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Vargas Llosa: Elogio de un reaccionario

En este mundo degradado por la falsedad y la tontería, el fallecido Roger Scruton era un contraste formidable. Un conservador cuya desaparición genera un pavoroso vacío

Sir Roger Scruton, que acaba de morir liquidado por un cáncer sobrellevado con entereza, había nacido en 1944, y se convirtió en un conservador, según confesión propia, durante los disturbios callejeros de mayo de 1968, en París, cuando vio a los niñitos bien —grandes protagonistas de aquella caricatura de revolución— apedreando a los policías, abriendo barricadas en el barrio latino y proclamando a los cuatro vientos: “¡Queremos lo imposible!”.

Fue una de las personas más cultas que he conocido. Podía hablar de música, literatura, arqueología, vino, filosofía, Grecia y Roma o la Biblia y mil temas más, como un especialista, sin serlo en nada, pues, en verdad, era un humanista al estilo de los clásicos, y defendía en panfletos, artículos y libros —era una delicia leerlos—, un mundo absolutamente irreal que probablemente nunca existió, salvo en su imaginación y en los ensayos de algunos pocos soñadores como él.

“¿No te das cuenta de que esa Inglaterra que defiendes con tanto talento no existió nunca, salvo en tu fantasía?”, le dije alguna vez. “¿Que los dueños de los castillos y los caballos pura sangre son ahora unos parvenus millonarios y casi analfabetos que sólo hablan de whisky y de negocios? ¿Y que la caza del zorro, que promueves con ardor épico, está ya muerta y enterrada?”. Él no me tomaba nunca en serio, yo le parecía un subdesarrollado más, pero me escuchaba con resignación. Y disimulaba su impaciencia, porque era un hombre muy bien educado, sobre todo cuando delante de él me atrevía a defender las políticas de la señora Thatcher, con las que él discrepaba pues le parecían demasiado progresistas.

Era odiado universalmente por los intelectuales de su generación, lo que no dejaba de halagarle, pues, pese a ser un dinamitero cultural que daba siempre en el blanco, no carecía de coquetería burguesa. Con su gran melena pelirroja, que el tiempo fue blanqueando, y su aristocrático descuido en el vestir, estaba siempre leyendo y escribiendo sobre temas de actualidad. Entre libro y libro, se daba tiempo para montar briosos caballos y matar unos cuantos zorros. No tenía la paciencia de escribir aquellos profundos tratados que demoran años, a la manera de su lejano maestro, Edmund Burke, el gran debelador de la revolución francesa, porque vivía y actuaba en el presente: era lo que le apasionaba. Sobre las ocurrencias cotidianas opinaba sin tregua, con inmensa sabiduría, citas prodigiosas y argumentos a menudo tan reaccionarios que aterrorizaban a los pocos conservadores que existen todavía (incluso en Inglaterra). Fue ennoblecido por la corona británica en 2016, lo que, por supuesto, le halagó.

Era odiado universalmente por los intelectuales de su generación, lo que no dejaba de halagarle

 

Yo estuve abonado a la revista que dirigía, The Salisbury Review, durante unos meses, hasta que me di de baja cuando descubrí que sólo leía en ella sus editoriales, siempre espléndidos, aunque totalmente incompatibles con la realidad política y social de nuestros días y, probablemente, también con la de siempre. Nadie como sir Roger Scruton para ilustrar aquella gran distancia que, según Friedrich von Hayek, separa a un liberal de un conservador. Pero había en él una decencia básica, una indignación perfectamente justificada contra las grandes imposturas patentadas por la izquierda demagógica de nuestro tiempo, una inteligencia que desmenuzaba con acidez las modas ideológicas y las estupideces políticas, y era, en este sentido, un intelectual imprescindible, sobre todo teniendo en cuenta que nadie lo reemplazará.

No estaba contra el progreso en absoluto, a condición de que no se considerara progreso lo que proponían los marxistas o lo que defendemos los liberales. Pero nadie ha explicado mejor que él la importancia de las óperas, por ejemplo, incluso las más enrevesadas —digamos las de un Wagner— o de las obras maestras literarias, o de los grandes sistemas filosóficos, para entender el presente, actuar de manera responsable y dar un sentido a nuestra vida. Y seguramente ningún periodista ha encontrado una manera más sutil y pertinente de sacar enseñanzas morales y políticas de largo alcance analizando un hecho cotidiano ni defendido la cultura como una guía, en este desordenado mundo en que vivimos, para entenderlo y orientarnos en él.

La Inglaterra que él defendía era un mundo de formas y principios inmutables, en el que la religión y las leyes habían traído un progreso que no desaparecía a las clases, ni las igualaba, pero a todas les aseguraba la justicia y el orden. Una sociedad donde el privilegio implicaba una obligación moral de servicio público y donde la cultura —las artes, los libros, las ideas, los ritos, las acciones militares— eran el espejo de la vida, la única andadura que justificaba el ascenso social. Este mundo jamás existió, salvo en la fantasía de Scruton. Su modelo de político fue Enoch Powell, un conservador que conocía a los clásicos de memoria, pero que, aterrorizado con lo que creía una invasión de tercermundistas a las islas inglesas, profetizó un baño de sangre a Gran Bretaña si no ponía drástico fin a la inmigración. Nunca percibió que, detrás de los elegantes discursos de Powell, resoplaba el racismo. Y que todas las reformas que con enorme coraje llevaba a cabo la señora Thatcher tendían a hacer accesible a todo el mundo la verdadera libertad.

La Inglaterra que él defendía era un mundo de formas y principios que jamás existió, salvo en su imaginación

 

Era muy difícil no sentir una gran simpatía por él, aunque, como era mi caso, discrepara en lo esencial de sus ideas conservadoras. Porque había en sus tomas de posición una honestidad empecinada, algo muy distinto de los políticos de actualidad que suelen defender lo que no creen por razones de mera conveniencia y oportunidad, y han universalizado ese horrendo lenguaje político contemporáneo, hecho de lugares comunes y estereotipos, en el que las palabras disolutas han reemplazado a las ideas y valen para todo y todos, de manera que ya no sirven para nada, salvo justificar los apetitos, o disimular los pecadillos y pecadazos de funcionarios, dirigentes y teorizadores.

Que sir Roger Scruton usaba el lenguaje de otro modo, para decir lo que verdaderamente pensaba, aunque fuera insólito o, por lo menos, irreverente, nadie lo puede dudar, empezando por sus adversarios. El vocabulario político de nuestro tiempo está hecho de lugares comunes y tal vez ese abismo que percibimos entre lo que dicen los discursos de los profesionales de la política y la realidad de la vida política sea tan grande que la confusión haya hecho presa del mundo, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados. ¿A quién creer si lo que oímos por doquier son generalmente mentiras, cosas obvias o flagrantes disparates en los que no creen ni sus propios voceros? En este mundo degradado por la falsedad y la tontería, Scruton era un contraste formidable. Sostenía a veces lo insostenible pero no había pizca en él, sobre todo en su manera de expresarse, de insinceridad o de mera pose, sino convicciones graníticas y una risueña elegancia en la manera de decirlo. En ese sentido sí que lo vamos a echar de menos: su partida genera alrededor nuestro un pavoroso vacío.

 

 

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