fragmentada y dividida. Demasiados partidos, demasiados líderes (o que pretenden serlo) y seriamente enfrentada por haber participado o no en los procesos electorales anteriores. La situación institucional es diabólica, porque la comunidad internacional no reconoce ni al presidente elegido en 2018 ni a la Asamblea Legislativa elegida en 2020, por falta de garantías electorales en ambos casos. Estados Unidos, a su vez, utiliza los fondos financieros venezolanos congelados en su país para financiar el funcionamiento totalmente simbólico de la Asamblea Legislativa elegida en 2015 y del Gobierno en funciones de Juan Guaidó.

Es unánime la idea de que la vía democrática electoral es la única forma de cambiar las cosas. Otras vías y otras estrategias han fracasado. Hay una convicción general en toda la oposición de que el boicot electoral no ha servido y ha facilitado el triunfo electoral del Gobierno. De hecho, en las elecciones a gobernadores y alcaldes de noviembre de 2021 participaron todos, y el Gobierno ganó en 18 Estados de los 23 y en 210 alcaldías de 335. Si la oposición hubiera ido unida, habría ganado en 15 de los 18 Estados que perdió.

Las dos incógnitas del momento son las negociaciones en México (actualmente suspendidas) sobre las condiciones electorales de 2024 y el procedimiento de primarias para elegir un único candidato de la oposición. Sobre ambas hay serios nubarrones. Pero, aunque se resolvieran ambas favorablemente, surge la duda de si el chavismo aceptaría perder el poder. Hay razones suficientes y experiencias anteriores para dudarlo. Pero es que, además, es completamente ilusorio creer que un candidato de la oposición pueda gobernar un país totalmente colonizado por el chavismo. Administración pública, Fiscalía, control electoral, poder judicial, medios de comunicación, Fuerzas Armadas, policía y todo el aparato político del Estado están en manos de un partido que ha destruido la separación de poderes y que añade una influencia sobre el mundo empresarial bajo la regla de “a los amigos, todo y a los enemigos, la ley”. Un modelo económico más parecido al ruso que al chino. Es una quimera pensar que pueda desmontarse esta estructura y gobernarse un país en estas condiciones, con una Asamblea Legislativa dominada por el chavismo en el 80% de sus representantes.

Por eso surge con fuerza la necesidad de orientar la transición venezolana hacia otros objetivos que den garantías a unos y otros de supervivencia política y personal y que permitan un largo periodo de convivencia en la gestión de la salida económica y social a la crisis humana que sufre el país. Las condiciones de ese pacto de transición son hacer coincidir las elecciones legislativas con las presidenciales en 2024 y elegir un presidente para un Gobierno de coalición con las principales fuerzas elegidas en la Asamblea. Naturalmente, hablamos de unas elecciones limpias e iguales. Ese Gobierno tendría respaldo internacional para un plan de estabilización económica junto a las instituciones financieras internacionales y para recuperar producción petrolera que permita sanear las cuentas públicas del país, recuperar la actividad económica, atender los servicios públicos de sanidad y educación y atraer la vuelta a Venezuela de su exilio reciente.

¿Es posible un pacto en esa dirección? En mi opinión, es el único pacto posible. Hay sectores en el Gobierno y en el chavismo abiertamente dispuestos a pactar una salida conciliada a una situación política, económica y social insostenible. El chavismo no está derrotado, pero su proyecto político está acabado y el país, arruinado. La comunidad internacional puede unificar su estrategia en esta dirección porque las sanciones y el boicot han tocado techo en su eficacia y porque Venezuela se ha convertido en una pieza importante del tablero internacional.

Venezuela importa por el volumen inmenso de su crisis humana y por su influencia geopolítica en la región. Pero, además, Venezuela se ha convertido en una pieza clave en el suministro energético para Europa. Es la primera reserva mundial de petróleo y la octava de gas. Su suministro a Europa sería ampliamente beneficioso para ellos y para nosotros. Estados Unidos ya habla con Maduro al respecto. De hecho, una delegación norteamericana visitó Miraflores en junio, dejando las conversaciones de México en muy mal lugar.

España y la Unión Europea deberían estudiar su mediación en esta dirección. Muchos interlocutores me expresaron su deseo de ver a España y a la Unión Europea con un papel más activo, más propio, no tan pegado a Estados Unidos y menos influenciado por la oposición del exilio. Por otra parte, los cambios políticos producidos en países de la región —Colombia, Chile— pueden ayudar en la dirección señalada. Es más que probable que vean con muy buenos ojos una solución pactada de Gobierno de transición entre chavismo y oposición. Amplios sectores empresariales, financieros y energéticos también ven esta alternativa como la mejor solución. No se atreven a plantearlo abiertamente, pero sus sugerencias ven la transición pactada como la vía más pragmática y viable.

 

Ramón Jáuregui es presidente de la Fundación Euroamérica.

 

 

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