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Villasmil: Cuenta tus bendiciones

Una aberrante y peligrosa costumbre que se está dando en las redes sociales consiste en dividir a los venezolanos en dos categorías o clases, según si residen en el país o viven fuera. Para algunos -que cada día son más vocales- los que residen fuera serían venezolanos “de segunda”, precisamente porque no están sufriendo lo mismo que quienes seguimos viviendo en el país.

Es obvio que es moralmente deleznable juzgar negativamente no a unos cientos, ni miles, sino a millones de compatriotas porque hoy no están con nosotros en este suelo patrio. Se olvidan, quienes predican y promueven estas tormentas éticas, que la gran mayoría de ellos, casi sin excepción, tuvieron que irse sin quererlo, han dejado aquí familiares a veces en condiciones muy malas, terribles, y que afuera no lo están pasando precisamente bien. Al igual que en Venezuela son una minoría los que pueden disfrutar del inhumano e injusto sistema de relaciones económicas que ha destruido nuestra economía, nuestra industria, nuestra moneda, dejando solo tierra arrasada a su paso.

¿Por qué sucede esto? ¿De dónde vienen estos odios, estas deleznables caracterizaciones, estas actitudes de desprecio hacia el otro? ¿Cómo han llegado a florecer tan vigorosamente el escepticismo y la desesperanza? ¿Cómo es posible que tantos venezolanos -teóricamente unidos por la lucha contra la tiranía- no podamos entendernos sin necesidad de atropellarnos, de tratar de imponer una supuesta “superioridad” sobre los demás?

Y agredimos e insultamos convencidos de que tenemos razón. La duda no existe. Olvidamos que dudar es un acto profundamente humano, y que no hacerlo forma parte precisamente de todo temperamento rabiosamente totalitario.

“Hay verdades que uno solo puede decir después de haberse ganado el derecho de decirlas”, afirmaba el intelectual francés Jean Cocteau. Y si ello ocurre con las verdades, ¿qué diremos de las mentiras flagrantes?

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Son muchas las pérdidas de los venezolanos en estas últimas décadas, y ellas transforman y deforman los recuerdos.

Políticamente siempre buscamos pretextos para conseguirnos caudillos, poniendo a un lado valores éticos, institucionales. Tenemos entre los anteriores presidentes más populares y respetados uno del que algunos de sus seguidores decían, en su última campaña, que “había que votar por él porque no robaría en esta segunda oportunidad, no era necesario, ya que lo había hecho en la primera”. Quien lo decía mostraba una sonrisa muy satisfecha. Y como si nada. Claro que ganó. Y bien.

No puede ser casualidad entonces, a la hora de juzgar al Hugo Chávez golpista, o al candidato presidencial, que se le rodeara de un aura de vengador necesario, de un hombre del pueblo que destrozaría para siempre a los oligarcas. Los mismos sentimientos corruptos y nada cívicos en acción. Y Chávez se encargó, como presidente, de seguir envenenando nuestras convicciones republicanas. Es como si los venezolanos nos hubiéramos hastiado de nuestros logros y nuestras virtudes. Como si la desmesura, la soberbia, el desorden ético de la tragedia griega, la hybris, nos hubiera envenenado colectivamente.

A las muy actuales pesadumbre y desesperanza las alimentan las acciones del gobierno y las omisiones de la oposición. En momentos de penumbra analítica, recordamos que los cubanos tienen más de sesenta años castigados por una dictadura inhumana, estrella de la muerte de su sucursal venezolana. Y allá despertaron el pasado 11 de julio, y le han dado una nueva esperanza a sus sueños. Nuestro deber es acompañar en su lucha -que también es la nuestra, y viceversa- a esos queridos y entrañables hermanos,  cercanos a nosotros en tantas cosas que nos son valiosas y que nos definen, como la cultura, el tumbao y la música caribeños, esa gastronomía que se nutre de los mismos ingredientes, un humor que no tiene límites,  y un amor por la pelota que incluso los gringos nos envidian.

Ellos tienen su lucha, nosotros la nuestra. Los nicas la suya. En el fondo es la misma, contra monstruos similares. Uno de los mayores errores de la oposición venezolana fue desestimar por años la presencia de la tiranía cubana, que se apoderó de nuestro país con tentáculos gigantescos e infames.

Ahora nos toca remar juntos, cuando y cuanto sea posible y necesario, para lograr la libertad.

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¿Hay salida? Una vez más recordemos a un gran luchador con sus palabras y sus actos contra el totalitarismo, el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus (en “Cartas a un amigo alemán”): “El hombre es esa fuerza que acaba siempre expulsando a los tiranos y a los dioses. (…) Hemos esperado pacientemente a ver las cosas claras y ello nos ha deparado, en medio de la miseria y el dolor, la alegría de poder combatir al mismo tiempo por todo cuanto amamos». 

Tenemos un solo país donde vivir. En el que nacimos, en el que vivimos, el que llevamos siempre en el corazón. No tenemos otro de repuesto. Pero necesitaremos uno que sustituya el cataclismo presente. Y nos guste o no, el del pasado no va a volver. Tocará construir uno nuevo, aprovechando -ojalá- lo bueno y las lecciones de lo malo durante la república civil.

Dejemos a un lado los sermones y las imposiciones; como dice Ángeles Mastretta -escritora mexicana ganadora del Premio Rómulo Gallegos, cuando este último no había sido estropeado y manipulado por la tiranía chavista- : “todo puede ser leña para una hoguera que me aterra o fantasía de un cielo que no se vislumbra”.

Con hogueras no se construyen naciones. Los gringos tienen una frase sabia (título de un cántico religioso del siglo XIX), que sirve para expresar el ánimo que nos debe acoger siempre a los humanos a la hora de emprender una tarea: “count your blessings”. Cuenta tus bendiciones.

No hay regreso al sosiego, ni avance hacia el progreso, que no pasen por esta convicción.

 

 

 

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