Villasmil: ¿monarcas sin corona?
Los monarcas que mencionaré no son los héroes históricos de cada nación que, con todos sus defectos fueron ciudadanos, lo contrario de esta merienda actual de críticos iletrados y correveidiles, que se agrupan bajo falsas banderas “progresistas”, o “nacionalistas”, o cualquier otro término donde quieran esconder sus vergüenzas éticas. Críticos vacuos, cultores perennes de la ignorancia, el radicalismo, el wokismo y las políticas identitarias.
Haré breve referencia en cambio a personas que desde el poder político se empeñaron en amarrarse a la silla, a eternizarse en las prebendas, en querer oír el himno y ponerse la banda presidencial hasta por lo menos cumplir sus primeros cien años, si su Dios y su salud se lo hubiesen permitido.
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Hay por desgracia toda una amplia lista de personajes latinoamericanos que cabalgando cómodamente en el presidencialismo y en el autoritarismo caudillista que casi siempre han imperado en estas latitudes nunca dieron un paso a un lado a la hora de decidir si entregaban o no el poder. “Monarcas sin corona”, los llamó Rómulo Betancourt, refiriéndose a la historia venezolana. Inmortales se creían, pero sus ambiciones no fueron perdonadas precisamente por el daño que causaron. En América Latina han sido tantos que solo haremos mención a algunos de ellos, prominentes por razones diversas.
Es que el deseo de inmortalidad y la política son dos palabras que van muy unidas en la historia latinoamericana. Comencemos con un ejemplo criollo: Juan Vicente Gómez, quien luego de serrucharle la silla a su compadre Cipriano Castro se quedó en el poder hasta su muerte en 1935. Otro ejemplo, por demás obvio: Hugo Chávez Frías.
Alguien que se hizo famoso por su constancia a la hora de pegarse a la teta presidencial, y lograrlo en varias ocasiones, fue el ecuatoriano José María Velasco Ibarra (1893-1979), padre del llamado “velasquismo”, un modelo político de corte muy populista. Resumamos su vida: ejerció la presidencia de su país en cinco ocasiones distintas, en dos de las cuales se autoproclamó dictador. Solo completó el mandato constitucional en una ocasión. Como llegaba lo sacaban, pero él insistía. Lideró buena parte de la política ecuatoriana del siglo XX. Orador apasionado, llegó a afirmar: “Denme un balcón y seré presidente”.
No podemos dejar fuera, por supuesto, a uno de los padres del cada vez más funesto populismo, el argentino Juan Domingo Perón (1895-1974), padre de ese COVID de la política, el peronismo, que tiene postrado a su país, destinado por la naturaleza y la cultura a ser una nación próspera y que sin embargo no ha dado pie con bola desde que el militar -de claras inclinaciones fascistoides- llegara al gobierno primero como ministro, luego como vicepresidente, para después ser tres veces presidente (con esposas también partícipes del cotorro gubernamental).
El peronismo -resumamos una historia muy amplia y compleja- no se ha caracterizado nunca por ser un movimiento intelectual, al contrario. De acuerdo a como sople el viento de las ideas políticas ha adoptado posturas conservadoras o progresistas. Destaquemos que en sus comienzos, basado fundamentalmente en apoyos del movimiento sindical argentino, tuvo encontronazos con la juventud universitaria por las ya desde entonces actitudes antidemocráticas peronistas. Los jóvenes usaron la consigna siguiente en sus marchas: «no a la dictadura de las alpargatas», y el movimiento sindical peronista respondió con «alpargatas sí, libros no».
Si hay un político latinoamericano fallecido que sigue vigente aunque solo sea en su país, ese es Juan Domingo Perón. El castrismo está pasando por graves dificultades ante una sociedad cubana cada vez más descreída y desesperada; y eso que Fidel Castro fue por décadas el profeta mayor del marxismo-leninismo en América Latina.
Todos ellos -cada uno a su manera particular, de acuerdo a la cultura política de su país- buscaron convertir su estrategia personal de poder en historia patria.
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Una de las cosas que impresionan es el tamaño y fortaleza de sus egos. Nunca tienen dudas, jamás vacilan a la hora de hacer lo necesario para mantenerse en ruta de conquistar su particular Vellocino de Oro: cómo mantener el poder a costa de lo que sea. Quieren ser los únicos en cortar el pastel; son los dueños de la pelota, novios de la madrina y únicos cuartos bates.
¿Hay herederos? Por desgracia. El modelo presidencialista ayuda, reforzado con esa praxis tan común hoy de la reelección. Y si hace falta, hay esposas o amigas con derecho de quienes servirse electoralmente para que la guachafita siga.
Si surgiera en estos tiempos accidentados un excéntrico que declarara que pudiendo aspirar a la reelección no va a hacerlo, sus más allegados llamarían inmediatamente a un cónclave psiquiátrico para que dictaminaran qué dolencia mental le aqueja. ¿No aspira? ¡por Dios, seamos serios!
Allí están, cada uno en su realidad nacional, López Obrador (viendo cómo hace para baipasear la constitución mexicana, no reeleccionista), Nayib Bukele, Cristina Kirchner (puso de presidente a su zombi particular, Alberto Fernández), Rafael Correa, Evo Morales, Lula, Piñera, Bachelet. En Venezuela, en los famosos cuarenta años de democracia, inventamos una variedad de reelección profundamente dañina: para reelegirse había que esperar 10 años (dos periodos presidenciales). ¿Alguien conoce una reelección que haya sido positiva para su país? A lo mejor hay alguna, pero será una excepción.
En su variedad extrema estos monarcas sin corona han profesado en el siglo pasado y en el actual una visión profundamente reaccionaria; para ellos no existen ciudadanos, solo una masa informe de seguidores, a la que hay que saber manipular.
En las palabras de un experto consumado: “la masa es como un animal que obedece a sus instintos, para ella la lógica y el razonamiento no existen”; “la masa tiene un aparato sensorial e intelectual muy simple, y es manejable cuando está fanatizada”.
Vaya si le fueron útiles estas sentencias a su autor y a sus posteriores imitadores. ¿Su nombre? Adolfo Hitler.