Venezuela hacia el abismo
En un capítulo de la muy exitosa serie televisa “House of cards”, su siniestro protagonista, Frank Underwood, diputado al Congreso de Estados Unidos, vicepresidente de la república y finalmente su presidente, recita de memoria el párrafo inicial de Historia de dos ciudades, la novela de Charles Dickens que se desarrolla entre Londres y París, en el marco de la revolución francesa. “Era el mejor de los tiempos”, dice, “el peor de los tiempos, tiempo de sabiduría, tiempo de banalidades, época de creencias, época de incredulidad, temporada de luz, temporada de oscuridad, primavera de esperanza, invierno de desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada, íbamos directamente al cielo, íbamos todos en la dirección opuesta…”
Esta descripción de contradicciones esenciales en un universo de confusión y delirio revolucionario también podría haberse hecho de la Venezuela desconcertante que surgía de las elecciones generales de 1998, a la vista del régimen que se iniciaba entonces y cuya naturaleza muchos prefieren pasar por alto todavía. Aunque tras 16 años de “revolución” su naturaleza turbia, antidemocrática y socialista a la manera cubana nos haya colocado a un paso del abismo.
No vale la pena mirar atrás para quejarnos de nuestra mala suerte o flagelarnos. Ni siquiera para señalar a los culpables, del gobierno y de la oposición. Lo único que importa ahora es definir el inexorable camino que debemos emprender cuanto antes para apartar la nación del despeñadero y devolverle a los ciudadanos la esperanza en un futuro de luz.
Según todas las encuestas, incluso las menos confiables, la mayoría de los venezolanos coinciden en calificar de desolado el presente y el futuro de Venezuela, y coinciden en atribuirle la responsabilidad de esta monumental catástrofe a Nicolás Maduro. La conclusión a la que llegan es lógica e inevitable: Venezuela no puede esperar hasta el 2019 para cambiar de rumbo. Todos esperan, sin embargo, que la solución de esta gran crisis nacional se alcance en paz y de acuerdo con el texto constitucional.
Este es el pretexto que invocan desde el 2003 los dirigentes de los partidos políticos tradicionales para explicar por qué, en lugar de oponerse al régimen en todas las instancias constitucionales posibles, ignoran la causa esencial del desastre actual, hacen como si viviéramos en una democracia casi perfecta y sólo se empeñan en conservar los insignificantes espacios políticos y burocráticos que les conceden desde Miraflores. Este es el origen de la inaudita existencia de una oposición resuelta a no hacer oposición. Para no provocar a los autócratas que nos gobiernan. No vaya a ser que…
Ahora, en vísperas de unas elecciones parlamentarias que nadie sabe cuándo se celebrarán, si es que al fin el CNE chavista las convoca, esas organizaciones políticas se aferran una vez más a los hábitos de nuestro pasado democrático y electoral, como si a alguien en Venezuela le importaran para algo sus trasnochados desvelos individuales, la identidad partidista de agrupaciones sociales invisibles o sus feroces rebatiñas por alguna candidatura intrascendente y nada más, abandonando en cambio a sus presuntos electores a la soledad desesperada a que los condena la cruel existencial impuesta por una situación cotidiana de inseguridad, corrupción, colapso de los servicios públicos de asistencia médica y educación, agua y electricidad, escasez opresora, hiperinflación y maxidevaluación diaria del bolívar.
Y así, ante la mirada impávida de estos campeones del fracaso sin remedio, mientras Maduro sigue viajando tranquilamente por el mundo, ahora por quinta vez a Moscú, Venezuela se precipita a toda velocidad hacia el abismo sin fondo de la peor ruina moral, política y material de su historia.