Villasmil: Mucha competencia para ser el más incompetente
A lo largo de este casi año y medio pandémico se han escritos muchas notas y artículos alabando y elogiando a aquellos líderes del mundo que han combatido con empatía, solidaridad y éxito a la cruel pandemia del COVID-19. Ya es hora de que se mencionen, con nombres y apellidos, aquellos que han hecho lo contrario, que han destacado por una gran incompetencia; y en ello, la competencia es feroz. Tuvieron tiempo suficiente incluso para rectificar o adaptarse a los retos, y la mayoría incluso ha empeorado la situación.
Dos de los países con alarmantes números absolutos de fallecidos, Brasil y Estados Unidos, han tenido a dos de los peores presidentes a la hora de preocuparse por las vidas de sus ciudadanos, Jair Bolsonaro y Donald Trump.
En Brasil, el sistema sanitario está prácticamente colapsado, gracias a que el coronavirus ha tenido una acogida tan cálida que incluso se ha dado el lujo de producir vetas autóctonas (que amenazan no solo al país que las produjo, sino a otras naciones).
Bolsonaro ha defendido, al igual que Trump, el uso de hydroxicloroquina, que obviamente no sirve para combatir la pandemia, habiendo malgastado fondos de emergencia en ese supuesto tratamiento. Incluso destituyó a varios ministros de salud por mostrar su desacuerdo al respecto.
¿Cuál es, según Bolsonaro, la mejor prueba de que los brasileños son inmunes a la pandemia? Que muchos se bañan en aguas negras y no les pasa nada.
En el caso gringo, la doctora Deborah Birx, la coordinadora del grupo destinado a combatir el fatal virus durante la presidencia anterior, declaró que la mayoría de las muertes en su país podrían haberse evitado. Y todavía hoy el expresidente sigue insistiendo en oponerse a políticas recomendables para combatir el virus, como el uso de la mascarilla. Para él, el tema no ha sido nunca un problema humano, sino de manipulación política, más importante que la ciencia y el bienestar público. Por ello uno de sus seguidores más fieles, el gobernador de Florida, Ron de Santis, amenaza con sanciones a los distritos escolares que exijan el uso de la mascarilla. Mientras, el virus recobra fuerzas en ese estado.
Sencillamente criminal.
No es consuelo saber que otros lo hicieron incluso peor (lo cual dice horrores del estado de la gobernanza en el mundo).
Tomemos, por ejemplo la Nicaragua de la pareja digna de una historia universal de la infamia (como el titulo del libro de Jorge Luis Borges), que respondió a la llegada de la pandemia convocando a un festival de masas llamado “Amor en los tiempos del COVID-19” (una alusión perversa al título de una novela de García Márquez).
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Otro presidente de la vecindad que miró con desdén al COVID-19 es el inefable mexicano Andrés Manuel López Obrador, incansable aspirante a autócrata eterno. A comienzos de 2020 le dijo a sus compatriotas que “tranquilos, vivan su vida como lo hacen usualmente”; incluso después de infectarse se negó a usar mascarilla. Llegó a afirmar que “él usaría la mascarilla el día que la corrupción se acabe en México”. Mejor que espere sentado. En una silla muy cómoda; mejor aún: que se enchinchorre.
Como en los Estados Unidos, la discusión sobre el uso o no de la mascarilla se politizó, aumentando por ende la cifra de muertos.
Hace poco más de un mes que las autoridades mexicanas emitieron un reporte que señalaba que el porcentaje real de fallecidos es al menos un 60% mayor que las cifras oficiales.
Al igual que en otros países donde los datos gubernamentales mienten, buscan empequeñecer la realidad, como sucede en Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Yendo a otras regiones del mundo, el muy criticado dictador de Bielorrusia, Alexandr Lukashenko (quien afirmó que la pandemia era solo una “psicosis” -hay que reconocer que los tiranos son a veces creativos-), recomendó como tratamiento tomar vodka -no destacó una marca favorita- y baños de sauna. Las medidas aconsejadas -mascarillas, distancia social, campañas de búsqueda de fondos para abastecer hospitales- han sido solo por iniciativas de la sociedad civil.
En otra dictadura post-soviética, Turkmenistán, sus líderes, cuales avestruces idiotas, han llegado al punto suicida de prohibir -sí, prohibir- el uso de la mascarilla, o que se discuta públicamente de la pandemia. Por supuesto, los datos oficiales indican que no ha habido un solo caso del virus.
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Si nos vamos a Asia, en Camboya, el primer ministro Hun Sen (en el poder desde 1985), como primera medida decidió negar la existencia del virus. Luego vinieron sucesivamente medidas de represión, persecución y arresto de los críticos, además del aumento de controles gubernamentales.
Otro que rechazó cualquier uso de la palabra emergencia fue el muy autoritario y populista presidente de Tanzania, John Magufuli, quien buscó una solución mucho más elevada y espiritual: tres días de oraciones bastarían para erradicar el virus.
Pues el señor Magufuli tomó recientemente un viaje de ida al otro mundo; si bien las autoridades dicen que murió de un infarto, la oposición afirma conocer de buena fuente que en realidad la Parca venía vestida con galas pandémicas.
Todos los ejemplos anteriores tienen como signos característicos incompetencia, inhumanidad, irresponsabilidad, malignidad.
¿Pero hay acaso un ejemplo más maligno que el usar a los ciudadanos como conejillos de indias, intentando vacunarlos (cuando lo hace, que no es lo común; Venezuela es uno de los países del mundo con menos vacunados en términos porcentuales y con menos trasparencia informativa, esto último ante la mirada de todos) con un producto que ni la organización panamericana de la salud, o la mundial, han aprobado? Eso es lo que intentan hacer en la Venezuela de la dictadura chavista, con la muy castrista vacuna Abdala.
Ella, la del país (Cuba) con el récord mundial de más vacunados que luego se han infectado.
Ya no se trata de excentricidades, ni de sonrisas en el rostro al leer sobre las absurdas bufonadas cometidas por algunos egregios incompetentes jefes de gobierno.
Estamos hablando de que el genocidio que se ha venido perpetrando en Venezuela alcanza nuevas formas de asesinato de centenares de miles de ciudadanos que no tienen cómo defenderse frente a esta nueva agresión.
¿Hay entonces dudas de quién merece ser el ganador del título del jefe de gobierno más incompetente frente al COVID-19?