Verdi: Héroe nacional en una Italia convulsa
Como recordó Félix de Azúa en su discurso de ingreso en la RAE y documenta Gonzalo Ugidos, los caminos del arte y la ciencia no se entienden y, sobre todo, serían más aburridos de no existir la chiripa y la serendipia, el hallazgo casual que surge mientras se busca otra cosa. Cuando Giuseppe Verdi se encontró con el perspicaz empresario de La Scala, Bartolomeo Merelli, un día de enero de 1841 estaba lejos de imaginar cuánto iba a cambiar su fortuna en breve plazo.
No estaba el maestro en su mejor momento aquella noche de nieve en Milán. Había perdido en dos años a sus dos hijos pequeños y a su mujer, ésta última mientras escribía la ópera cómica Un giorno di regno. No es extraño que el estreno resultara un fiasco total: ni el ánimo del compositor era el más indicado para bromas ni la elección de los intérpretes fue la más feliz.
La mente de Verdi emitía señales de alarma. Sobrepasado por el sufrimiento, decía que había perdido a sus tres seres más queridos «en tres meses«. En lo tocante a su carrera profesional, aseguraba que iba a dejar la música y a pasar los días leyendo novelas malas.
Es este Verdi desolado y sin un chavo, que apenas ha podido calentar el estómago con un plato de sopa en todo el día, quien se topa con Merelli, que se las ingenia para despertar el interés del artista sin que parezca que ignora su dolor. Le cuenta que Otto Nicolai, entonces en el apogeo de su éxito musical en Italia, ha rechazado un libreto de Temistocle Solera sobre el rey Nabucodonosor y la opresión de los hebreos y le sugiere que le eche un ojo. Sin compromiso, ya sabe que ahora mismo no quiere componer…
El maestro se lleva el manuscrito de mala gana y, en cuanto llega a la casa, lo tira sobre la mesa; al caerse al suelo queda abierto por una página donde sus ojos leen: «Va, pensiero, sull’ali dorate» (Vuela, pensamiento, sobre alas doradas). El pasaje le conmueve porque «era casi una glosa de la Biblia«, cuya lectura siempre le había deleitado, comentará él mismo.
Pero Verdi sigue firme en su determinación de no trabajar más con música y se va a dormir. El caso es que no puede pegar ojo porque esos versos se le han metido en la cabeza. Tiene que levantarse para leer todo el libreto, y lo hace no una, sino hasta tres veces, de modo que al amanecer se lo sabe casi de memoria.
Al día siguiente se presenta en La Scala decidido a devolverle el libro a Merelli. «¿No es hermoso?«, le pregunta el empresario. «Muy hermoso», concede Verdi. «Pues entonces ponle música», ataca aquel, buen conocedor de cómo funciona el cerebro de un artista. «Jamás se me ocurriría», se cierra en banda el músico. A continuación, Merelli le mete el manuscrito en el bolsillo del gabán y lo saca del despacho gritándole: «¡Ponle música!».
El compositor relatará luego: «¿Qué podía hacer yo? Regresé a casa con el Nabucco en el bolsillo. Un día una línea, otro día otra, una nota aquí y una frase allá y poco a poco la ópera quedó compuesta». Sencillo. El grueso de la partitura lo escribe en la primavera y el verano; para otoño está completa. El estreno se programa para el 9 de marzo siguiente en La Scala con una mujer en el endiablado papel de Abigaille, Peppina Streponi, que se convertirá en su esposa hasta el final de los días de ambos.
Antes de eso, la música fresca y radicalmente nueva creada por Verdi había empezado a calar hondo entre quienes trabajaban en el teatro. Según el musicólogo mexicano Alberto Askenazi, no había manera de que carpinteros y tramoyistas hicieran nada durante los ensayos porque se quedaban con la boca abierta escuchando aquellos acordes, en especial el coro de los hebreos. Pero había algo más.
No puede descartarse en absoluto que Solera hubiera elegido con todo el tino del mundo un argumento que trataba de esclavitud y liberación, aunque se situara en época remota (por disimular, digamos), para ofrecerlo a un público, el italiano, que ansiaba sacar la cabeza de su propio yugo, el austriaco. El rey Vittorio Emanuel simbolizaba esa ansia de libertad, de manera que tras el estreno triunfal de Nabucco -coreado en el mismo teatro y en las cantinas- el ingenio popular se puso a maquinar y en pocas horas dio sus frutos.
Las paredes amanecieron con pintadas que rezaban «¡Viva Verdi!» y, en clave (usando el apellido del autor como acrónimo), querían decir: «¡Viva Vittorio Emanuel, rey de Italia!». Así pasó Verdi a ser de la noche a la mañana un héroe nacional completamente inesperado y el músico más celebrado de Italia. No muchos años más tarde, cuando George Henschel quiso enviarle una partitura, le dijo que bastaba con estas señas: «Maestro Verdi. Italia».
Video de Va Pensiero por el Coro del Metropolitan Ópera House de Nueva York en una producción del MET en 2002.