Villasmil: Los hechos son mejores que los sueños
El proceso electoral del pasado 21 de noviembre, en medio de sus escombros, dejó una lamentable pero inevitable conclusión para el sufrido pueblo venezolano: tan grave como es tener que enfrentar una dictadura genocida e inhumana, es asimismo no tener una oposición con la capacidad y voluntad de hacerlo.
En medio de tanto estropicio, surge de vez en cuando la figura -a ratos vacilante, a ratos firme- de Juan Guaidó. Su estrategia de sobrevivencia se centra en varias aristas, por ejemplo: que todavía los Estados Unidos -y algunos otros países, cada vez menos, todo sea dicho- lo reconocen como el presidente legítimo; asimismo, el uso de la vieja conseja de la zanahoria y el palo a la hora de relacionarse con unos pares que parecen muy ocupados en prepararle el cadalso, cual verdugos en la corte de Enrique VIII. Hay días en que Guaidó debe sentir que su futuro puede ser el de Ana Bolena, o el de su prima Catherine Howard, ambas decapitadas por el insensible rey.
Pero volviendo al párrafo inicial, por muchas vueltas que se le den a los resultados, nadie ha osado afirmar que el liderazgo opositor salió del acto electoral revitalizado, re-legitimado y más respetado. Al contrario. Se han pedido sus cabezas, tanto individual como colectivamente, y hasta el momento de escribir estas líneas son pocos los propósitos de enmienda, en medio de unos partidos cuya democracia interna -la carencia de ella, claro- podría servir para preguntas dignas de ¿Quién quiere ser millonario?: ¿Cuál fue la última vez que el partido X realizó una convención interna? ¿Las actuales dirigencias partidistas del partido B se relegitimaron alguna vez en lo que va de siglo?
Mientras, la señora Machado hizo una propuesta que fue tan bien recibida como la nueva veta pandémica, la Ómicron. Propone que se le haga una consulta nacional al pueblo, para que escoja un nuevo líder.
¿Mi opinión? Un error, y una cesación de responsabilidades.
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De mi juventud, durante un curso de formación política, recuerdo esta frase -también demostrada por politólogos y estudiosos eminentes, como Robert Dahl-: “una decisión no es necesariamente más democrática porque la tomen más personas”. Sin estar cien por ciento seguro, creo recordar que la afirmación fue de Enrique Pérez Olivares. Partiendo de ella, preguntémonos ahora ¿cuál fue la escogencia de liderazgo democrático más importante del siglo XX? Puesto a escoger, yo diría que fue la de Winston Spencer-Churchill como nuevo Primer Ministro (PM) británico, en mayo de 1940.
¿Cuántas personas participaron en esa decisión? Cuatro (4). Veamos un resumen de los hechos.
El Primer Ministro, Neville Chamberlain, tenía que irse. Tras su rotundo fracaso al intentar apaciguar a Hitler, este no solo se había burlado de las promesas reiteradamente hechas, sino que incluso ya había invadido Polonia, en septiembre de 1939, comenzando la guerra europea. Chamberlain, y el resto de los pacifistas y apaciguadores se vieron abrumados por su fracaso; hicieron lo posible por conservar el poder, pero obligados a formar un gobierno de unidad nacional, el segundo partido en importancia, el Laborista, rechazaba la continuación de Chamberlain. Había un candidato para reemplazarlo: Lord Halifax, otro pacifista, de temperamento afable y tranquilo, una persona decente y poco conflictiva, en suma. En ese momento, era el Secretario de Relaciones Exteriores.
Chamberlain convoca en la tarde del 9 de mayo a una reunión donde supuestamente se escogería a Halifax como nuevo PM. A fin de cuentas, a Churchill no lo quería nadie. Quizá solo su esposa Clementine, y algunos parlamentario amigos. Lo rechazaban: Chamberlain, la gran mayoría de sus pares en el parlamento (sobre todo los de su propio partido), la Bolsa de Londres, los medios más importantes (como The Times, o la BBC), la Iglesia de Inglaterra, y el propio rey Jorge VI. O sea casi todo el mundo.
Pero prevaleció la decencia y el realismo de Halifax. Ante los otros tres presentes (Chamberlain, Churchill y David Margesson, el Jefe de la Fracción Parlamentaria abrumadoramente mayoritaria del Partido Conservador), Halifax solo tenía que decir que sí y era PM, pero él optó por señalar lo que pensaba, y sus razones fueron contundentes: primero, era miembro de la Cámara de los Lores, no de los Comunes, lo cual era un problema (no imposible de superar, es cierto), y segundo, estaba claro que él sería un PM decorativo, porque el único capacitado para liderar la guerra era Churchill, a quien tendría que escoger como ministro para conducirla. Así, por rebote, Winston Churchill (que sabiamente permaneció callado en buena parte de la reunión), fue electo PM.
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Volviendo a nuestras costas, lo que tendría que hacer la oposición (luego de la obvia prioridad de Barinas el 9 de enero) es, en primer lugar, reunirse y (luego del reconocimiento de sus múltiples errores) hacer un análisis del cual surja una propuesta estratégica unitaria a todo el país, con las principales decisiones a asumir; además, indicar cuál sería el nuevo organismo unitario (con necesaria ampliación hacia la sociedad civil), sus integrantes, las reglas de funcionamiento.
Asimismo dar su opinión sobre el referendo revocatorio y, de ser favorable, cuáles serían los mecanismos para escoger el candidato a la posible elección presidencial a realizarse 30 días después.
Finalmente, diseñar una consulta sobre tales propuestas.
Ello es lo mínimo que deberían hacer. Proponer hechos, no prometer sueños.
Recordando años después lo sucedido ese 9 de mayo, tratando de expresar la determinación, así como la ansiedad que lo embargaba ante la enorme tarea que le esperaba, liderar la salvación de su país -y de Europa- de la garra totalitaria, Churchill, el orador carismático, de verbo encendido y movilizador, escribió: “esa noche pude dormir tranquilamente, sin necesidad de sueños jubilosos; los hechos son mejores que los sueños”.
Luminosa la analogía y concreta la sugerencia para quitar la maleza que cubre los rieles
y montarse de nuevo en ellos hacia algún destino concreto.