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Una vista a Estados Unidos

De valor autobiográfico, este ensayo dice mucho de la manera en que los alemanes percibían a Estados Unidos luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Se podía soñar con ellos, desearlos y admirarlos, pero no comprenderlos.


De niño, en Alemania, yo no sabía casi nada sobre Estados Unidos. Para mí era un continente de pura fantasía, poblado por cowboys e indios pieles rojas, tal vez con unos cuantos pandilleros incluidos, aunque estaba lejos de entender lo que tramaban esos personajes sin rasurar.

Uno de los hechos sobresalientes de la vida en la Alemania nazi era que, sencillamente, nadie podía salir de allí. Viajar al extranjero era un privilegio que no estaba al alcance de la gente común y corriente. En este sentido, la Alemania de finales de los años treinta era como la Unión Soviética…, un espacio incomunicado y claustrofóbico que les ofreció a mis mayores una sola forma de escapar…, invadir y saquear a sus vecinos europeos.

Recuerdo haberme preguntado si Estados Unidos era un país real. Parecía ser una ficción, como algo salido de un libro de cuentos. De cuando en cuando, nuestros vacuos periódicos intentaban convencer a sus lectores de que Estados Unidos era gobernado por plutócratas. Éstos eran dibujados con grandes puros en la boca y con sombreros de copa. Era difícil creer que semejantes personas realmente existieran. Se parecían a los judíos, que eran igual de inverosímiles y cuyas caricaturas aparecían en la pizarra de mi escuela primaria. Nadie había visto nunca a nadie que se pareciera remotamente a ellos en la vida real.

Cuando Hitler le declaró la guerra a Estados Unidos, es probable que yo haya estado demasiado ocupado pasando un examen de traducción de latín como para darme cuenta de lo que sucedía. Debido a la guerra, mi familia se había mudado a un pueblo en Bavaria. Ir a la escuela era muy molesto. Cada día, a las cinco de la mañana, debíamos tomar el tren para ir a una ciudad en donde había un gymnasium. A finales de 1944, las vías férreas estaban bombardeadas y todo el transporte se había suspendido. Eso significaba que teníamos que caminar alrededor de once kilómetros para ir y regresar de la escuela, un trayecto diario que muy pronto se volvió agotador.

En este camino tuve mi primer contacto directo con Estados Unidos, una experiencia que acalló cualquier duda sobre su existencia. En un soleado día de otoño, un avión de combate repentinamente se lanzó con gran estrépito hacia nosotros. Éramos tres chicos de 15 años y teníamos muy buenos reflejos, de modo que de inmediato nos pusimos a cubierto en la zanja que estaba junto al camino. Recuerdo claramente las pequeñas nubes de polvo que se elevaron frente a mí en el lugar en donde las balas rebotaron en el suelo y, apenas una fracción de segundo más tarde, el martilleo de la ametralladora. Por poco y no nos salvamos. Cuando el avión pasó, alzamos la vista y lo vimos brillar en el cielo. Creo que era un Mustang. Pudimos incluso distinguir la estrella sobre sus alas y al piloto en su cabina. De cualquier manera, el avión dio una vuelta en U y regresó hacia nosotros pero, como no éramos un buen blanco, pasó de largo sin lanzar otra descarga. Cuando desapareció, saltamos de la zanja y bailamos en la carretera. Aunque sea raro decirlo, fue una experiencia totalmente vigorizante.

Ilustración: Belén García Monroy

 

Seis meses después, me llamaron para defender a Alemania. Me dieron un uniforme verdoso hecho de una celulosa irritante, una pistola y una bazuca. Hacía mucho que los Aliados habían cruzado el Rin. Junto con un grupo de otros treinta chiquillos, me apostaron en una vía principal, a una distancia aproximada de treinta kilómetros de nuestro pueblo. Se suponía que debíamos salvar al Reich, el cual consistía de un enorme montón de escombros, disparándoles a los tanques estadunidenses que se acercaran. En esas circunstancias, no le vi mucho caso a jugar al héroe. Hice cuidadosos preparativos, llevando conmigo un buen mapa y un cúmulo de prendas civiles que escondí en unos cuantos lugares estratégicamente seleccionados. Era una empresa arriesgada, pues había mucha gente que tenía la intención de matarte; por un lado, los ejércitos Aliados que avanzaban y, por el otro, nuestros propios oficiales, que estaban ansiosos por ejecutar a los desertores.

Por lo tanto, la elección del momento adecuado era algo decisivo. Tan pronto como oí el primer tanque Sherman retumbar en la distancia, me agaché y puse pies en polvorosa. En un bosque cercano, encontré mi pequeño escondite, me quité el uniforme y me convertí de nueva cuenta en un civil.

Caminé toda la noche y, cuando llegué a mi pueblo, temprano a la mañana siguiente, los vi llegar…, una procesión interminable de vehículos blindados, artillería, camiones y jeeps. Los hombres parecían ser visitantes del espacio exterior. Estaban bien alimentados, sus pantalones de color caqui estaban muy limpios y su actitud era sumamente despreocupada. Inclinaron la cabeza con naturalidad en dirección de los boquiabiertos campesinos, bajaron de un salto de sus vehículos y procedieron a encender una fogata en la plaza del pueblo. Algunos de ellos eran gigantes negros y mascaban una sustancia, desconocida en nuestra parte del mundo, que sabía a menta. Tan pronto como se instalaron alrededor del fuego, empezaron, para mi total asombro, a leer lo que parecían ser libros para niños. La curiosidad fue más fuerte que yo y empecé a hablarles en mi rudimentario inglés escolar. Ellos echaron a reír y me dieron mi primer libro de tiras cómicas.

Resultó que yo era la única persona del pueblo que tenía un ligero dominio de la lengua y, en espacio de una semana, ya era su intérprete más o menos oficial. Sólo mucho después me di cuenta de que ellos habían actuado en contra de su reglamento. El primer día de la ocupación, ignoraron la disciplina militar y comenzaron a fraternizar con el enemigo.

Lo pasé de maravilla. Que yo recordara, siempre había habido alguien que me mandara, dándome órdenes a gritos: maestros, conserjes, jefes de destacamento y sargentos. De la noche a la mañana, todas estas autoridades se habían esfumado. Fue un alivio enorme. Claro está, había algo que se llamaba el Gobierno Militar, pero era una idea abstracta, una entidad invisible que estaba muy lejos, en las ciudades, lejos de nuestro alcance. Todo el tráfico civil en las carreteras y en los ferrocarriles había cesado mucho tiempo atrás. Los periódicos alemanes no existían. Yo tuve suerte pues podía espigar fragmentos fascinantes de información de las páginas del boletín del ejército, un diario llamado Stars and Stripes. Era obvio que existía un inmenso mundo exterior que me era desconocido y se llamaba Estados Unidos.

A su debido tiempo, hice otros dos descubrimientos. Un día, el capitán McCann, nuestro comandante local, me entregó un paquete que tenía el tamaño y la forma de un ladrillo. Estaba envuelto en papel apergaminado, lo cual no daba ninguna pista en relación con lo que podía contener. Cuando lo abrí, encontré una apretada plétora de curiosos objetos; en primer lugar, una pequeña lata en cuya parte inferior había un ingenioso abridor. Dentro, descubrí una carne prensada desconocida llamada Spam. Luego, había un papel de aluminio con un polvo amargo de color café que tenía un nombre igualmente misterioso, Nescafé. También había cubos de azúcar, empacados individualmente, una bolsa de leche en polvo, una dosis de aspirina, una lata de piña dulce, cerillos, pañuelos de papel, papel higiénico y, lo más fascinante de todo, un condón y un tubo de ungüento antibiótico para prevenir y curar las enfermedades venéreas.

Todas estas cosas estaban organizadas y ordenadas de la manera más cuidadosa. El dispositivo se llamaba una Ración C. Contenía todo lo que un soldado lejos de casa podía necesitar, sin excluir lo que en mi opinión eran los lujos más extravagantes.

Me quedaba claro que una nación capaz de semejante previsión era invencible.

Mi siguiente sorpresa fue aún más abrumadora. El capitán McCann había establecido su cuartel general en una granja muy grande al final del pueblo. Yo solía pasar mucho tiempo en su oficina y un día noté que en un rincón había una enorme caja llena de libros. Alguien, del otro lado del Atlántico, había pensado en las necesidades intelectuales de los reclutas y había provisto a las Fuerzas Expedicionarias Estadunidenses de una cornucopia de literatura mundial, absolutamente gratis. Toma lo que quieras, dijo el capitán McCann.

Hambriento de material de lectura, a duras penas pude contenerme. Regresé a casa cargado de libros de bolsillo. Mi tesoro era una increíble mezcla de novelas policiacas y de clásicos, de revistas sensacionalistas y de filosofía. Me deleité con Somerset Maugham y Hemingway, Louis Bromfield y Thoreau. Recuerdo un grueso volumen gris compilado por un serio académico estadunidense llamado Louis Untermeyer. Su antología de poesía estadunidense moderna abrió amplios panoramas en mi mente fértil. Alguien en Washington debió decidir que los soldados ansiaban leer a William Carlos Williams, T. S. Eliot, Marianne Moore y Wallace Stevens, aunque creo que Ezra Pound no se consideraba apto para el Ejército. No sé si muchos reclutas compartieran estos entusiasmos, pero toda la idea era un signo de generosidad y una prueba más de la superioridad estadunidense.

En el fondo del montón encontré incluso algunos libros de autores alemanes: Arco de Triunfo de Erich Maria Remarque, un éxito editorial olvidado desde hacía mucho tiempo, La montaña mágica de Thomas Mann y El proceso, escrito por alguien de quien nunca había oído hablar, Franz Kafka. Todos ofrecían una lectura embriagante, incluso en inglés. Después del largo apagón cultural de la Alemania nazi, la literatura mundial, despachada por toneladas desde Estados Unidos y distribuida de manera gratuita, fue una fuente inolvidable de iluminación en el sombrío y deprimente ambiente de la Alemania de la posguerra.

Después de algunos años, mi país volvió a una normalidad incómoda. Se cambiaron las resmas de viejos billetes sin valor por una nueva moneda impresa en Estados Unidos. Las vitrinas vacías de las tiendas se llenaron, casi de la noche a la mañana, como si fuera un milagro, con zapatos, salchichas, desarmadores y manzanas. En un frenesí de reconstrucción, se repararon los techos, se limpiaron los escombros de las calles, se arreglaron las vías de ferrocarril. Al mismo tiempo y con la misma velocidad vertiginosa, desaparecieron millones de nazis. Casi todos ellos se convirtieron de inmediato en recatados demócratas quienes, despreocupados, seguían adelante con sus carreras en el gobierno, la educación, las leyes y la medicina. Nadie quería saber nada acerca de lo que cortésmente se llamaban “los años más oscuros de Alemania”.

En espacio de muy poco tiempo, la parte occidental del país se transformó en un protectorado estadunidense. Cierto, también había soldados británicos y franceses, pero todos sabían que el verdadero ganador de la guerra era Estados Unidos. Considerar este país como una “joven nación” es un trillado estereotipo europeo. Resultó que el supuesto adolescente se convirtió en el custodio de una Alemania decrépita y desgastada. Los Estados Unidos emprendieron la difícil tarea de volver a socializar nuestra parte del mundo. Esto no fue, claro está, un acto de mera benevolencia. El futuro de Alemania quedó determinado por el inicio de la Guerra Fría. A una nación derrotada nunca se le han ofrecido condiciones más generosas, y dichas condiciones nunca fueron menos merecidas.

A pesar de los débiles esfuerzos de los Aliados por llevar a cabo la desnazificación, hubo algo turbio en nuestra recuperación. Muchos alemanes albergaban un resentimiento silencioso en relación con lo que consideraban como un desastre más que como una liberación. La amnesia era una enfermedad común y las viejas ideas autoritarias seguían estando presentes.

Muchas personas de mi generación anhelaban marcharse a Estados Unidos, un lugar en donde no parecían existir semejantes trabas. En nuestra imaginación, era un paraíso de jazz, de libertades civiles y de moral relajada.

Ya como estudiante en una de nuestras universidades antiguas, un día encontré en mi buzón una carta de Washington en donde se me invitaba a hacer una gira de seis semanas por Estados Unidos. No sé cómo fue que llegué a ser un candidato para el programa Fulbright de intercambio pero, sin duda, sentí que era un pasaporte a la utopía. Me dieron un boleto de avión y una pequeña mensualidad. El itinerario dependía de mí, pero la oficina de Washington me ofreció ponerme en contacto con cualquier institución que yo quisiera visitar.

Como no podía pagarme un auto, decidí comprar un pase de Greyhound que era válido para viajar por todo el país. Caminé por los asentamientos hechos de tablas corrientes del delta del Misisipi, hablé con físicos del plasma y con productores de películas y pasé mucho tiempo en desiertas estaciones de autobuses y en moteles que parecían posadas de mala muerte. La falta de dinero me brindó algunas oportunidades para entender el sistema estadunidense de clases sociales. El autobús Greyhound daba servicio a una clientela compuesta de marineros sin barcos, reclutas desmovilizados, prostitutas y varios otros perdedores.

Todos, desde los funcionarios de gobierno hasta el último vagabundo, me parecieron muy accesibles, amistosos y serviciales. El único tropiezo que tuve fue cuando me subí a un autobús en Alabama y me senté en la parte trasera. Una amable anciana negra me dijo que debía sentarme al frente. Más tarde, en la parada de autobús, terminé en una banca con un letrero que decía “SÓLO PARA BLANCOS”.

Ese extenso país que había ido a descubrir me parecía exótico más allá de lo que hubiera podido imaginar jamás. Muchas veces me sentí perdido, como una persona en un cuadro de Hopper. Los nativos parecían ser suficientemente gregarios, más que la mayor parte de los europeos y, sin embargo, me invadía una penetrante aura de soledad.

Otro aspecto desconcertante era la extraña discrepancia que existía entre la imagen y la realidad. En ese entonces, Europa era todavía una región subdesarrollada en términos de publicidad y de relaciones públicas. En Estados Unidos, las promesas que hacían los anuncios y los letreros de neón parecían estar completamente erradas. El tugurio más miserable ubicado en el peor lado de las vías del tren proclamaba con orgullo que sólo allí podía uno disfrutar de “las mundialmente famosas albóndigas de Arthur”. Se hacían afirmaciones similarmente fantásticas acerca de cremas de rasurar, moteles, cabarets e incluso estados enteros. A nadie parecía molestarle la brecha insalvable entre la promesa y la realidad. Me tomó mucho tiempo y esfuerzo aprender la gramática de la representación que prevalecía en esa extravagante civilización.

Y, cuando finalmente llegué a Hollywood, me aguardaba una sorpresa más. Me dieron boletos gratis para ir a un programa de televisión en vivo. Para un estudiante alemán, en 1953, eso era una atracción sensacional. Yo nunca había visto a un cómico en acción y supongo que no entendí la mayor parte de sus chistes. Pero lo que realmente me llenó de aprensión fueron los dos letreros que de cuando en cuando hacían brillar su mensaje al auditorio, pidiéndonos que nos riéramos o que aplaudiéramos. Estas dos instrucciones fueron cumplidamente obedecidas. Incluso hoy, ahora que esta disposición se ha vuelto algo común en todo el mundo civilizado, sigue siendo un acertijo de obediencia que nunca he logrado resolver.

Y así, cuando volví a casa, envidiado por mis compañeros de clase, tuve que confesar que mi primera aventura estadunidense había sido un glorioso fracaso… que podía admirar esa distante tierra prometida, preocuparme por ella, soñar con ella, pero que comprenderla era algo que estaba fuera de mi alcance.

 

Traducción de Katia Rheault

Originalmente publicada en Nexos, en junio de 1999.

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