Democracia y PolíticaEleccionesMarcos Villasmil

Villasmil – Elecciones en EEUU: Primer Debate

 

Estimados lectores, estamos llegando, en lo que se refiere a las elecciones gringas, a lo que en hipismo se llama “la recta final”, en béisbol “el noveno inning”, y en fútbol americano “el último cuarto”. Justo se realizó, este martes pasado, el primer debate (de tres) entre Donald Trump y Joe Biden.

 

 

A lo largo de esta accidentada y pandémica campaña, el actual presidente me ha hecho recordar a un viejo lanzador de béisbol, Phil Niekro, de sobrenombre “Knucksie”, por el lanzamiento que le dio de comer y le permitió jugar durante 24 años (1964-1987); la “bola de nudillos”, o knuckleball, un lanzamiento en curva verdaderamente diabólico. Knucksie ganó muchos juegos, pero en dos temporadas perdió más de 20, un récord negativo difícil de batir. Errático y volátil, explosivo y temperamental, a veces él era su peor enemigo. Igual que Trump.

Por lo visto hasta ahora, no es cierto que las elecciones “las pierde o las gana Biden”. Es al revés. Toda la campaña gira en torno a Trump, Biden se ha limitado ha quedarse quieto en su casa lo más posible, esperando a ver qué nuevo error comete su jefe de campaña, que al parecer no es otro que Trump.

Tres palabras,  referidas a los candidatos, me vinieron a la mente viendo esta especie de pleito de circo romano que fue el primer debate; Trump: “bully” (abusador, hostigador) y para Biden “Mellow Yellow” (como la canción de un cantautor británico de los sesenta, Donovan Leitch, y que traduce algo así como “relajado, tranquilo”). Nunca perdió la calma, incluso cuando estaba hablando de su hijo fallecido, Beau, quien sirviera en el ejército y recibiera varias condecoraciones, pero entonces Trump lo interrumpió para decir que su hijo (Hunter, el que está vivo), es un drogadicto. Fue visible el impacto y la sorpresa en el rostro del demócrata, pero este no perdió los estribos.

 

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Rafael Caldera y Jaime Lusinchi

 

En un debate importan las expectativas previas; recuerdo el encuentro Rafael Caldera vs. Jaime Lusinchi, en las elecciones presidenciales de 1983. Los adecos, inteligentemente, asumieron el mensaje mediático de que Caldera iba a barrer con Lusinchi, por su mayor inteligencia, cultura, experiencia política, estatura intelectual. Así, el candidato adeco lo único que tenía que hacer era aguantar los quince rounds de la pelea dialéctica sin meter la pata, y terminar de pie. Como lo logró, la percepción que quedó fue que Lusinchi había derrotado a Caldera.

Los republicanos cometieron –por lo menos hasta ahora- el error de usar, una y otra vez, como uno de sus mensajes más concretos, que Joe Biden es un anciano senil, incoherente; incluso Trump ha afirmado –sin probarlo- que su adversario se droga. Bueno, Joe Biden lo único que necesitaba para dar la impresión de haber ganado era, al igual que Lusinchi en 1983, no meter la pata colosalmente, y que al final de los noventa minutos todavía tuviera pulso y temperatura. O sea, estar vivo.

En medio de ese bochinche, a ratos muy desagradable, que fue este primer debate gringo (con un moderador que no moderaba), Trump empleó una táctica esperada: golpear una y otra vez a su adversario, buscar sacarlo de su zona de confort, no dejarle respirar tranquilo, interrumpirlo, contradecirlo. Verbalmente, Trump lucía como una ametralladora con carga infinita. Aquí, su entusiasmo y energía lo hicieron equivocarse: esta táctica debe tener momentos de cambio de ritmo, de espera, de descanso, típicos de la cultura gringa (así ocurre en los tres deportes más populares del país: el béisbol, el fútbol americano, y el basketball). Cuando tú desconciertas y buscas sacar de su guion previo, ensayado, a tu contrincante, debes darle chance de darse cuenta, de asumir que está en territorio apache; debe permitírsele pensar y sentir el miedo ante lo que ocurre.

Trump no lo hizo así; él es como un perro de presa, cuando siente que le ha metido el diente al contrario, no lo suelta. Biden lucía a ratos como un tenista que corre la cancha de lado a lado, sin descanso, pero que logra devolver exitosamente golpe tras golpe del contrario, esperando que su rival cometa finalmente una equivocación.

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A mi juicio, Trump cometió otros errores significativos: primero, el ya mencionado ataque a mansalva a los hijos de su rival, y el segundo, peor aún –David Axelrod, exitoso consultor político, incluso opinó que podría implicar la derrota de Trump- su negativa a exigirle a los grupos blancos supremacistas –neonazis, en español directo- que se calmaran y dejaran la violencia, al menos en estas últimas semanas de campaña. El empresario no lo hizo, a pesar de que el moderador le insistió una segunda vez; simplemente, les dijo “stand back, stand by”. “¿Que estén a la espera de qué?

Trump da la impresión de que es incapaz de asumir que no está en 2016, que él no es el candidato opositor, que él es el presidente, y que debe defender inteligentemente su gestión.

Otro error del actual presidente, este muy grave, ha sido no entender que la campaña, hasta ahora, ha sido polarizada en torno a su persona. Y ese es el objetivo central de la estrategia demócrata: convertir la elección en un referendo sobre Donald Trump. El equipo asesor de Biden lo ha tenido muy claro: la mejor manera de derrotar al actual presidente es dejar que él se derrote a sí mismo, con sus tuits, sus comentarios, los nuevos escándalos que se generan semanalmente sobre su persona y sus actos, y su desastroso manejo de la crisis del virus chino.

En un debate electoral gana el que supera las expectativas previas, el que menos errores comete, el que ayuda menos a su adversario y el que logra ampliar, aunque sea mínimamente, el margen de duda favorable entre el electorado indeciso.

Anoche, hubo claramente una consecuencia derivada de la postura del presidente: animó, le dio una razón adicional para votar a tres segmentos vitales para el triunfo de Biden: afroamericanos, mujeres y jóvenes.

Por su parte, Trump insiste en la melodía de su campaña: consolidar, solidificar su voto duro, fiel, seguro (como si tuviera miedo de perderlo). Pero el problema es que solo con su feligresía no gana.

Finalmente, este debate me hizo recordar a una auténtica estrella del arte de debatir, al que ambos, Biden y Trump, juntos o separados, no le hubieran aguantado un round: Ronald Reagan. En el único debate que tuvo con el presidente-aspirante-a-reelección, Jimmy Carter, en 1980, Reagan le dio dos rectos a la mandíbula de su rival, para delicia de los espectadores. El primero, fue una pregunta muy sencilla, que le hizo a toda la audiencia: «¿Están ustedes mejor que hace cuatro años?«; y el segundo, ante los más que repetitivos y cansones argumentos de su rival, le espetó, con una sonrisa en su rostro, generando una carcajada general: «There you go again» («otra vez con lo mismo»).

 

 

 

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