Villasmil: ¿Inteligencia sin inteligentes?
Cada vez que ocurre un hecho que mueve y conmueve al planeta, una pregunta planea, cual dron turco avistando tropas rusas: ¿por qué los servicios de inteligencia se equivocan tanto?
Hace menos de un año ocurrió la desastrosa retirada norteamericana de Afganistán. Hasta el último minuto, el peor escenario analítico de los que supuestamente estaban “en el ajo” – o sea, que conocían en serio cómo iba la cosa- era que el gobierno afgano podía aguantar la arremetida de los talibanes entre tres y seis meses; en cambio, la conocida metáfora del castillo de naipes derrumbándose se quedó muy corta.
Para el analista Gershom Gorenberg la historia no se repite, pero sí emite ecos. Y los ecos de la inteligencia y su historia enseñan que el principal error es que hay demasiada confianza en predecir cómo se comportará la gente, sean los individuos, o incluso naciones enteras.
Las organizaciones de inteligencia tienen un récord muy pobre en materia de predicciones. Aquellos que celebran con un orgullo infundado que las agencias gringas advirtieron correctamente que se produciría la invasión a Ucrania, olvidan que ya en febrero pasado las señales de todo tipo provenientes de Rusia eran demasiado evidentes; quien no las hubiera visto era que fumaba marihuana de muy mala calidad.
Peor aún: olvidan estos supuestos conocedores que “funcionarios norteamericanos” (el anonimato en estos asuntos, bien se sabe, no comenzó con las películas de James Bond), esperaban que los rusos tomaran Kiev en varios días y Ucrania en una semana, día más, día menos.
Sus colegas rusos no se quedaron atrás: la tesis central era que los ucranianos no ofrecerían resistencia, que los soldados putinianos no serían vistos como invasores, al contrario, y que los ramos de flores lloverían sobre los tanques rusos como las guirnaldas que hermosas chicas desde balcones capitalinos prodigaron sobre el ejército patriota, y en especial sobre su comandante en jefe, el Libertador Simón Bolívar, durante su entrada triunfal en Santiago de León de Caracas, el 29 de junio de 1821 (cinco días después de la victoria en Carabobo).
¿Y qué pensaban los norteamericanos que iba a pasar con Volodymir Zelensky? Que tenían que tener preparado un avión para evacuarlo.
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Dentro y fuera de Ucrania no faltaron análisis que decían, con seriedad de noble victoriano, que las amenazas de Putin no eran reales, solo un “farol” (un bluff, en el inglés de jugador de póquer), y que se comportaría como un actor político al uso, con objetivos y cálculos perfectamente “racionales”.
Se cometían una vez más costosísimos errores, muy repetidos (porque recuérdese que lo de Putin invadiendo, matando y destruyendo no comenzó hace unas semanas, lleva años en ello): el de atribuirle al rival aquellas características psicológicas, emocionales, que quisiéramos que tuviera -y no reconocer su real condición inhumana-, asumiendo entonces sin razones valederas, que el enemigo, rival o contrario responde a la misma lógica, a la misma racionalidad, a los mismos intereses y objetivos de uno.
No olvidaré nunca el momento en que oí a un destacado líder opositor venezolano -su nombre no importa, son muchos los que han cometido este pecado, desde el 4 de febrero de 1992- declarar, jovial, a un periodista de radio que le parecía muy bien que se asomara a Nicolás Maduro como sustituto del fallecido -o por fallecer, que cada uno tiene su fecha predilecta de defunción- Chávez. Dijo este opositor que él había conversado en diversas ocasiones con el entonces excanciller y vicepresidente, y que “le había causado una buena impresión, Maduro era una persona de diálogo”.
Pocos años después, Maduro ordenaría su detención.
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Entre las pocas cosas que son ciertas en las adaptaciones literarias o fílmicas de historias de espionaje sobre las tribulaciones de los diversos servicios de inteligencia, nacional (FBI, MI5, Shin Bet, etc.) o internacional (CIA, MI6, Mosad, etc.), se encuentran la rivalidad, los celos, la competencia, y por ende, la casi suicida y ciertamente ineficaz conducta de estos cuerpos.
Ha sido demostrado que las agencias norteamericanas tenían absolutamente toda la información necesaria para prever los ataques del 11 de septiembre de 2001; simplemente cada una se guardó bajo llave lo que tenía, no lo compartió.
Para colmo, debido a los avances tecnológicos la cantidad de información obtenida ha crecido de forma más que exponencial; y la misma puede ser útil para saber dónde están parados los diversos personajes, pero mucho más difícil es saber qué harán. Además, seleccionar, separar el grano valioso de la paja improductiva y engañosa, entre tantos datos a mano, es una tarea hercúlea.
Antes de la invasión, Ucrania era vista como una democracia con problemas, con un presidente que venía del mundo de la Tv, y que tenía solo un 21 % de aprobación ciudadana.
Se pueden fotografiar líneas de suministro; los mensajes secretos pueden decodificarse. Pero nadie puede adivinar con certeza lo que alguien hará bajo presión extrema; incluso una persona puede no saber cómo reaccionará ante determinada situación hasta que ella ocurre.
Lo cierto es que si Putin deseaba desestabilizar a Ucrania no necesitaba invadirla. No había necesidad de una guerra. Eso es lo que decía la lógica. Pero ya lo dijimos, no se hace estrategia correcta partiendo del deseo de que el rival piense como uno.
En la mañana del 7 de diciembre de 1941, con mensajes ya descifrados que indicaban con claridad que Japón atacaría a los Estados Unidos, la primera decisión que se tomó fue advertir a Manila, Filipinas, porque lógicamente era donde los japoneses atacarían.
En inolvidables palabras del presidente Roosevelt a las dos cámaras del congreso, ese 7-12 fue “una fecha que vivirá en la infamia. Estados Unidos de América fue atacado repentina y deliberadamente por fuerzas navales y aéreas del Imperio de Japón”.
Pero el ataque no fue a Manila, sino a la base de Pearl Harbor, en Hawái. La distancia de Manila a Pearl Harbor es de aproximadamente 8.500 km.
El resto es historia.