Villasmil: Instituciones en serio
Una de mis definiciones favoritas de democracia (que en estos tiempos borrascosos recuerdo con frecuencia) nos la ofrece Ralf Dahrendorf, al afirmar que la democracia es un conjunto de instituciones tendientes a legitimar el ejercicio del poder político, brindando una respuesta coherente a tres preguntas clave: ¿Cómo podemos producir en nuestras sociedades cambios sin violencia? ¿Cómo podemos mediante un sistema de controles y contrapesos vigilar a quienes están en el poder de modo que tengamos la certeza de que no abusarán de él? ¿Cómo puede el pueblo –todos los ciudadanos- tener voz en el ejercicio del poder?
Varios conceptos sobresalen de dicha definición: la escogencia de quienes detentan el poder por decisión libre y soberana de los ciudadanos, y no por vías violentas o impuestas; el que las instituciones políticas sean plurales y permitan el cambio sin violencia, o sea por vía del diálogo en ese espacio público que tanto estimara Hannah Arendt en sus escritos; y que la voz del pueblo sea oída, es decir que los ciudadanos puedan participar activamente en las decisiones de la política, y no solo votando.
Elecciones, instituciones, diálogo y participación. Conceptos nobles, pero que los autoritarismos –de derecha y de izquierda- han buscado apropiarse de ellos y manipularlos.
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Podría afirmarse, grosso modo, que lo contrario a la institucionalización estatal es el caudillismo extremo, de lo cual, en América Latina, tenemos ejemplos históricos para repartir. Ello ha llevado al hecho concreto de que, a mayor caudillismo, mayor debilidad del sistema de partidos, componente importante de una democracia. Un dato a tomar en consideración: muchos de los que aplaudieron en su momento la constitución chavista del 99 no se dieron cuenta de que con dicha carta magna se abrían las compuertas para una organización estatal centrada en el líder, más que en las instituciones encargadas de pavimentar el camino democrático.
Es un hecho a destacar que cuando se habla de la existencia de democracia en nuestras tierras se le da prioridad a la posibilidad de realización de eventos electorales; el muy fundamental respeto por los mecanismos institucionales plurales al parecer no posee tanta importancia. Sin embargo, una consecuencia concreta del proceso de destrucción institucional es la “creciente dificultad para configurar el espacio público, ante el debilitamiento del sentido de lo común (…). La preocupación por el espacio público, por lo común, por el mundo, está en el corazón de la acción política.” ( Daniel Innnerarity).
La creación institucional democrática implica reconocer que la política es mucho más que la mera gestión gerencial y tecnocrática, y que implica fundamentalmente una idea de la sociedad, de los cambios en ella, y de los modos de debatir sobre dichos cambios y resolverlos. Es asimismo promover reglas de juego –o sea, instituciones- que impulsen el debate de ideas y no la pereza ideológica; promover la meritocracia y no el clientelismo y el paternalismo.
Una prueba fehaciente de institucionalización estatal la constituye una real división de poderes (fundamental para los “controles y contrapesos” de la definición de democracia según Dahrendorf). Aquí también los latinoamericanos en general, y los venezolanos en particular, mostramos graves déficits históricos. ¿Alguien se atrevería a afirmar que en nuestras sociedades políticas presidencialistas latinoamericanas el ejecutivo no ha controlado o no ha buscado controlar, de alguna manera, los poderes legislativo y judicial?
Más aún: viendo el debilitamiento de los valores de la democracia y la libertad en las actuales arquitecturas institucionales regionales –OEA, Mercosur, etc.-, así como los abruptos cambios en las constituciones nacionales para permitir la reelección de los que están en el poder, o el olvido de la carta democrática -todo ello mientras se observa el agresivo ataque a la democracia por parte del castro-chavismo y sus secuaces- ¿alguien podría defender a rajatabla que América Latina vive en realidad bajo instituciones democráticas? Los resultados del más reciente Latinobarómetro son testigos del peligroso decaimiento de la creencia ciudadana en la democracia.
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América Latina se debate hoy entre dos modelos, uno pasivo y otro muy activo. El pasivo, lo conforman las supuestas democracias electorales, existentes todavía en el continente. Presidentes electos en procesos electivos plurales, pero luego lo sustantivo del hecho institucional democrático es olvidado apenas pisan el palacio presidencial. Mientras, en política exterior, cómo se alegran algunos “y que” demócratas a la hora de ponerse sus mejores galas, sus uniformes de vasallos, para ir a retratarse con el castrismo, incluso con un cinismo soberbio, como el que muestra Zapatero cuando se pone la túnica de canciller oficioso del madurismo o de jefe del Grupo de Puebla.
El modelo activo surge de la combinación de perennes propósitos autoritarios disfrazados de progresismo socialista -Cuba, Nicaragua y Venezuela a la cabeza- con las nuevas expresiones populistas, como Gustavo Petro en Colombia y el mexicano López Obrador. Este modelo, promovido por el Grupo de Puebla, tiene estrategias, recursos y claro objetivo de alcanzar el poder mediante el ataque constante a la democracia.
Lo grave: que los países democráticos se hacen los locos ante esta realidad, gracias a unos presidentes que actúan más como vendedores ambulantes de repetidas promesas incumplibles, que como estadistas con principios.
Por eso, merece recordarse que no puede haber institucionalidad democrática sin liderazgos demócratas, que no puede haber instituciones sin nadie que las defienda y respete la prioridad que se merecen. En una democracia real el “centro de lealtad” ciudadana es el predominio de las instituciones que promueven la convivencia, no el liderazgo caudillista.
En la actual encrucijada los venezolanos no debemos mirar a supuestos espejismos que se ofrecen como exitosos pero que en realidad son autocráticos y autoritarios, como es el caso del bukelismo. En el meollo de la visión de María Corina Machado está un mensaje claro: llegaremos hasta el final, y venceremos, porque creemos firmemente en la necesidad de elecciones libres y plurales, cambios sin violencia, controles y contrapesos al poder, respeto a una justicia independiente de las intromisiones del poder político y una activa participación de los ciudadanos. O sea, instituciones realmente democráticas.