Veinticinco tomas finales memorables
Cerrar una película es uno de los dilemas más grandes que enfrenta un realizador a la hora de hacer un filme. No la escena final, el epílogo, el remate de la historia (normalmente escrito y planificado con bastante anterioridad al rodaje), sino la última toma (closing shot, plano final), la que viene antes -o con- los créditos finales, la imagen postrera, la que perdura en la mente y pervivirá a través de los años recontándonos la historia una y otra vez.
Muchos filmes tienen grandes finales pero pocos ese fotograma postrero, esa toma que completa de forma perfecta una película, de por sí extraordinaria, o le añade un giro final que nos deja perplejos, deseando más…
He aquí una lista, sin orden ni jerarquía, de memorables tomas finales en la historia del cine.
Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups), 1959, François Truffaut.
Antoine (Jean-Pierre Léaud), el muchacho “descarriado”, por fin realiza su sueño y llega al mar que nunca ha visto, se voltea a la cámara y la imagen se congela (recurso cinematográfico que se volvería común hasta la vulgaridad suprema) sobre su rostro enigmático. Final bellamente abierto.
Los siete samuráis (Shichinin no samurai), 1954, Akira Kurosawa.
Difícilmente habrá otra película de acción y combate capaz de elevar el lenguaje cinematográfico al nivel poético de esta magna obra. Al final nos quedamos con las cuatro catanas de los samuráis muertos en el combate final clavadas sobre un promontorio de tierra en el cementerio local.
81/2, 1963, Federico Fellini.
En este gran filme, Guido, el director de la película dentro de la película y hasta cierto punto el alter ego de Fellini, rompe su bloqueo creativo y encuentra la inspiración en los personajes variopintos que han poblado el “circo” de su vida. Al final el niño, Guido, conduce la banda de payasos por el ruedo hasta quedar solo; se apaga lentamente la luz del seguidor, negro final.
2001: odisea del espacio (2001: A Space Odyssey), 1968, Stanley Kubrick.
En su momento esta obra de ciencia ficción revolucionó y conmocionó a los espectadores. Enigmática, visualmente bella y densa en su reflexión sobre el devenir de la humanidad, luce hoy profundamente contemporánea. La imagen final del feto en la placenta cósmica nos lanza a enigmas que intencionalmente los autores no responden.
Ciudadano Kane (Citizen Kane), 1941, Orson Welles.
Para la mayoría de críticos y directores de cine la mejor película de todos los tiempos. La historia arranca planteando un misterio en torno a la última palabra del moribundo Kane (Orson Welles). Descifrando el misterio, el filme nos cuenta la acontecida vida de Kane: sus amores, su ascenso y caída, su soledad final, pero no es sino hasta los últimos cinco segundos, en el plano final, que el enigma se aclara, obligándonos a una relectura de toda la historia.
Casablanca, 1942, Michael Curtiz.
Para el gran público una favorita de siempre. Esta historia de amor, sacrificio, lealtad y patriotismo ha conmovido a varias generaciones. En palabras de Umberto Eco: “Cuando todos los arquetipos estallan desvergonzadamente, alcanzamos profundidades Homéricas. Dos clichés nos hacen reír, cien clichés nos conmueven.”
Para el cierre: “…el comienzo de una bella amistad”, Rick (Humphrey Bogart) se pierde entre la neblina y el balizaje de la pista de aterrizaje junto a su nuevo amigo, Louis (Claude Rains).
El graduado (The Graduate). 1967, Mike Nichols.
Emblemático de los años sesenta, el filme cierra con la irrupción de Ben (Dustin Hoffman) en la boda de Elaine (Katharine Ross). Ambos se fugan, se montan en un autobús y se van hacia su “final feliz”. La imagen final sobre los rostros desconcertados de ambos rompe la ensoñación, acentuada por los compases de los “Sonidos del silencio” de Simon y Garfunkel.
El planeta de los simios (Planet of the Apes), 1968, Franklin J. Schaffner.
El primero de toda una serie de filmes «simiescos» es un clásico de ciencia-ficción protagonizado por Charlton Heston ¿ha habido acaso un actor más apropiado para el rol del astronauta que llega a un planeta donde los simios mandan, y los humanos son esclavos? Momentos antes de la toma final vemos a George Taylor (Heston) -junto a Nova -(Linda Harrison) sosteniendo las riendas del caballo-, frente a una Estatua de la Libertad que semi-hundida en la arena, está inevitablemente corroyéndose al contacto con la marea. Luego, finalmente, nos quedamos a solas con el monumento caído. Al espectador le queda una pregunta -entre muchas posibles-: ¿Cuál es la diferencia entre civilización y barbarie?
Luces de la ciudad (City Lights), 1931, Charles Chaplin.
Ya en plena era del cine sonoro, Chaplin decide hacer esta maravillosa película silente. El vagabundo (Chaplin) se enamora de una vendedora de flores callejera e invidente (Virginia Cherrill). A partir de ahí, se lanza a una “cruzada” -repleta de escenas memorables y cómicas- para conseguir el dinero que permita la operación que le devolverá la vista a la muchacha. La escena final, cuando ella descubre a través del tacto de la mano que Charlot es el benefactor que ella nunca había podido ver y le entrega una rosa, es uno de los momentos mas conmovedores de la cinematografía mundial.
El club de la pelea (Fight Club), 1999, David Fincher.
Pocos directores han llevado tan lejos el tema de la masculinidad tóxica como David Fincher en este filme (adaptación de una novela de Chuck Palahniuk) con un estilo visual sorprendente, y que concluye con el protagonista -cuyo nombre nunca sabemos-, interpretado por Edward Norton, ya liberado de la influencia de Tyler (Brad Pitt), y observando, tomado de la mano con Marla (Helena Bonham-Carter), cómo cada edificio del distrito financiero explota.
Morgan, un caso clínico (Morgan: A Suitable Case for Treatment), 1966, Karel Reisz.
Fiel reflejo del cine inglés de los sesenta, Morgan es una divertida, agridulce parodia contestataria. Al final, cuando ya creemos que a Morgan (David Warner) y Leonie (Vanessa Redgrave) el “sistema” los ha doblegado y encerrado mansamente en un psiquiátrico, la cámara levanta para enseñarnos el fruto sus labores de jardinería.
Nota: en esa entonces la hoz y el martillo no eran los símbolos del terror, hambre y miseria espiritual que son hoy en día. La ignorancia -o ceguera- junto a la rebeldía es un peligroso coctel.
Más corazón que odio, Centauros del desierto (The Searchers), 1956, John Ford.
Sin duda una de las obras maestras -tiene unas cuantas- de este director. Al comienzo de este gran western, Martha (Dorothy Jordan), se asoma a la ventana de su casa, solitaria en medio de la árida llanura del oeste americano, para recibir a su cuñado, Ethan (John Wayne), veterano confederado de la Guerra Civil, que regresa después de mas de tres años ausente.
La bella toma inicial: ella de espaldas, al contraluz enmarcada por la ventana con el árido paisaje de fondo, sirve de exordio a lo que será la toma final cuando Ethan se marcha y la puerta se cierra a sus espaldas dejando la pantalla en negro. Poético final visual que cierra la elipsis narrativa.
El padrino (The Godfather), 1972, Francis Ford Coppola.
La admiración de Coppola por John Ford -al igual que Bergman, Welles, Scorsese y pare usted de contar- no solo se ve reflejada en el nombre artístico, Francis Ford, sino también en el final de la monumental saga que es El Padrino, cuando la puerta se cierra delante del rostro desconcertado de Kay (Diane Keaton); pantalla a negro.
Andrey Rublev, 1966, Andrei Tarkovsky.
Esta película, auténtica obra maestra (entre las diez mejores de cualquier clasificación), y de más de tres horas de duración, nos narra sin pretensiones biográficas la vida del pintor de iconos del siglo XV, Andrey Rublev, en la Rusia medieval, prezarista. Cargada de imágenes de un alto contenido simbólico, la película recurre a lo largo de la narración a los caballos como significantes con diversos significados. La toma final es una bella estampa de cuatro caballos plácidamente pastando a la ribera de un río bajo la lluvia.
Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind), 1939, Victor Fleming.
Una gran película épica, ganadora del Oscar en un año -1939- que sin duda alguna está entre las mejores cosechas fílmicas del cine. Ganó ocho premios Oscar (de un total de 14 nominaciones), incluyendo el de actriz principal, uno de los papeles más peleados en la historia de Hollywood. Se produjo una competencia feroz por obtenerlo durante los dos años que duró el casting, con más de 1400 candidatas (estaba claro que quedarían fuera las actrices del Norte -la muy sureña Scarlett O’ Hara jamás podría haber sido interpretada por una «Yankee«). Al final, en una decisión salomónica, todas las gringas quedaron fuera, y fue la inglesa (nacida en la India) Vivien Leigh quien se llevó el papel y el premio actoral. A su lado, un galán de galanes, Clark Gable (en el papel de Rhett Butler).
Al final, Scarlett está de pie al lado de un árbol, mirando su mansión, luego de haber visto cómo la dejaba Rhett y se alejaba, después de responder sus preguntas «¿Qué debo hacer? ¿Adónde voy a ir?», con la contundente «Frankly, my dear, I don’t give a damn» (querida, sinceramente me importa un bledo). Pero ella no pierde la esperanza de recobrarlo, porque después de todo «mañana será otro día». Un auténtico clásico.
El vagabundo (The Tramp), 1915, Charles Chaplin.
Hubiéramos podido escoger la última toma de Tiempos Modernos (Modern Times), 1936: Chaplin y Paulette Goddard, agarrados de mano, perdiéndose hacia el horizonte por una carretera solitaria, pero la misma imagen, en «El vagabundo», con Chaplin en solitario es icónica.
Él, 1953, Luis Buñuel.
Esta pequeña joya cogió cierta notoriedad cuando Jacques Lacan empezó a usarla en sus clases para ejemplificar la paranoia. Hecha dentro de todas las restricciones atávicas que la industria mejicana imponía sobre el cine, Buñuel, experto “circunvalador” de censuras, consigue entregarnos un magnifico retrato de la paranoia y el machismo. En la última toma, Francisco (Arturo de Córdova, socarronamente reemplazado en esta toma por el mismo Buñuel), ahora encapuchado en hábitos de monje, se aleja por una de las sendas del monasterio donde ha sido recluido, aparentemente curado de su enfermedad de no ser por un leve zigzagueo que nos deja con la duda de si no estará más loco que nunca.
Shane el desconocido (Shane), 1953, George Stevens.
La segunda de su llamada “Trilogia americana” (las otras dos: A Place in the Sun y Giant). Shane (Alan Ladd), un pistolero fatigado, cansado de la ley del revólver, pretende asentarse como ayudante en el pequeño rancho de la familia Starrett: Joe (Van Heflin), Marian (Jean Arthur) y el pequeño Joey (Brandon De Wilde). Más pronto que tarde aparece el pistolero Wilson (encarnado por uno de las malos más malísimos del cine: Jack Palance) contratado por el terrateniente local que aspira a apoderarse de las tierras de Starret. Shane se ve obligado a tomar las armas de nuevo. Al final vence pero es herido, no sabemos si grave, y comprende que está condenado a ser errante en una sociedad pacifica. Por eso no puede quedarse, a pesar de las súplicas de Joey con quien ha estrechado lazos de profundo afecto. Bella imagen final con Shane herido alejándose a caballo durante el crepúsculo hacia los montes en el horizonte en medio de los gritos de Joey: “Regresa Shane, Regresa”.
Muerte en Venecia (Morte a Venezia), 1971, Luchino Visconti.
Está brillante adaptación de la novela corta de Thomas Mann es un canto esteticista como su tema: belleza y decadencia. Durante su estadía en Venecia, Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde), trastocado por Visconti en músico con ribetes mahlerianos (en la novela es un escritor) se obsesiona platónicamente con el joven Tadzio (Björn Andrésen), encarnación apolínea de la belleza pura. Al final, Gustav, imagen de decrepitud, muere víctima indirecta de la epidemia de cólera en la playa del Lido. Su cuerpo inerte es trasladado por dos cuidadores.
El tercer hombre (The Third Man), 1949, Carol Reed.
Con excelente guion de Graham Greene (quien optó por escribir previamente la trama en forma de novela), «El tercer hombre» siempre es finalista en cualquier votación sobre la mejor película británica de todos los tiempos.
Orson Welles, que tenía problemas en Hollywood, decidió dar el salto a Europa, donde dirigió y colaboró en varios proyectos, entre ellos este film de Carol Reed. Su primera aparición en pantalla (el movimiento de una lámpara que muestra a Harry Lime ante la sorprendida cara de Joseph Cotten) ha sido considerada entre las mejores introducciones de un personaje en un filme. Welles hizo también un aporte al guion: hacía falta una frase para concluir la escena de la noria del Prater, en Viena, y Orson Welles se acordó de algo que había leído:
- Recuerda lo que dijo nosequién: en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras, matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!.
- El personaje amoral de Welles nos ejemplifica la pérdida del idealismo tras la Segunda Guerra Mundial. La película finaliza donde había comenzado, en un cementerio; Holly Martins (Joseph Cotten), enamorado de Anna (Alida Valli), la ve caminar hacia él, pasar a su lado -sin mirarlo, como si él no existiera-, y luego ella sale de cámara. Un final apropiado para un filme emblemático de la segunda posguerra.
Héroe (Ying xiong), 2002, Yimou Zhang.
Una de las películas visualmente más bellas jamás filmadas. La trama es sencilla, ambientada en el siglo III, periodo en el cual el Rey de Quin, Quin Shi Huang, conquista los restantes seis reinos de China y se establece como emperador. Un espadachín (Jet Li) es contratado para asesinar a los potenciales asesinos del Emperador. Cada fotograma de este filme es una obra pictórica en si misma y, por supuesto. el último fotograma también.
Una tarde de otoño (Sanma no aji), 1962, Yasujiro Ozu.
La toma final de «Una tarde de otoño» es asimismo la toma final del gran director japonés Yasujiro Ozu, quien falleció al año siguiente. En ella aparece ¿quién más? su actor-emblema, Chishû Ryû. Es un adiós «Ozunamente» perfecto: El personaje de Ryū, un viudo, acaba de casar a su única hija. Queda él en la casa vacía, en un territorio argumental definitorio de la extraordinaria cinematografía de Ozu, entre la resignada tristeza y el alivio del deber cumplido.
El manantial de la doncella (Jungfrukällan ), 1960, Ingmar Bergman.
Un gran final para una de las mayores obras maestras del cine. En «El manantial de la doncella» (se están cumpliendo sesenta años de su estreno), Max Von Sydow interpreta a un granjero medieval cuya hija es violada y asesinada por dos pastores de cabras, que pagarán con su vida por su monstruosa acción; en la toma final vemos a la doncella en brazos de sus padres, mientras los trabajadores de la finca familiar están de rodillas ante un milagro: del lugar donde reposaba el cuerpo de la doncella muerta, al levantarla sus padres, surge un manantial…
Zorba el griego, (Zorba the Greek), 1964, Michael Cacoyannis.
Basil (Alan Bates), un escritor inglés de visita en Creta, ha quedado impresionado por la personalidad arrolladora de un muy gregario Alexis Zorba (Anthony Quinn, de actuación monumental). Le pide finalmente que le enseñe a bailar, lo cual ocurre con los acordes inolvidables de la música de Mikis Theodorakis. La cámara finalmente se va alejando, mientras el baile no cesa.
M – (Eine Stadt sucht einen Mörder), 1931, Fritz Lang
Una de las obras maestras del cine alemán de entreguerras, dirigida por el austríaco Fritz Lang, y con Peter Lorre (quien gracias a su papel del asesino consolidaría su carrera internacional, con títulos posteriores como «Casablanca«, «Halcón maltés», o «Arsénico y encaje antiguo»). El subtítulo lo dice todo: «Una ciudad busca a un asesino». A un asesino de niños. La toma final es la de una madre (junto a otras dos señoras tan compungidas como ella), que luego de que el juez principal del juicio comienza la sentencia -seguramente condenatoria-, afirmando «en nombre del pueblo…», con lágrimas en los ojos ella dice: «ello no traerá de vuelta a nuestros hijos: debemos cuidar mejor a nuestros hijos».
No podemos cerrar este listado sin incluir la última toma (penúltima si tenemos en cuenta la toma de los créditos finales) del Pasajero (The Passenger, protagonizada por Jack Nicholson y Maria Schneider), 1975, de Michelangelo Antonioni; sin duda uno de los grandes logros cinematográficos de la historia del cine. Esa larga toma, siete minutos, en realidad lo que llaman en el argot un plano secuencia, sigue siendo un prodigio, no solo por la dificultad técnica de su realización y su belleza intrínseca sino también por la forma extraordinaria en que cierra la narración: