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Si tan solo pensaran institucionalmente

 

 

Acabo de seguir, por diversos medios, los resultados de la segunda vuelta de las elecciones colombianas. Me llama la atención el extremo pesimismo de algunos analistas, que ya ven como un hecho que tanto Iván Duque como Gustavo Petro tienen en su futuro destinos trágicamente machbetianos: ambos supuestamente deben destruir más que construir; el presidente electo a su mentor Álvaro Uribe, y Petro a todo aquel que se le atraviese en el camino de convertirse en el Zar ¿en el Chávez? de la izquierda colombiana, una izquierda envalentonada por los 8 millones de votos conseguidos en las elecciones del 17 de junio, olvidando el aporte dado sin duda alguna por miles de colombianos que no votaron por Petro sino contra Uribe, que no votaron por la izquierda sino por sentirse abandonados por una élite que solo se ha servido a sí misma. ¿O es que acaso los miles de votantes de Sergio Fajardo que votaron por Petro ahora son de izquierda?

Para dichos analistas, ambos deberán destruir también a la institucionalidad partidista, domeñarla, ponerla a su servicio, reconstruirlas con las ya comunes siglas personalistas.

Según estos comentaristas no hay espacio para la convivencia –salvo en los discursos-, no hay maneras auténticamente democráticas; todo se reduce a una farsa más, de las tantas que han protagonizado políticos latinoamericanos en nuestra historia. Ambos, Petro y Duque, serían esclavos inevitables de intereses, de arreglos permanentes que son intocables.

Hay que reconocer que en América Latina, luego de cada fiesta electoral, hay mucho espacio para el pesimismo. Lo hay en México, luego de que el espantoso fracaso de un joven que prometía romper con el pasado –incluso el de su propio partido-, Enrique Peña Nieto, ha llevado a millones de sus compatriotas, hartos de tantos engaños, a los brazos del mesías López Obrador, que al parecer no será electo sino ungido presidente el próximo 1 de julio.

Hablar de caudillismo, en especial de su forma latinoamericana, es hablar de la progresiva destrucción del tejido institucional. Sin embargo, en buena medida cuando hablamos de las instituciones lo hacemos en referencia a las instituciones del Estado, como si fueran las únicas o, incluso,  las más importantes.

Nuestros políticos deben entender que las verdaderas democracias no se definen por el poder y la presencia estatales; al contrario. Es en el variado desarrollo de la sociedad civil que se encuentran las  fortalezas que engrandecen a una nación. Y que dicha sociedad de ciudadanos sea respetada e incentivada por las organizaciones estatales.

Ya lo decía Jacques Maritain, cuyo pensamiento y magisterio están más vigentes que nunca: El Estado es “sólo esa parte del cuerpo político cuyo peculiar objeto es mantener la ley, promover la prosperidad común y el orden público, y administrar los asuntos públicos. Es una parte especializada en los intereses del todo.” Los derechos del pueblo o del cuerpo político no son ni pueden ser transferidos al Estado. La dignidad del Estado no proviene del poder, o del prestigio, sino del ejercicio de la justicia.

Mientras, el pueblo, a quien el Estado debe siempre servir, es “la multitud de las personas humanas que, unidas bajo leyes justas por amistad recíproca y para el bien común de su existencia humana, constituyen una sociedad política o un cuerpo político.” El cuerpo político no lo forman los partidos,  o los políticos profesionales; lo formamos todos los ciudadanos.

Puede afirmarse sin duda alguna que luchar por la democracia, por sus principios y sus valores, es luchar por el bien común ciudadano y sus instituciones, pensar en ellas, en su desarrollo y protección. Ni más ni menos.

Las instituciones, en sí mismas, representan herencias de propósito valioso, con reglas y, léase bien, OBLIGACIONES MORALES. Son redes de significado espiritual, por ello no pueden simplemente confundirse con una organización. Existen en áreas tan diversas como los deportes, la religión, la política, el matrimonio, el periodismo, los negocios, la educación, los gremios, el sindicalismo.

Como nos recuerda Hugh Heclo, las instituciones existen para las personas, no las personas para las instituciones. Y las instituciones deben ser juzgadas, según un continuo moral de bien y mal, en función de su contribución para hacer de las personas mejores seres humanos.

El hecho de que algunas instituciones no funcionen o cometan errores graves, no quiere decir que se las deba destruir. Es cierto que hoy algunos atletas se dopan, los políticos están preocupados mayormente por sus intereses, la medicina parece cada día más un negocio, algunos empresarios sólo buscan magnificar sus ganancias, o que la prensa publicita principalmente escándalos.  Las instituciones a veces lucen como hipócritas (en lo que respecta a sus supuestos ideales) y opresivas (en su relación con las personas.)

Pero la fe ciudadana en las instituciones y en su eventual regeneración no puede perderse nunca, porque ello significa perder la democracia.  Pensar institucionalmente es adoptar una posición crítica, incluso de desconfianza, pero sin perder de vista nunca la importancia del cuerpo institucional. Pensar institucionalmente es preocuparse no sólo por los frutos sino también por el árbol. Es tener una visión sobre el bien común de la sociedad en el corto, pero también en el largo plazo.

Pensar institucionalmente es superar la postura individualista extrema, egoísta; es denunciar el relativismo moral imperante en todas partes. Es promover la creencia en los valores comunitarios, es el hecho de que los seres humanos, mediante el diálogo y gracias a su trabajo, siguiendo metas comunes, se vivifican socialmente. Mientras los seres humanos se asuman como seres sociales, existirán las instituciones.

Por ello existen los perennes intentos de los políticos caudillistas de destruir las instituciones públicas y privadas, estatales, políticas y sociales, al tratar de ponerlas bajo su control. Empiezan, por ejemplo, con la división de los poderes públicos, tratan por todos los medios de controlar la judicatura y el parlamento.

Luchar por la democracia es luchar por el bien común y sus instituciones. No lo olvidemos nunca. Y ojalá no lo olviden, y lo asuman en su acción el nuevo presidente colombiano y el principal líder de la oposición.

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