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Venezuela: cuando votar dejó de tener sentido

El 25 de mayo pasó sin pena ni gloria por las calles venezolanas. Con un sistema electoral vaciado de sentido, lo ocurrido no fue una elección, sino una coreografía del poder para simular normalidad donde ya no queda democracia.

Una urna electoral durante las elecciones parlamentarias en Miranda, Venezuela (25 de mayo de 2025). GETTY

El domingo 25 de Mayo lució silencioso y plácido en las calles venezolanas, pese a haber una convocatoria electoral. O quizás precisamente por ello. La oposición liderada por María Corina Machado había llamado al boicot, y la gente parecía hacer caso. El proceso tuvo una abstención de cerca del 60% si le creemos a las cifras oficiales, y cerca del 85% si confiamos en observadores independientes. Al día siguiente, en la televisora oficial, Jorge Rodríguez anunciaba con aparente entusiasmo la primicia del resultado electoral: 23 de las 24 gobernaciones y el 90% de los escaños parlamentarios eran para el oficialismo. Rodríguez es presidente del parlamento saliente, hermano de la vicepresidenta Delcy, y como figura preponderante del gobierno de Maduro ha pasado por variadas carteras del gabinete presidencial, pero no está formalmente vinculado a la institución electoral ni tendría por qué dar resultados de una elección antes que el árbitro. Es solo un detalle más, que muestra el irrespeto por las formas que impera en el alto gobierno.

Las elecciones del 25 de mayo de 2025 en Venezuela no pueden ser analizadas de forma aislada, pues es una jornada electoral que no se explica sin entender lo ocurrido el 28 de julio de 2024, una elección presidencial que anuló todo el valor del sufragio como vía de transformación política. El verdadero parteaguas fue el 28J y todo lo que ha venido después debe leerse como un reacomodo autoritario para cerrar aún más los espacios democráticos. A diez meses de aquella elección, el Consejo Nacional Electoral (CNE) aún no ha ofrecido resultados desagregados ni ha publicado datos oficiales en su portal web. No hay actas oficiales disponibles, y los únicos elementos técnicos útiles para reconstruir lo ocurrido vinieron del trabajo de la oposición, yla certeza de un resultado de 67 a 30, a favor de Edmundo González Urrutia. Lo único que quedó claro fue el mensaje del 29 de Julio, tras proclamarse fraudulentamente a Maduro: el camino electoral, tal como lo conocíamos, se ha cerrado.

A lo largo de las más de dos décadas de chavismo, el sistema electoral venezolano fue perdiendo garantías, pero mantenía una arquitectura técnica que permitía monitorear y auditar los procesos. Había cronogramas preestablecidos, automatización, testigos en las mesas, observación internacional y mecanismos de verificación que, incluso con condiciones desiguales, hacían posible al menos denunciar irregularidades. Fue justamente eso lo que permitió identificar el fraude en 2024. La persecución a testigos y el asedio contra la sociedad civil que siguió en los días posteriores al 28J, no dejaron dudas: el régimen ya no necesitaba siquiera simular una democracia funcional. Ese mensaje se repitió para la elección de gobernadores y parlamentarios del 25 de Mayo: la falta de publicación de un cronograma oficial, la inexistencia de una página web del árbitro electoral, eliminación del código QR de las actas, la supresión del total de electores por mesa en los comprobantes impresos, fueron todos mensajes de opacidad y máxima discrecionalidad en la administración de la elección.

De elecciones a ejercicios simbólicos

El politólogo Adam Przeworski ha descrito tres condiciones esenciales para considerar una elección como democrática: incertidumbre ex ante, irreversibilidad ex post y replicabilidad bajo las mismas reglas. Venezuela no cumple ninguna. Desde el momento en que se anunció el adelanto de las elecciones regionales y legislativas sin haber publicado los resultados presidenciales, hubo certidumbre sobre los ganadores, se desdibujó la posibilidad de alternancia y se impuso un marco normativo hecho a medida para sostener el poder.

Lo vivido el 25M se asemeja más a los ejercicios de “consulta” arbitraria que el chavismo ha promovido en otros momentos –como las elecciones internas del PSUV, el referéndum sobre el Esequibo o las votaciones para jueces de paz– que a unos comicios con estándares internacionales mínimos. En todas ellas, se privilegió la discrecionalidad del aparato estatal y se eliminó cualquier atisbo de competencia real. Así, las elecciones ya no funcionan como mecanismo de alternancia sino como escenografía legitimadora.

En simultáneo a las elecciones locales, el gobierno convocó (sin aviso, sin contexto institucional y sin base legal clara) a una elección de gobernador para el “Estado Esequibo”, una entidad territorial que no existe en el ordenamiento jurídico venezolano, y que forma parte de un litigio internacional con Guyana. Los votantes fueron ciudadanos residentes en municipios periféricos al “territorio en reclamación”. El objetivo no era administrativo ni de representación: era simbólico, geopolítico y confrontacional.

Maduro busca tensar la cuerda con Guyana en momentos en que el país vecino vive un auge petrolero sin precedentes. Luego de décadas de negligencia institucional frente al reclamo sobre el Esequibo, y tras dejar vencer decenas de plazos en la vía diplomática, el gobierno ahora adopta una postura maximalista y provocadora. No reconoce la competencia de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), pero se prepara para un escenario de conflicto, anticipando una decisión que probablemente no le será favorable.

Nombrar un gobernador para el Esequibo sin control efectivo del territorio no resuelve el diferendo: lo agrava. Y revela que lo que está en juego no es soberanía ni derecho histórico, sino capacidad de negociación en un tablero más amplio: el del petróleo, las sanciones y la política exterior.

Petróleo, política y Venezuela

Romulo Betancourt tituló una de sus obras más conocidas “Venezuela, política y petróleo”. Hoy podría reescribirse como “Petróleo, política y Venezuela”. El petróleo es cada vez más el eje sobre el cual se articula la política interna y externa del país. Esto se refleja también en las pugnas dentro de la administración Trump, que hoy marca el ritmo de la relación bilateral.

Por un lado, el ala dura encabezada por Marco Rubio y los congresistas de Florida presiona para reducir al mínimo las operaciones petroleras de empresas como Chevron en Venezuela, bajo el argumento de no financiar al régimen. Por otro lado, figuras como Richard Grenell, enviado especial de Trump, y el influyente empresario Harry Sargeant, promueven una línea más pragmática: permitir cierta apertura petrolera para evitar que el crudo venezolano fluya hacia China y Rusia. No es casualidad que estas tensiones internas coincidan con cada ciclo electoral en Venezuela: el petróleo no es solo recurso, es argumento de poder.

A sabiendas de esta prioridad geopolítica, María Corina Machado ha tenido una postura clara con interlocutores internacionales que enfatiza el enorme potencial energético de Venezuela. Ha hecho una propuesta que busca brindar al mundo “oportunidades de inversión únicas” en el sector energético del país, y triplicar la producción a más de 3 millones de barriles diarios para convertir a Venezuela en el “centro energético de las Américas”. Sobre la licencia de Chevron ha dicho que “Necesitamos que mantengan una operación mínima en la que no aporten recursos al régimen, pero que estén preparados para cuando llegue el momento de invertir fuertemente en Venezuela”.

Jugar a la “microdemocracia” para el control total

Lo que se configura en Venezuela no es nuevo, pero sí más sofisticado. Se trata de lo que podría llamarse una “microdemocracia” en un régimen con control total del poder nacional, que permite ejercicios locales de participación sin consecuencias reales. Presupuestos participativos, elecciones comunales o consultas populares son mecanismos que entretienen a la ciudadanía, canalizan ciertas demandas y simulan una pluralidad que no existe en el vértice del poder. Hacia allí podrían ir las reformas constitucionales que Maduro pretende hacer desde el nuevo parlamento.

Este modelo permite a Maduro sostener una doble narrativa: hacia afuera, ofrece la imagen de una democracia electoral con participación constante; hacia adentro, utiliza cada evento para dividir, debilitar y distraer a las fuerzas democráticas. La convocatoria apresurada a las elecciones del 25M, sin cronograma público, sin observación, con represión y hostigamiento a los actores, y sin posibilidades de auditar el sistema, respondió a esa lógica. No se trataba de tanto de renovar el Parlamento o los gobiernos regionales, como de romper con el consenso que habían logrado las fuerzas opositoras en 2023 y 2024, particularmente en torno a la candidatura de María Corina Machado y Edmundo González. Al buscar convertir el voto en un dilema árido entre participar o no, el oficialismo buscaba desplazar el foco de la unidad estratégica hacia la fragmentación táctica.

¿Tiene sentido votar?

Frente a este panorama, la pregunta es inevitable: ¿vale la pena votar? La respuesta, como tantas veces en política, depende del contexto y del objetivo. Si se vota bajo la idea de que un acto masivo de sufragio podrá producir un cambio institucional, la evidencia sugiere que no. Pero si el voto se inscribe en una estrategia más amplia, que combine presión interna, articulación internacional y movilización ciudadana sostenida, entonces puede ser una herramienta útil.

El problema es que esa estrategia más amplia no se manifestó con claridad durante el 25M. Las fuerzas que promovieron el voto no lograron articular un discurso que conectara el acto de sufragar con un proyecto político de transformación. Tampoco se logró explicar por qué votar podía ser útil, ni cómo se protegería el resultado. Sin esa narrativa, el voto quedó desnudo, expuesto como un gesto simbólico sin consecuencias.

Más allá de los resultados, imposibles de ser auditables o verificables, lo que dejó el 25M es consecuencia de la historia política reciente de Venezuela. Ya no se trata de denunciar condiciones desiguales o irregularidades puntuales. Lo que ha colapsado es el sistema mismo. El ritual electoral ha sido vaciado de contenido, y el país se enfrenta a un escenario donde la ruta cívica e institucional para el cambio ha sido clausurada, al menos en su forma tradicional.

Sin embargo, la historia de Venezuela, y la de muchos otros países, demuestra que los regímenes autoritarios no son eternos y que la ciudadanía encuentra nuevas formas de expresarse, incluso en condiciones extremas. Las protestas del 2017, la elección de la Asamblea Nacional en 2015, y más recientemente la organización civil en torno al proceso de primarias opositoras en 2023, son pruebas de que la voluntad democrática sigue viva.

La tarea ahora es evitar el pensamiento binario. No se trata de elegir entre votar o no votar, sino de construir una estrategia integral que recupere el sentido de lo político, incluso en un contexto de dictadura. Y eso exige liderazgo, pedagogía democrática, y sobre todo, reconstruir la confianza entre actores diversos que han demostrado que, cuando actúan con unidad y claridad, pueden generar esperanzas reales.

 

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