Una peculiar atmósfera emocional marca el clima de opinión en esta etapa previa a las elecciones legislativas. La precampaña y la campaña apuntan a parecerse más a un acto reflexivo que a un carnaval electoral. Estamos en estado de suspenso colectivo. El escenario huele a transición. Pero nadie parece querer tomársela a pecho. Ni gobernantes ni opositores. Ni encuestadores ni encuestados. Entramos en un opaco túnel de prudente expectativa.
Los del poder cometen los abusos y ejercen el ventajismo electoral de siempre, pero ya no se muestran tan arrogantes y seguros como antes. Del contundente «Los haremos polvo cósmico» de Hugo Chávez hemos pasado al titubeante «Estas son las elecciones más difíciles a las que nos hemos enfrentado», de Nicolás Maduro.A pesar de que todas las encuestas le dan una ventaja notoria, tampoco la oposición es triunfalista. Nadie quiere desengaños. «Hay que votar y defender los votos uno a uno» es lo que se escucha de sus líderes con frecuencia.Los encuestadores también son comedidos. Indican una brecha de 20% promedio a favor de la oposición. Pero advierten la necesidad de ser cautos porque esa es una cifra nacional y la del 6-D es una elección de circuitos. En estos casos, dicen, dos más dos no necesariamente suma cuatro. Internacionalmente hay un alerta. Países antes aliados del gobierno ahora guardan prudente distancia. Otros, como Estados Unidos, afinan sus ataques. Brasil se distancia argumentando que en Venezuela no hay garantías para una «observación objetiva e imparcial». La calle también habla. Resulta revelador el tono valiente que han asumido los electores que irán a votar «No» contra el proyecto rojo. Quienes años atrás decían: «Para qué voy a votar si ya todo está arreglado», ahora dicen: «Se que nos van a robar otra vez, pero igual iré a votar para hacérselas más difícil». Las elecciones legislativas del 6-D se han convertido en una especie de muro de contención al desespero diario de millones. Los ciudadanos, desencantados, postergan la ira hasta la fecha. Ya nadie se hace ilusiones sobre una salida fácil. Pero esa parte de la población que expresa con claridad su descontento, aprecia la situación nacional como crítica y hace responsable de la catástrofe al gobierno de Maduro, pareciera percibir que aunque no signifique el fin de este gobierno, un triunfo de los sectores democráticos podría convertirse en plomo en el ala del proyecto rojo que abra las puertas de una transición. Las transiciones son imprevisibles. Las democráticas, las que no implican sangre ni guerra ni golpes de Estado, son generalmente el resultado de sabias negociaciones e inesperadas actuaciones de figuras pertenecientes al régimen en caída. Lo saben muy bien los chilenos que pasaron horas en vilo esperando los resultados del plebiscito de 1990, hasta que Fernando Matthei, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, se adelantó a los hechos reconociendo ante los periodistas el triunfo del No. Lo saben también los españoles que tienen en su haber un proceso político sofisticado que permitió pasar, sin sobresaltos, del poder omnímodo de Franco a la vida democrática, en la que Adolfo Suárez, figura proveniente del franquismo, jugó un papel paciente y estelar. Otros pueblos, en cambio, saben los costos y el sufrimiento generados por quienes no quisieron negociar la paz a tiempo. Los nicaragüenses, que por la ortodoxia sandinista y el empecinamiento del gobierno Reagan dejaron para siempre la herida de los 28.000 muertos de la guerra con la Contra. O los sirios, convertidos hoy en millares de parias buscando refugio en Europa por la guerra civil que Bashar al-Asad no quiso evitar. El 6-D se perfila como un día decisivo. Una inflexión histórica. Para bien o para mal. Para la democracia o para la instauración sin máscara del totalitarismo. Al día siguiente nada será igual. Con el aliento contenido, eludiendo con cuidado las provocaciones oficiales, los demócratas venezolanos silenciosamente hemos convertido ese domingo de diciembre en algo así como el Día de la Esperanza. |