Villasmil: Homo sí, pero bodegonus
Hace poco más de treinta años (en 1991), leí un libro de Robert Reich, por ese entonces exsecretario del Trabajo en los Estados Unidos, titulado “El trabajo de las naciones”. Creo que fue una de las primeras ocasiones en que se advirtió que se estaba produciendo un creciente abismo socioeconómico entre quienes gozaban de mayores niveles de educación, y adultos de menor escolaridad, especialmente habitantes de zonas rurales o ciudades pequeñas, en decadencia muchas de ellas.
Lo importante del libro es que Reich no se quedaba exclusivamente en los datos económicos, o las consecuencias para los salarios o el empleo. Ya alertaba sobre cómo esa creciente desigualdad estaba afectando los pilares comunitarios tradicionales.
Es un hecho histórico que el llamado “sueño americano” dio oportunidades de construir su vida a millones de seres humanos de todo el mundo, independientemente de su nivel educativo, de su lugar de origen, de su religión, de su raza. La filmografía y literatura norteamericanas están llenas de grandes obras que muestran la democrática y plural posibilidad de mejorar cada uno su vida, de construir un futuro, de tener esperanzas posibles de cumplir.
Pero el sueño americano no había sido pensado originalmente como exclusivo para jóvenes profesionales, especialmente en áreas de conocimiento tecnológico.
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No se creía entonces que la famosa globalización, que prometía tanto, más bien profundizaría y generaría nuevas desigualdades y diferencias. Ya Reich destacaba el creciente desarrollo de “sectores más móviles”, con gran capacidad de mejora, reconversión y adaptación, y de otros “sectores inmóviles”, atados a un lugar, a un empleo, a una vida sin mejoras dramáticas, sin reales experanzas de cambio. En palabras bien descriptivas de Reich:
“Los estadounidenses ya no suben o caen juntos, como en una gran embarcación nacional. Viajamos, cada vez más, en embarcaciones diferentes y más pequeñas (…) una que se hunde rápidamente, otra que se hunde más lentamente, y una tercera que se eleva de manera constante”.
En vez de acercar a los seres humanos, prevalece la separación. En lugar de desarrollar lazos comunitarios, la fría masificación. En vez de defender los valores de la persona, tenemos al individuo crecientemente solitario, atrapado en un materialismo inmediatista y además insuficiente.
¿Y los privilegiados en lo económico y educativo? Han conformado nuevas élites, que se sienten cada vez más ajenas al viejo modelo de convivencia, centrado en valores que si bien no descuidaban lo material, entendían que la vida no tenía sentido sin el componente ético y espiritual.
Cada país, a su manera, está viviendo procesos similares. La globalización fue pensada como una, con múltiples y variadas expresiones positivas; nunca como la hidra de mil cabezas en que se está convirtiendo.
El demos se está disgregando en todas partes.
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Intentando sobrevivir a nuestra peculiar tragedia nacional, los venezolanos tenemos más de dos décadas con nuestra propia separación, sufriendo un muy bien calculado plan cuyo fin es romper todos los lazos societales, las tradiciones culturales y prácticas solidarias, que olvidemos nuestra historia patria, y todo aquello positivo que logramos en las décadas de la república civil.
Se ha dicho que el “hombre nuevo” prometido por la revolución nació muerto, o simplemente no nació. En realidad es ahora que está naciendo, y -por su componente esencialmente materialista- es muy parecido al cubano: es una suerte de “homo bodegonus”, ejemplo dilecto de la falsa prosperidad que se vive en el este de Caracas, que se supone surte -es su propósito- a tres millones de venezolanos (algo así como un diez por ciento del total de habitantes original).
Así como el régimen acaba de cambiar el escudo caraqueño, podría hacerlo con el nacional. Sacarían al caballo, animal noble pero que no representa ni se identifica para nada con el régimen (le queda mejor el burro), y lo sustituirían por la fachada de un bodegón, lo suficientemente democrático en su diseño para que quepan en él bolichicos, enchufados, alacranes, cohabitadores, las almas ingenuas y buenistas y, por supuesto, los peces gordos del gobierno y del PSUV.
El homo bodegonus está más pendiente del diálogo mexicano que de los presos políticos, del mundial de fútbol en Catar que de la destrucción de la estructura física deportiva nacional, de las fiestas en los tepuyes y la nueva vida social caraqueña que de la dramática situación de las universidades (y de la educación en general).
El homo bodegonus tiene sus profetas y adelantados, representados por algunos comunicadores sociales, encuestólogos medradores, y amigos del régimen como Zapatero, canciller oficioso de la tiranía.
El homo bodegonus tiene espíritu y vocación transnacional, haciendo planes para sus vacaciones en París (¡Miami jamás!, demasiados opositores allí), sus compras en la tienda Apple de la Quinta Avenida en Manhattan, sus cruceros en el Mediterráneo.
En su microcosmos opulento se burla de aquellos “sectores inmóviles” que no ganan en dólares (¿de qué se quejan, si tienen las remesas de sus millones de familiares en el extranjero?), y se ríe de los jubilados que quedaron como la guayabera, por fuera, en la reciente repartición de migajas por parte del régimen el pasado 1 de mayo.
Siente que sus futuros panas están en el extranjero, porque para nuestro «homo» el pueblo criollo forma una masa despreciable de gente atrasada, prejuiciosa y provinciana, que no aprecia las posibilidades que abre el nuevo mundo feliz de la cohabitación.
La democracia, entonces, será siempre un estorbo, y sus paladines siempre serán líderes autócratas y populistas como Putin, Díaz-Canel o el cacique de los chinos cuyo nombre es difícil de recordar.
¿Y el 2024? Para eso falta mucho tiempo. Que los opositores sigan enfrascados en sus guerrillas internas, que hagan todas las primarias que se les ocurra. El homo bodegonus nació con vocación de eternidad. Y como Hitler, jura que su imperio durará mil años.
Eso sí, también es vocacionalmente ignorante de la historia. Especialmente la criolla. Olvida que, como dijera un célebre filósofo panameño, “la vida te da sorpresas”.
Bueno porque acierta, bueno porque duele. Da en la diana y no reconforta (que es lo que hay hacer en lo sucesivo y hasta que una mínima moralidad aparezca). Bravo por este escrito hacedor de conciencia.