Villasmil: El comunismo, otra especie zoológica
“El árbol de la izquierda es frondoso, echa su sombra sobre buena parte de la historia moderna de Occidente. Difícilmente habrá una corriente de pensamiento de raíces tan nobles, árboles tan torcidos y frutos tan amargos”.
Héctor Aguilar Camín – Pensando en la izquierda
Las revoluciones socialistas han ofrecido, desde la revolución comunista triunfadora en Rusia, en 1917, la creación de un hombre nuevo, un auténtico proletario dictador, que originalmente obtendría el poder no por vía de las aburridamente pacíficas pero falsas elecciones democrático-burguesas. El método a seguir responde a esta frase de Marx (en “El Capital”) «la violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva», en eso siempre han creído los socialistas marxistas. Y a punta de plomo el comunismo lleva ya más de cien millones de muertos en su haber. La mayoría, por cierto, campesinos, proletarios, ciudadanos de a pie; inocentes, en suma.
Bien sea en la Rusia revolucionaria –pocos años después convertida en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas)- o en la China de Mao, en la Corea de Kim Il Sung y demás herederos sociópatas, en la Camboya de Pol Pot, la Cuba de Castro, la Nicaragua de los sandinistas, o la Venezuela chavista, la violencia ha sido siempre un arma usada para imponer sus barbaridades.
Algunos intelectuales se han escudado en el errado supuesto de que estos señores, manifestaciones de un llamado “socialismo real”, son solo “traidores” a una supuesta teología pura y sana, de la cual su profeta sería Carlos Marx. ¡Cuán obstinadamente ingenuos y equivocados son estos defensores de la pureza de la ideología marxista! Diversos pensadores, encabezados por el polaco Leszek Kolakowski, han demostrado la clara conexión entre el pensamiento de Marx y la praxis leninista y estalinista.
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La socialista polaca Rosa Luxemburgo (de quien el próximo 5 de marzo se cumplen 150 años de su nacimiento), es hoy considerada poco menos que una mártir que murió asesinada bajo un Gobierno socialdemócrata alemán al cual la honestidad e inteligencia de ella eran demasiado incómodas. Hannah Arendt nos narra lo sucedido en un muy recomendable ensayo de su libro “Hombres en tiempos de Oscuridad”.
Aunque su muerte ocurrió en 1919, ella alcanzó a predecir el sangriento campo de concentración en que se convertiría la Rusia conquistada a sangre y fuego por Lenin (y con Stalin y Trotski entre sus secuaces principales).
Rosa aprendió rápidamente, luego de los sucesos ocurridos durante las protestas de 1905 en Rusia, que la mentada revolución era una palabra que “apenas entrar en contacto con una situación realmente revolucionaria se partiría en un grupo de sílabas incomprensibles”.
A raíz de los mencionados hechos violentos de 1905 Lenin entiende dos cosas, las cuales nunca olvidará: primero, que los mismos fueron consecuencia de la derrota rusa en su guerra contra Japón, y segundo, que ese primer y fracasado intento revolucionario no se había dado en un país lejano, cuasi bárbaro, sino en un vasto territorio donde ni siquiera había un gran partido socialista.
De lo anterior extraerá Lenin dos conclusiones (que son hoy muy actuales y explican la conducta y la estrategia de muchos movimientos de izquierda): que para “asaltar el cielo” no se necesita una gran organización, sino un pequeño pero disciplinado grupo bajo un liderazgo férreo, que podría tomar el poder luego de haberse cumplido la labor de destrucción de toda autoridad legal e institucional del “régimen anterior” –democrático o no-; y luego, que si la “revolución no se hacía”, sino que era el fruto de circunstancias y eventos que nadie por sí solo controlaba, la guerra y la violencia eran siempre bienvenidas. Como lo son hoy en muchas ciudades europeas y latinoamericanas, al abrigo de protestas sociales que pueden responder en algún caso a reivindicaciones justas, pero que luego derivan en anarquía y destrucción.
En el imaginario de la izquierda revolucionaria la violencia siempre ha sido, y sigue siendo, legítima.
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A ese destino se opuso Rosa Luxemburgo tajantemente. Fue enemiga de la primera guerra mundial por razones morales, por la inmensa pérdida de vidas humanas, especialmente proletarias. Para ella no era aceptable la victoria al costo del horror y la masacre (algo que no le quitó el sueño nunca a Lenin, como no le ha molestado nunca a la galería de monstruos ya señalada arriba). Luxemburgo temía más “una revolución triunfante pero deforme” que una “revolución derrotada”. En ello se centraba la mayor diferencia de ella con los bolcheviques, según Arendt.
¿No es acaso la historia de la afortunadamente desaparecida Unión Soviética un ejemplo exacto de los terribles daños que causaría “una revolución deforme”? Entre las cosas que asimismo Luxemburgo predijo fue el “colapso moral” de la izquierda causado por el sangriento error cometido por Lenin al escoger medios de acción completamente equivocados.
Obviamente la pensadora polaca no vivió lo suficiente para ver cómo cada partido comunista, sin importar su ubicación geográfica, nacía y se desarrollaba “moralmente dañado”. Todos han sido hijos monstruosos de la primera revolución triunfadora, la rusa.
Los partidos comunistas, casi sin excepción, han sido estructuras éticamente podridas desde su raíz, de las cuales no ha emergido nunca “un hombre nuevo”, sino –como habría dicho, según Arendt, Rosa Luxemburgo- “otra especie zoológica”. Particularmente deforme y moralmente dañada.
Cerremos la nota con estas palabras del escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de literatura:
«Coexistir con el comunismo en el mismo planeta es imposible. O se propagará, como un cáncer, para destruir a la humanidad, o la humanidad tendrá que deshacerse del comunismo».