Usted es la duquesa de Norfolk

Portada Pigmalión – Warbler Classics
George Bernard Shaw (1856-1950) dio su do de pecho con Pigmalión, obra de teatro y guión de cine. La obra original es de 1914, aunque no dejó nunca de retocarla compulsivamente hasta la versión de 1941. También la hizo guion para la película de 1938 dirigida por Anthony Asquith, guion por el que recibió un Óscar de Hollywood. El guion se adaptó más tarde al musical teatral de 1956 My Fair Lady, que a su vez dio lugar a la película de 1964 del mismo nombre. Tanto éxito no nos extraña porque la historia plantea cuestiones esenciales.
Una frase de John Henry Newman me ha hecho releerla. Decía el santo cardenal: «El estilo es pensar con palabras. […] Logos significa tanto razón como habla y es difícil saber cuál de los dos sentidos le es más propio». La tesis aparente de Pigmalión es que cambiando el logos (habla) de una persona se cambia su logos (razón) y, por tanto, se transfigura a la persona. Es la apasionante apuesta que hace el profesor Higgins.
Lo curioso es que, aunque parece que la gana, no la gana. Pigmalión tiene la ambigüedad de las grandes obras, como el Quijote, o como Hamlet, y, cuando parece que sabemos a qué carta nos quedamos, se saca un as de una manga.
Higgins confía en su apuesta y confiesa: «Lo terriblemente interesante que es coger a un ser humano como ella y transformarla en otro ser humano totalmente distinto al dotarla de un nuevo lenguaje. Es como si rellenara la falla más profunda, la que separa una clase social de otra y a un alma de otra alma». Sin embargo, la obra no es tan mecánica como un silogismo y aboca a otra lectura al sesgo. La condición de aristócrata del espíritu de la vendedora callejera de flores se remarca desde el acto I, cuando aún habla fatal. Cuántas veces insiste en que es una chica respetable: «Yo soy buena, yo soy una chica buena». Se preocupa: «Me arruinarán la fama». Ser confundida con una prostituta es una de sus mayores pesadillas.
Ni el dinero ni la educación hacen falta para que Eliza Doolittle, Liza, defienda su dignidad. El mito de la caballería ya opera en el imaginario moral de la florista callejera: «Para mí el honor es lo mismo que para una señorita», declara; y con honor cruza toda la obra de principio a fin. En su catálogo de insultos, «cobarde» es todavía peor –con perdón– que «marica» [«Tendría que estar avergonzado! ¡Marica! ¡Cobarde!»].
La verdadera tensión de la obra late en las dos cosmovisiones enfrentadas de Higgins y de Eliza, mucho más que en la supuesta historia de amor, subrayada por las películas y los musicales. Eliza no parece una duquesa y lo es (en potencia). Higgins no parece un pícaro y lo es (en acto). Recordemos que se gana la vida por todo lo alto ayudando a los advenedizos a engañar a la buena sociedad, riéndose cínicamente de todo. Se piensa que todo es un disfraz: la fonética, las costumbres, las clases sociales: «Disfracémonos con nuestros mejores modales de domingo por respeto a esta criatura que rescatamos del fango». Y por eso cree, groseramente, que los buenos modales de Eliza son un truco para engañarle a él. Hay una secreta hermandad entre el profesor Higgins, pícaro implícito, y Alfred Doolittle, sinvergüenza descacharrante. Ambos se reconocen como pares desde el primer momento. Ambos son padres renegados de Eliza Doolittle.
No así el coronel Pickering, un personaje esencial. Se preocupa porque el tratamiento a la florista cumpla en todo instante los estándares de la caballería más estricta. Es el garante de que no haya malas interpretaciones entre líneas: «Si voy a ser partícipe de esta empresa habré de sentirme responsable por esa muchacha. Y quiero que quede muy claro que nadie se va a aprovechar de su situación». Eliza no se equivoca juzgando a Pickering y agradeciéndoselo: «Es más bien porque de usted he aprendido verdaderos buenos modales, y eso es lo que convierte a una en una dama, ¿no es así?». Cuando el coronel le recuerda que Higgins la enseñó a hablar, Liza responde con uno de los desdenes más elegantes que jamás hayamos oído: «Por supuesto, esa es su profesión». Sabe lo que se hace: «Al dejar Wimpole Street, mi educación se ha completado».
Chesterton había manifestado su único gran rechazo a la democracia por el empeño que parece tener este sistema en hacer a toda costa al duque de Norfolk igual a todo el mundo, cuando lo verdaderamente democrático sería hacer a todo el mundo igual que al duque de Norfolk. Higgins se marca un antichesterton. Cuando Eliza le dice que Pickering «trata a una vendedora de flores como si fuera una duquesa», él replica con un sulfuroso orgullo: «Y yo trato a una duquesa como si fuese una vendedora de flores». La señorita Doolittle le replica con un nuevo desdén aristocrático: «Ya veo».
Nosotros también lo vemos claro. La superioridad de Eliza es ética («Podría haber sido una niña mala si hubiera querido») y, por tanto, es aristocrática. Hablar bien le otorga la necesaria transparencia y nada más. Hace bien en corresponder al joven Freddy Eynsford-Hill: «Freddy me ama: eso lo hace para mí igual que un rey». Es una lástima que el solterón que siempre fue el genial George Bernard Shaw sea abducido por el espíritu gruñón de Higgins y escriba un escriba desdeñoso y cicatero. No remata la historia dándole hijos al matrimonio, con lo que habría culminado el ascenso de Eliza Eynsford-Hill. Pero no importa, los hijos ya vendrán, con la felicidad, la floristería, las perdices, y todos con un acento perfecto.
[Liza a Higgins:] No es un caballero. Un caballero no abusa de una probe chica.
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[Liza:] No tienen derecho a llamarme pelandrusca cuando me he ofrecido a pagar igual que lo haría una señorita.
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[Higgins:] Si decido enseñarte será peor que dos padres juntos.
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[Higgins:] Si sólo fuera la pronunciación sería demasiado fácil. […]No sólo cómo pronuncia una muchacha, sino también qué es lo que pronuncia, y ahí es donde…
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[Para meterla en el baño, Mrs. Pearce:] Tienes que saber que no se puede ser una muchacha fina por dentro si eres una guarra por fuera.
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[La moral, según Alfred Doolittle:] No me la puedo permitir, jefe. Ni usted podría si fuera tan pobre como yo. [Pero Eliza sí se la permite, a diferencia de su padre.]
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[Alfred Doolittle:] Yo no necesito menos que un hombre digno: yo necesito más. No me alimento con menos voracidad, pero bebo muchísimo más.
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[Alfred Doolittle:] Soy un hombre de pensar y me gusta seguir la política, la religión o las reformas sociales, igual que todos los otros divertimentos…
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[Liza:] Lavarse es un gustazo.
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[Alfred Doolittle:] No soy tan bocazas como aconsejarles a mis hijos nada de las cosas que yo sé.
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[Eliza hablando de su tía:] Para ella la ginebra era como la leche materna.
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[Pickering, levantando acta de la decadencia de las buenas maneras:] A mí no me pregunte. He estado fuera, en la India, muchos años, y los modales han cambiado tanto que a veces no sé si estoy cenando en un comedor respetable o en el castillo de proa de un barco mercante.
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[Higgins:] Muchas personas de verdadera alta alcurnia no son en absoluto capaces de comportarse como deben: son sólo idiotas que piensan que el refinamiento es algo inherente a su posición social, y por eso nunca lo han aprendido.
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[Pregunta Higgins: ¿Doolittle es usted un hombre honesto o un ladrón? Responde:] Un poco de los dos, Henry: como el resto de nosotros, un poco de los dos.
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[Liza:] Anoche, mientras caminaba por ahí, me habló una muchacha e intenté responderle con mi antiguo acento, pero fui incapaz.
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[Liza a Pickering:] Mi verdadera educación comenzó cuando usted me llamó señorita Doolittle aquel primer día en el que entré en el piso de Wimpole Street. Ahí comencé a tener respeto por mí misma. Y también cientos de pequeños detalles en los que usted nunca reparó, porque para usted son naturales. Detalles como levantarse y quitarse el sombrero cuando yo entro o abrir las puertas a mi paso.
Lo que marca la diferencia de verdad entre una dama y una vendedora de flores no es cómo se comporta ella, sino cómo se la trata.