Villasmil / Cataluña, la muerte del centro
Tengo amigos catalanes muy queridos, así como amigos y conocidos que, sin ser nativos, son amantes de Cataluña (o Catalunya, que cada quien lo escriba como quiera). Por meses, desde que se iniciara la actual crisis que acapara la atención general, los he visto sufrir por esa tierra. Deseando que no se produjera ese choque de trenes radicales que, a medida que la tensión política aumentaba, destruía toda razón en el altar de las emociones desbocadas.
No voy a tocar en este nota, una vez más, las razones y sinrazones que defiende cada parte. Bastantes artículos y ensayos se han escrito al respecto, y presumo que el amigo lector ya ha tomado posición, o al menos ha leído sobre ello.
Entre las víctimas más obvias en todo este proceso enloquecido han estado las posturas equilibradas, las de centro. Héctor Abad Faciolince, el escritor colombiano, ha escrito recientemente una muy buena nota en la cual destaca lo que caracteriza a una persona centrista, una persona que “sabe mantener el centro”: no insulta, no calumnia, no polariza. Plantea planes y soluciones. No es extremista ni populista, sino realista. Sus banderas negativas son contra la corrupción y el clientelismo. Las positivas, por la educación, la ciencia, la equidad y el emprendimiento”.
Hablar de la muerte de las posturas de centro es hablar de la muerte de la política. Una vez más, recordemos las sabias palabras de Hannah Arendt sobre qué es la política, qué la caracteriza.
Para la filósofa alemana, la política se basa en el hecho de la relación plural entre los seres humanos. Este pluralismo –condición esencial de la política- se expresa tanto en la acción (praxis), como mediante la palabra, el discurso (logos). Palabra y acción son las formas que tenemos las personas, como seres iguales, para distinguirnos y para revelarnos como sujetos morales que eligen, que deciden. Distinción e igualdad son signos característicos de la pluralidad.
“Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro”. “Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse” (ambas citas de la obra de Arendt “La condición humana”).
Esa distinción bajo condiciones de igualdad es negada una y otra vez por toda forma totalitaria de gobierno, bien sea de derecha o de izquierda, que siempre erige como tótem supremo de adoración al Estado y al Líder Supremo. Y, mediante ello, se le niega a la política su sentido esencial: La libertad.
Toda persona que se relaciona políticamente es “un ser que actúa bajo condiciones de igualdad en el terreno público”, la zona de encuentro de seres humanos dispuestos a dialogar y llegar a acuerdos sobre aquellos temas que les son comunes, y gracias a ello, ser autónomos, libres. En tal sentido, actuar políticamente no es solo una posibilidad, sino incluso un deber.
Ya que la política “trata del estar juntos”, a medida que se actúa y dialoga, con medios y fines positivos en función del bien común, se fortalece la identidad ciudadana de cada uno, y así se realiza y robustece la libertad personal.
La asociación voluntaria para un fin público, un fin colectivo, presupone por ende la condición humana en sus vertientes de pluralidad, igualdad y diversidad. Las tres han desaparecido, hace tiempo, del debate catalán. Como desaparecieron de la sociedad venezolana –que se fue convirtiendo progresivamente en anti-política- desde el primer día de la llegada del poder de Hugo Chávez y su banda de malhechores.
Los actores protagonistas del debate público que defienden posturas populistas –llámense hoy Trump, Le Pen, Mélenchon, Iglesias, Maduro, Kirchner, Ortega o Evo Morales- en su promiscuidad ideológica, son destructores de una polis plural, del diálogo político. Por ello, su ataque despiadado a toda postura centrista, su deseo de “radicalizar” todo debate, de reducir la realidad a “ellos versus nosotros”, “buenos y malos”, “ricos y pobres’, “progresistas o reaccionarios”, etc. Ese empobrecimiento de la realidad, ese maniqueísmo expresivo, ha sido signo esencial, por ejemplo, del marxismo en sus variadas familias.
El totalitarismo y las variadas formas de populismo han tenido como un objetivo fundamental el aislamiento destructor de la vida pública, de la acción en el espacio de la polis, de la política, de la actividad pública en conjunto entre las personas. “El individuo en su aislamiento nunca es libre; sólo puede serlo cuando pisa y actúa sobre el suelo de la polis” (Arendt, “Qué es la política”).
Me temo que el resultado del desencuentro que se da hoy en Cataluña traerá consecuencias negativas para uno de los países con más rica historia, más querido y respetado en Europa, que desde 1978 estaba por primera vez desarrollándose bajo condiciones de una democracia plural, dialógica y con instituciones públicas que tenían como base las autonomías entre las diversas y ricas expresiones regionales y locales que la han caracterizado siempre.
Cualquier arreglo y solución futura debe pasar (más allá del actual ruido enceguecedor de conciencias, de los insultos, de los desencuentros, de las emociones desbocadas y sin control por parte de la razón), por el abandono de las posturas anti-políticas, del radicalismo enceguecedor, de la descalificación, de la mentira institucionalizada, de la subversión de la realidad, y el retorno de la política –es decir del pluralismo, de la diversidad, de la igualdad, y del respeto hacia ellos de todos los actores-.
Todo político centrista defiende y acepta que, como afirmara Arendt, la libertad –no la igualdad, tan defendida por los diversos socialismos- es la categoría fundamental de la política. Por ello celebramos victorias centristas como la de Angela Merkel, y debemos lamentar aquellas situaciones que no solo no se resuelven políticamente, sino que agitan la sinrazón y abren la caja de los truenos.