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Villasmil: Doctor Google

 

Hoy el mundo atraviesa por una gran paradoja: vivimos en sociedades con la mayor facilidad en toda su historia para acceder a todo tipo de información valiosa, y sin embargo ¡cuánto cuesta que la gente decida aprovecharse de ello!

Basta recordar, y comparar la situación actual con la que tenía un estudiante de bachillerato hace varias décadas -por ejemplo, quien escribe estas líneas-. Cualquier asignación por parte de un profesor en el liceo -mi caso, pero obviamente era igual para un estudiante de colegio privado- debía investigarse partiendo de tres fuentes posibles: el libro de texto, la información que se pudiera encontrar en la biblioteca casera, creada por nuestros progenitores o hermanos mayores, o la visita obligada a una biblioteca pública.

Como la información no era fácil de conseguir, al ser encontrada era obviamente considerada como muy preciada.

La búsqueda y obtención de ella tomaba su tiempo; el viejo dicho de que “el tiempo es oro” era una verdad rotunda digna de ser siempre considerada. La velocidad se asumía de manera muy distinta a nuestros acelerados tiempos actuales -en lo que más que velocidad, predomina una especie de “apuro constante”- . Para los venezolanos, la misma se tomaba en cuenta solo en casos muy específicos -por ejemplo, recuerdo el orgullo patrio cuando el sábado 15 de agosto de 1964 -hace casi 58 años- el yaracuyano Horacio Estévez, en el viejo Estadio Nacional de El Paraíso, entró a la historia del atletismo mundial al igualar el récord del orbe al correr los 100 metros planos en 10 segundos. Compartió tal hazaña con el alemán Armin Hary, y el jamaiquino-canadiense Harry Jerome.

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Vivimos en una perenne aceleración, lo cual no garantiza, en materia de la obtención de conocimientos, ni cantidad ni calidad. Al contrario.

Somos reyes de la generalidad. Queremos abarcarlo todo, pero con profundidad de piscina para niños. Y como prueba basta revisar las redes sociales, bien sea Twitter, Instagram, Tik Tok o Facebook.

La misma persona puede opinar, con contundencia digna del Antiguo Testamento,  sobre la guerra en Ucrania, el derby Real Madrid – Barcelona, los cambios que este año deben hacer los Yankees en el equipo, Israel y la Franja de Gaza, la política norteamericana (o colombiana, española, sudafricana, chilena, mexicana, china, japonesa, argentina, brasileña, etc.), mientras está a la espera de recibir centenares de “likes” por su muy festejado comentario sobre los últimos incidentes entre el dúo de Harry y Meghan y la casa real británica.

La pandémica ola de opinadores expertos en coronavirus, en cualquiera de sus versiones, ahora se ha transformado en expertos en geopolítica eslava, con afirmaciones estrambóticas que dejan pálidas las opiniones de Henry Kissinger, Anne Applebaum o George F. Will.

Todos somos expertos en todo.

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El homo interneticus ha decretado asimismo la muerte de la experiencia. Lo peor es que con ello no solo se banaliza el conocimiento existente, sino que se incluye un rechazo a la ciencia, a una racionalidad sin delirios ni arrebatos. O sea, a todo lo que ha significado la creación del conocimiento occidental.

La política, hoy terreno fértil para la división, la siembra de odio y encono de los líderes populistas, es presa de la superstición y de todo tipo de teorías conspirativas. Tenemos líderes que durante la pandemia han recetado sus propios remedios, cual chamanes amazónicos, o que actúan como el mexicano López Obrador, quien eliminó la corrupción por “decreto presidencial”.

El Dr. Michael Hameleers, experto en comunicación política de la Universidad de Ámsterdam, ha afirmado que las personas atadas y bien atadas a liderazgos populistas prefieren las noticias que muestran -como si fueran doctores de la fe- a ciudadanos comunes, antes que a investigadores y expertos sobre el tema respectivo. Prefieren, sobre el frío y concreto análisis desapasionado, la expresión de sensaciones y de sentimientos de aquel que reafirma las opiniones que uno ya posee.

Si preguntan algo al Dr. Google (única eminencia hoy unánimemente reconocida), encuadran su búsqueda en lo episódico, coyuntural o conflictivo, confiando mucho más en evidencias anecdóticas que en las empíricas.

Si por casualidad “guglean” la batalla de Waterloo, considerarán más interesante y merecedor de recuerdo el que al parecer Napoleón Bonaparte tuvo ese día un ataque de hemorroides, que la brillante estrategia de victoria diseñada por el Duque de Wellington y su pana prusiano el mariscal Blücher.

La respetabilidad de la opinión jurídica es también cosa del pasado. Baste recordar que a algunos ciudadanos gringos (afortunadamente minoritarios) más de sesenta decisiones en contra de su candidato de diversos tribunales -incluyendo la Corte Suprema- durante su última campaña electoral les importó menos que un rábano, y hubo incluso quienes -previamente a dichas decisiones- celebraban anticipadamente porque “tenemos mayoría en la Corte”. Las realidades empíricas o jurídicas no existen más.

No ayuda a todo lo anterior la calidad del personal político profesional de la actualidad. Ya nada sorprende; desde la atroz mediocridad del presidente Castillo, del Perú, o la cruda inexperiencia que comienza a mostrar el presidente chileno Boric, hasta las reiteradas locuras de Bolsonaro o de Bukele. Pero recuérdese siempre: si uno es de la misma tolda, todo es perdonable y justificable.

Alguien que se dio cuenta de todo ello hace casi un siglo, fue Adolfo Hitler. En su bestseller “Mein Kampf” (Mi Lucha, escrito en 1925), afirmó:

“Toda propaganda debe ser popular y adaptar su nivel intelectual a la habilidad receptiva del menos intelectual de aquellos a los que se desea dirigirla {…} La capacidad receptiva de las masas es muy limitada y su comprensión pequeña; por otro lado, tienen un gran poder de olvido. Siendo así, toda propaganda eficaz debe limitarse a muy pocos puntos que deben manifestarse en forma de consignas”.

El líder populista avispado de hoy no ha hecho sino adaptar sus mensajes a la sagrada palabra del jefe nazi. Y las masas arrobadas deben simplemente seguirlo en todas sus locuras.

Y si acaso le asalta una duda, favor consulte al Dr. Google.

 

 

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