Villasmil: Soy corrupto, luego existo
Esas cuatro palabras del título podrían ser el lema de los militantes del “socialismo del siglo XXI”, ese desorden sociopolítico cada vez más destinado al peor basurero de la historia; una portentosa muestra de inhumanidad llena de dosis corrosivas de irracionalidad, ignorancia, violencia y negligencia, alimentada por una corrupción transnacional, global, cada vez más interconectada entre sus cultores en América Latina y las fuerzas enemigas del occidente en China, Rusia, Irán y Corea del Norte.
Es oportuno recordar que el primer anuncio de ese dislate lo hizo Hugo Chávez hace 20 años, el 30 de enero de 2005, ante unas 15 mil personas reunidas en el Estadio Gigantinho de Porto Alegre en ocasión del encuentro inaugural del Foro Social Mundial.
Como señala José Natanson en “Le Grand Continent”, Chávez anunciaba la buena nueva “con el precio del petróleo en ascenso, las misiones sociales en su mejor momento y su legitimidad supuestamente revalidada en el referéndum revocatorio del año anterior; Chávez decidió entonces que había llegado la hora de dejar atrás los titubeos programáticos e imprimirle un rumbo ideológicamente más claro a su Revolución Bolivariana, al estilo de la célebre declaración del carácter socialista de la Revolución formulada por Fidel Castro el 16 de abril de 1961”.
Y muy pronto se agruparon junto a las venezolanas, otras rutilantes estrellas socialistas, como los Kirchner, Evo Morales, Correa, Lula, etc., en el llamado “Grupo de Puebla”.
El socialismo del siglo XXI fue siempre una revolución que se anunciaba pero que nunca se realizaba porque no era lo previsto. El único objetivo fundamental ha sido hacerse ricos y perpetuarse en el poder como sea.
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En el socialismo del siglo XXI se gobernaba por antojos más que por proyectos; se buscaba destruir lo mucho o poco de bueno que existía. El caso venezolano es emblemático.
Actuando “entre el poder y el delirio” (como lo señalara Enrique Krauze), se ordenó la estatización de un conjunto de empresas que, por el simple hecho de pasar a formar parte del entramado público, fueron declaradas “empresas socialistas”, y cuyos resultados en términos productivos y financieros fueron un desastre histórico, como lo es todavía la actual industria petrolera. ¿El eslogan de esta etapa? ¡Exprópiese!
El modelo que se suponía iba a estar al servicio del pueblo fue rechazado por el propio pueblo en el referéndum de 2007 que establecía, además de la reelección indefinida del presidente, una serie de transformaciones tendientes a “impulsar” la llegada del socialismo (como las comunas y los “consejos populares” o el establecimiento no de una, ni de dos, ni de tres, sino de cinco —¡cinco!— formas de propiedad: las clásicas propiedad privada y propiedad pública y las aún misteriosas “propiedad social”, “propiedad colectiva” y “propiedad mixta”). De allí en adelante, con matices diversos y en elecciones de variada índole, se fue produciendo la “cuesta abajo en la rodada” electoral del régimen “socialista”.
Lo cierto es que Chávez intentó establecer su peculiar socialismo en una sociedad plenamente integrada al capitalismo globalizado y bajo unos patrones de consumo de una sociedad de mercado; los cambios chocaban, una y otra vez con la pared de una sociedad venezolana con una cultura históricamente distinta a la que pretendían imponer los supuestos revolucionarios.
El “hombre nuevo”, que fracasó estrepitosamente en la Cuba castrista, en la Venezuela socialista murió sin siquiera llegar a nacer; era imposible que sobreviviera ante la omnipresente plaga socialista caracterizada por las violaciones constantes a los derechos humanos (con casi 2000 presos políticos hoy), una criminalidad creciente e impune, la hiperinflación, el derrumbe salarial, los apagones, la falta de agua, de servicios de salud, la escasez de todo, el progresivo abandono y destrucción de la infraestructura pública, la falsificación de la historia, el ataque constante contra la prensa libre y las organizaciones de la sociedad civil, en especial las educativas y religiosas, y la migración de millones de ciudadanos.
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A todo lo anterior debe añadirse un espíritu cleptocrático nunca antes visto en la historia de América Latina o del mundo. Como bien destaca Anne Applebaum en su más reciente obra, “Autocracia C. A.” al referirse a las nuevas alianzas autoritarias del planeta, “generan unas sofisticadas redes compuestas por estructuras financieras cleptocráticas, dudosos servicios de seguridad y propagandistas profesionales. En estas dictaduras de hoy se produce una aglomeración de empresas cuyos vínculos no están cimentados en ideales, sino en acuerdos —diseñados para paliar los boicots económicos occidentales o para que algunos se enriquezcan personalmente—, razón por la cual pueden operar más allá de las fronteras geográficas. Y se especializan en superar todo tipo de sanciones.
Hoy nadie, ni siquiera sus defensores, se toma demasiado en serio al socialismo del siglo XXI modelo venezolano. Los que están arriba -la bien conectada burocracia civil y el alto estamento militar- y algunos empresarios avispados (antiguos y nuevos) convertidos en mendigos de flux, corbata y plata colocada en el exterior- solo lo ven como oportunidad para hacer crecer su patrimonio; y los que están abajo, como se demostró el 28J no dan medio por un régimen cada vez más desnudo, en ruinas. Lo único que sobrevive del chavismo originario es su infinita capacidad de odio.
Enrique Krauze cita acertadamente en su libro («El poder y el delirio», 2008) a Manuel Caballero: «Este Gobierno no es socialista ni en los hechos ni en su planteamiento. Chávez no es comunista, ni socialista, ni musulmán. Pero es todo eso a la vez si le garantizan que puede quedarse toda la vida en el poder. Chávez es chavista y lo que él adora de Fidel Castro no es lo que hizo o dejó de hacer en Cuba, sino su permanencia de casi medio siglo en el poder».
También tiene razón Applebaum cuando afirma que «China, Rusia, Corea del Norte y Venezuela tienen un enemigo común: nosotros» (hay que añadir a estos países a Cuba y Nicaragua). Es decir, sus enemigos somos los ciudadanos que aspiramos a vivir en una sociedad libre y sin ataduras autoritarias.
Todas estas dictaduras son enemigas de occidente, de sus valores. Todas expertas en reprimir pluralismos, críticas y divergencias. Asimismo sus líderes están unidos bajo un lema que los define con claridad: “Soy corrupto luego existo”. Muchos de los líderes del mundo autocrático, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XX, son más que multimillonarios. Sus fortunas eran hasta hace poco impensables.
Mientras tanto los ciudadanos venezolanos, cubanos y nicaragüenses debemos mantener la esperanza que, como recordara recientemente en excelente nota el Dr. Edgar Cherubini (QUE PUEDE VERSE AQUÍ), para el inolvidable luchador y patriota checo, Vaclav Havel, «la esperanza no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido».
Como bien señala Bret Stephens, las injusticias en el mundo no deben ser ignoradas: algunas claman por su solución; la crisis venezolana es una de ellas.
Frente a grandes dificultades, la lucha por la libertad no ceja: tiene más sentido que nunca. Los tropiezos de los autoritarios se multiplican. Allí están Putin y el chino, atravesando problemas de todo tipo. Y en Venezuela -pronto también en Cuba y Nicaragua- lograremos la libertad, porque entendimos que su logro -más allá de la necesaria solidaridad exterior- depende de nosotros; no solo de lo que hacemos, sino por qué lo hacemos: por nuestros ideales, nuestros principios, nuestro futuro de hombres libres.