V. S. Naipaul llegó a Irán en agosto de 1979, el día en que los iraníes se disponían a elegir la «Asamblea de expertos» que habría de redactar una constitución islámica. El ayatolá Jomeini había señalado por quién se debía votar, es decir, qué sujetos estaban plenamente facultados para interpretar la voluntad del Profeta y convertirla en carta magna. Lo ocurrido en el país desde el derrocamiento del sha señalaba qué habría de ser consagrado como ley en la futura república islámica. (Los programas occidentales de televisión habían sido prohibidos, también la música, los deportes femeninos, la moda, las bebidas alcohólicas y los balnearios mixtos. La Guardia Revolucionaria vigilaba las playas del mar Caspio para que solo hubiese en ellas hombres o mujeres. Al sexto mes de la revolución, el conteo de ejecuciones ofrecido por las agencias oficiales de noticias señalaban a un nuevo sector de la población: prostitutas y dueños de burdeles.) Esa «Asamblea de expertos» le concedió a Jomeini el rango de «Regente de Dios», de representante en la tierra del Duodécimo Imán, un rango superior al del presidente.
V. S. Naipaul estaba en Connecticut cuando el derrocamiento del sha acaparó los titulares de la prensa internacional. En la televisión estadounidense los noticieros ofrecían entrevistas realizadas a algunos iraníes. Invariablemente, los entrevistadores no eran capaces de escrutar algo más que el entusiasmo de los invitados. Al catedrático versado en el léxico marxista no se le preguntó por el aspecto religioso de la revolución. A la iraní ataviada con chador que pregonaba cuán protegida se sentía gracias al islam no se le recordó las conquistas alcanzadas por las mujeres en Occidente durante los últimos siglos. Al estudiante que ponderaba la belleza de la ley islámica no se le preguntó qué hacía estudiando leyes en Estados Unidos. Había algo que todos esos apóstoles de la revolución eludían en sus declaraciones.
En principio, el viaje de Naipaul a Irán tenía un sólido propósito: identificar aquello oculto tras tanto entusiasmo. También obedecía a la necesidad de entender el universo musulmán, del que había sabido desde su infancia en Trinidad. El escritor que habría de obtener el Premio Nobel en 2001 no sabía casi nada sobre el islam y quería explorar los detalles de esa fe y su aparente capacidad revolucionaria. El resultado sería Among the Believers. An Islamic Journey (1981), un libro de viajes como exploración cultural que le permitió relatar la manera cómo la fe musulmana y sus particularidades políticas han presionado cultural y políticamente a los habitantes de cuatro países no árabes: Irán, Pakistán, Malasia e Indonesia.
En Teherán, el editor en jefe de Iran Week le dijo a Naipaul que si quería entender al país tenía que ir a la ciudad de Qom, ubicada 1.600 kilómetros al sur. En Qom está la tumba de la hermana del octavo imán, un lugar de peregrinaje por más de mil años. También es una ciudad con numerosas escuelas teológicas. Jomeini había estudiado y enseñado allí. Fue allí donde estableció su cuartel general a su regreso a Irán tras la caída del sha. Además, en Qom residía Jaljalí, uno de los ayatolas más activos de la revolución. Jomeini predicaba y bendecía; Jaljalí ajusticiaba. Como brazo ejecutor de Jomeini, Jaljalí había presidido muchos juicios relámpagos dictaminando la pena de muerte. En entrevista al Tehran Times, el ayatola que se había granjeado el título de «juez de la horca» había declarado que probablemente había sentenciado a muerte a cuatrocientos acusados. Su mayor logro había sido ordenar y presenciar la ejecución de Hoveida, el primer ministro del sha. El acertado registro de personajes, diálogos, escenarios y situaciones ofrecidos en ese capítulo del libro le concede al lector la posibilidad de formularse una pregunta: ¿por qué la organización educativa del islamismo medieval, la misma que había dado origen a las instituciones universitarias en Occidente, hizo que el hijo de un granjero de Azerbaiyán se ufanara de haber aprendido a «decapitar corderos»?
El guía e intérprete de Naipaul durante ese recorrido por Irán fue un joven estudiante llamado Bihzad. Hijo de un comunista que había estado en prisión durante el régimen del sha, Bihzad había heredado de su padre el sueño de una «verdadera revolución». Valiéndose de su formación dialéctica, había visto en el fervor religioso del movimiento liderado por Jomeini las líneas maestras de una inminente revolución proletaria. Cuando la sede del periódico de izquierda Ayandegam fue tomada por censores islámicos y algunos líderes comunistas pasaron a engrosar las cifras de quince mil prisioneros políticos que llegó a haber en 1980, el joven estudiante catalogó a Jomeini como un pequeño burgués, alguien que jamás alcanzaría la grandeza histórica de Stalin, el único líder con la sabiduría requerida para determinar a quiénes había que arrestar, enjuiciar y condenar a muerte para consumar una verdadera revolución.
Quince años después, V.S. Naipaul volvió a Indonesia, Irán, Pakistán y Malasia. Esta vez estaba más consciente de las alteraciones que experimentaban las sociedades no árabes al convertirse a la fe islámica. También era más diestro en el arte de replegarse como sujeto para dejar que las gentes del país pasaran a un primer plano. El resultado de este viaje fue publicado en 1998 bajo el título Beyond Belief y traducido al español como Al límite de la fe. Entre los pueblos conversos del islam.
Algunas de las transformaciones que había traído la llegada de Jomeini al poder eran perceptibles a simple vista. Los grandes hoteles pertenecían al Estado. El desgaste de las alfombras, el deterioro de los ascensores y equipos de aire acondicionado, el desaliño del personal contrastaba con el esmero y el mantenimiento que recibían los carteles colgados en los vestíbulos que decían ABAJO LOS EE.UU. La devaluación de la moneda era inocultable: en 1980 un dólar valía siete reales; en 1995, cuatro mil. Asfixiada por la censura y la autocensura, la prensa independiente había desaparecido. Helicópteros sobrevolaban la capital en busca de antenas parabólicas. La clase media formada a lo largo de décadas había desaparecido (muchos habían optado por el exilio). La foto de Jomeini era omnipresente.
En febrero de 1980 Naipaul había visto jóvenes con barba e indumentaria al estilo del Che Guevara a las puertas de la embajada estadounidense. Carteles en los muros y los árboles de ese lugar comparaban la revolución iraní con la nicaragüense, presentándolas como ejemplos de un movimiento universal hacia el futuro. Quince años después nadie hablaba de la revolución como una posibilidad. El aparato de control político impuesto por el islam era absoluto. Ante este hecho, algunos aseguraban que el establecimiento de un Estado islámico en el país había sido un complot de las grandes potencias occidentales para menoscabar la fe musulmana: Jomeini no había sido más que un agente al servicio de intereses británicos o europeos.
La súbita riqueza que había experimentado Irán con el alza de los precios del petróleo en la década de 1970 hizo que el sha concibiera el proyecto de convertir Teherán en una ciudad cosmopolita, un eco moderno de la milenaria grandeza persa anterior al arribo de los musulmanes. La clase profesional que se había formado en la universidad de Teherán acogió con entusiasmo el proyecto. Y tal llegó a ser la capacidad adquisitiva de la clase media de la capital que podía contratar iraníes de las zonas rurales para que se ocuparan de las labores domésticas. Esos campesinos que migraron a la ciudad eran islámicos y conservadores. Desaprobaban por completo el estilo de vida de esa élite europeizada, pero sus hijos pudieron ir a la universidad aprovechando las becas que concedía el gobierno del sha. En ese entorno académico los jóvenes escucharon el relato marxista leninista de la lucha de clases.
Al advertir el profundo descontento que nutría la mayoría islámica ante la tentativa del sha de prohibir la poligamia, el Tude, el Partido Comunista, adoptó el camuflaje islámico para introducirse en el movimiento religioso. «Nada más fácil: la justicia, el castigo y la vileza de los gobernantes eran asuntos comunes a las dos ideologías», sentencia Naipaul. Además, dotó a la revolución islámica de un aparato de corte soviético. Los comunistas creían que tras la caída del sha los ayatolas regresarían a las mezquitas, pero no fue eso lo que ocurrió. En 1983, el gobierno proscribió oficialmente al Tude y empezó a detener y ejecutar a sus integrantes.
La consigna original de la revolución era Nun, Kar, Azadi, «Pan, trabajo, libertad»; un año más tarde había cambiado a «Pan, trabajo y República Islámica». En nombre de la ley islámica de la necesidad, que faculta a los ayatolas para desobedecer las leyes que proceden de Alá, Jomeini complació la voluntad de una masa inculta que anhelaba riquezas sin trabajar.
Entre los testimonios y las historias que llegó a escuchar durante su segunda estadía en Irán, V. S. Naipaul identificó una como el tipo de creación colectiva propia de un pueblo que ha experimentado todas las etapas del dolor, la historia del «pedazo de carne». Ese relato condensaría el tipo de polarización y animadversión que imperaba en Irán transcurridos quince años de haberse convertido en un lugar regido por la voluntad del Profeta:
Una señora de mediana edad le pide a un oculista que examine a un paciente del hospital, un joven sobreviviente de la guerra contra Irak. Las mutilaciones del paciente son tan espantosas que el oculista se pregunta si tendría sentido devolverle la vista. El joven jamás podrá llevar una vida normal, pero es tal la insistencia de la mujer que el especialista se niega a desalentarla.
El oculista descubre que la señora no es la madre del joven mutilado. La madre visita a diario al paciente pero no se queda por mucho tiempo. En cuanto se gana la confianza de la mujer, el médico le pregunta por qué quiere que el joven recupere la vista. Ella le responde: «Mi hijo fue ejecutado porque pertenecía a un grupo contrarrevolucionario. Quien le denunció fue este chico, el hijo de mi vecina. Me alegro de que mi hijo esté muerto. Le ejecutaron y se acabó; pero quiero que este pedazo de carne siga con vida para vengarme. Quiero que su madre sufra por él todos los días.»