Venezuela: Una Constituyente para el cambio
Por iniciativa ciudadana se comenzó en todo el país, el domingo 28 de septiembre, la recolección de las firmas necesarias para impulsar un proceso constituyente con el objetivo de relegitimar las instituciones públicas fundamentales, recuperar la democracia y normalizar la vida del país. Esta iniciativa consagrada en la Constitución Bolivariana, en su artículo 347, establece que el pueblo venezolano “es el depositario del poder constituyente originario” y por tanto, “en ejercicio de dicho poder, puede convocar una Asamblea Constituyente, crear un nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva Constitución”.
A la cívica y democrática tarea se sumaron diversos sectores entre los cuales se encuentra Voluntad Popular (VP), Venezuela Constituyente, el Movimiento Ecológico, Ciudadano Común, militantes y dirigentes de distintos partidos pertenecientes a la Mesa de la Unidad (MUD), así como numerosos grupos regionales, municipales, vecinales, profesionales, laborales y estudiantiles.
La propuesta planteada intenta canalizar el creciente malestar colectivo y dar una respuesta cierta y creíble a la grave crisis que atraviesa Venezuela. Es una respuesta apegada estrictamente al ordenamiento jurídico establecido en la misma carta magna aprobada por la Asamblea Constituyente que en 1999 convocó el entonces recién electo Presidente Hugo Chávez. Aquella convocatoria se sustentó en la necesidad de superar el colapso del sistema político que nos gobernó democráticamente a partir del 23 de enero de 1958, para crear mediante la consulta al pueblo un nuevo modelo de democracia participativa y protagónica. En ese entonces el país venía de una angustiosa inestabilidad originada en la pérdida de credibilidad hacia la misma dirigencia que décadas atrás había consolidado un modelo democrático, pluralista y alternativo, visto durante mucho tiempo como ejemplar para el resto de América Latina. La crisis económica que se desata en los inicios del gobierno de Carlos Andrés Pérez y los ajustes implementados por éste, produjeron un cruento estallido social en febrero de 1989 y estimularon la conspiración militar materializada en los violentos alzamientos del 4 de febrero y el 22 de noviembre de 1992.
La década que comprende a los segundos gobiernos de Pérez y Caldera marcan el final de una etapa histórica en la que se agota el modelo político democrático de partidos. La Asamblea Constituyente de 1999 se presentó en aquella oportunidad como un canal para transformar, mediante el ejercicio del poder soberano, el modelo político económico y social y solucionar la crisis que el país venía sufriendo de manera cada vez más intensa. Su convocatoria fue la bandera fundamental del candidato Chávez quien la ofreció como un medio para abrir nuevos caminos de participación. Es de recordar que esta propuesta era compartida y auspiciada por sectores democráticos que habían visto fracasar el intento de reforma de la Constitución de 1961, tarea emprendida y coordinada en el entonces Congreso de la República por el senador vitalicio Rafael Caldera.
Si en 1999 se invocó la soberanía popular para redefinir el modelo de país, y para impulsar transformaciones capaces de superar la crisis, esa invocación adquiere aún mayor vigencia en los tiempos presentes. Hoy la conflictividad social y política se ha incrementado en unos niveles que erosionan peligrosa y progresivamente la paz de la república y la sumergen en un caos inmanejable. Los altos jerarcas del régimen, responsables de la corrupción más gigantesca en la historia de nuestra nación y de nuestro continente, no pueden explicar y mucho menos enderezar los graves entuertos productos de la incapacidad, el latrocinio y la intoxicación ideológica. Colocada Venezuela en una de las encrucijadas más peligrosas de su historia, necesita tomar en sus manos la única y legítima opción pacífica posible: La convocatoria a una Asamblea Constituyente por iniciativa popular.
Todas las encuestas de opinión publicadas en los últimos meses evidencian el gigantesco repudio al mandato de Nicolás Maduro. Los cuestionamientos a la legitimidad de origen del actual gobierno, expresados luego de las elecciones presidenciales por el candidato opositor, por los jefes de Comando Simón Bolívar y por el entonces Secretario General de la MUD, han adquirido mayor consistencia y han sido comprendidos cabalmente por la población al ilegitimarse el desempeño de una gestión, realizada en contra del ordenamiento constitucional y en abierta violación de los derechos ciudadanos.
El régimen, suprimiendo la propiedad privada, destruye impunemente el capital productivo y el empleo de centenares de miles de trabajadores; negando las libertades públicas fundamentales silencia la información y la opinión, impide la adquisición del papel a los diarios independientes, establece la censura y regresa a los tiempos del exilio, la tortura y la prisión política. En abierta violación de la libertad de enseñanza, a través del Ministerio de Educación desarrolla un plan de ideologización totalitaria, impone textos y programas en función del mito socialista y del culto a la personalidad de Hugo Chávez y acosa a la educación no oficial con el objetivo de eliminarla progresivamente. Entregando la soberanía nacional se subordinan las decisiones de gobierno a las de la dictadura cubana a la que se le permiten inaceptables injerencias en la seguridad del Estado y en las Fuerzas Armadas. Mientras tanto nuestras extensas fronteras son controladas por las narco-guerrillas colombianas; la histórica reclamación sobre el Territorio Esequibo se congela en el secretismo más absoluto, Guyana consolida su posesión en ese territorio y amenaza con extenderse sobre nuestro mar territorial. La política económica ha sido, igualmente, un factor esencial en la pérdida de soberanía. La alimentación de nuestra población y la adquisición de la casi totalidad de los productos que consumimos dependen del mercado externo. Nuestro petróleo, convertido en la única gran fuente de ingresos, es groseramente hipotecado en manos de potencias extranjeras. PDVSA se encuentra en la ruina total, en medio de una gigantesca deuda, de corrupción y negociados. Las deudas públicas interna y externa del país son las más grandes de nuestra historia, a pesar de ser estos 15 años de chavismo los de mayores ingresos en nuestra vida republicana. Otros países latinoamericanos, con menores recursos, se encuentran en mejores condiciones de desarrollo político económico y social, han superado la inflación y la escasez, compiten con sus productos en los mercados internacionales y viven en la plenitud de la vida democrática.
El país es gobernado por un partido cuyo poder se sustenta en el discrecional manejo de la administración pública y en el respaldo de una cúpula militar que, en abierta violación de la constitución, amarra el destino de la institución armada a los objetivos políticos de una dictadura de carácter totalitario. La represión se ha convertida en práctica permanente contra la disidencia. El parlamento, la contraloría, y los tribunales dejaron de ser las instituciones para dirimir civilizadamente las controversias, garantizar el pulcro manejo de los recursos del Estado y aplicar las leyes con sentido de justicia para todos. Estos y muchos otros atropellos impunemente cometidos, han liquidado el Estado de Derecho, la convivencia pacífica y el espíritu solidario que caracterizó a la sociedad venezolana. Ese espíritu solidario que distinguió a Venezuela en nuestro continente y en el mundo fue sustituido por el odio, la intolerancia y la división radical de clases y credos. La violencia, la delincuencia común y la delincuencia política pasaron a ser, gracias a esa realidad creada por el gobierno, los instrumentos destinados a paralizar, a través del miedo y el terror, las respuestas y los reclamos de la sociedad democrática.
La terrible situación que vivimos justifica, como nunca antes, la convocatoria del pueblo soberano a la decisión de su propio destino. Permitir la continuación del proceso de destrucción nacional sin activar el mecanismo constitucional para lograr el cambio democrático, pacífico, urgente, profundo e incluyente, sería una grave equivocación histórica de la oposición venezolana.
La opinión pública expresa a través de todas las encuestas su deseo de relevar a los gobernantes y sustituir al régimen. El gobierno lo sabe, y por eso al iniciarse el proceso destinado a juntar las firmas requeridas para activar la Asamblea Constituyente, el CNE califica como ilegal la iniciativa, mientras dicte las normas que a su juicio “garanticen principios de certeza, seguridad, exactitud y pulcritud en el ejercicio de este derecho constitucional”. Es decir, un derecho de los ciudadanos, consagrado en la suprema ley de la república, se suspende indefinidamente hasta tanto el gobierno imponga unilateral y abusivamente sus reglas de juego. Ya el CNE hizo algo parecido, al establecer un arbitrario reglamento del revocatorio presidencial y de los demás funcionarios electos popularmente. Según este reglamento, la recolección de adhesiones queda bajo su control exclusivo, estableciendo “un plazo máximo de 3 días” para lograr la firmas requeridas, constituidas por el 20 % de electores, con el uso de capta huellas y solamente en los sitios que el organismo electoral decida previamente.
Ante su dramático desplome, pretende el régimen impedir la expresión democrática de la voluntad ciudadana. Frente a tal pretensión el reto opositor es lograr un CNE imparcial y la conquista de limpias condiciones en el ejercicio del sufragio, como requisito irrenunciable y previo a cualquier acto de votación.