Villasmil: Todo comenzó con una princesa nigeriana
Hubo unos tiempos que ya lucen muy lejanos en que aparecieron en nuestras vidas el Internet y los teléfonos celulares que, al comienzo, servían solo para hacer y recibir llamadas; aparatos progresivamente más pequeños, con menos antenas y con una mensajería de texto que implicaba que ya no nos podíamos esconder tan fácilmente de un jefe intrusivo o de una pareja excesivamente inquisitiva y averiguadora.
Loadas sean aquellos épocas. Aunque solo sea porque entonces vivíamos en una democracia, con problemas, claro, pero democracia al fin. Pero esta nota no es otra jurungada en la herida que arrastramos los venezolanos; es simplemente un llamado de auxilio.
Y todo comenzó con una princesa nigeriana.
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¿Recuerdan que antes de Facebook, Twitter, Instagram y Tik Tok, en el neolítico de las comunicaciones electrónicas, existieron redes sociales como SixDegrees, Friendster y MySpace (el antecesor a su manera de Facebook)? Debo informar que soy un típico baby boomer, o sea que nací pocos años después de la segunda guerra mundial, y que crecí con Los Beatles, Cream, Eric Clapton, Pink Floyd, Franco Corelli, la rivalidad entre Maria Callas y Renata Tebaldi, los Festivales de música criolla, Ricardo Aguirre y la gaita zuliana, la Radio Rochela, los comienzos de la salsa y las estrellas Fania, Alfredo Sadel y su inolvidable versión de Silverio Pérez, José Alfredo Jiménez -que sigue siendo El Rey-, el bossa nova de Jobim, Vinicius de Moraes y compañía (con todo y su Chica de Ipanema), el jazz de John Coltrane, Coleman Hawkins y Bill Evans, la Cabalgata Deportiva Gillette con Musiú Lacavalerie, el Gran Luis Aparicio, los Yankees de Nueva York de Mickey Mantle, el boom literario latinoamericano, el inolvidable cine de autor, y series de Tv fundamentalmente gringas. ¡Ah! sin olvidar la militancia en la JRC primero, en COPEI después, y las innumerables candidaturas del Dr. Caldera.
Cuando las primeras redes sociales llegaron a nuestra vida eran usadas principalmente en las computadoras iniciales, y resulta que los seres humanos de mi generación no éramos un target ideal; desde el comienzo los programadores y diseñadores sabían que tenían que buscar fidelizar un objetivo más atractivo: las mentes adolescentes en la década de los noventa (práctica que continúa hoy).
No lo he averiguado, pero supongo que por cada persona de mi generación en Tik Tok, debe haber allí un millón de chamos de diez años, etcétera.
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¿Recuerda el amigo lector cuando recibíamos periódicamente mensajes pidiendo ayuda para una princesa nigeriana heredera de una gran fortuna, chica que estaba bajo el control de quiénes sabe qué malvados, y nos solicitaban contribuciones monetarias para ayudarla a escapar y hacerse con sus cobres (que, por supuesto, compartiría con nosotros)? Si usted coloca hoy en Google la frase «estafa princesa nigeriana» conseguirá 143.000 resultados. Se le llama «Timo 419» por el número del artículo del código penal nigeriano que hace mención a este delito.
Pues más de uno cayó en la trampa. En The New Yorker, hace algunos años, leí una historia al respecto; incluso cayó un pastor protestante que le dio “a la princesa” todos los cobres que la parroquia había ahorrado para arreglar el techo de su iglesia. Increíble hasta dónde puede llegar la ingenuidad humana.
Pues de lo que va el asunto hoy es de un hecho muy reciente, de tantos que ocurren en estos atribulados tiempos post-pandémicos pero crecientemente populistas: el uso y abuso de los mensajes en Twitter y en Whatsapp para tratar de popularizar mentiras, bulos, engaños y estafas informativas sobre acontecimientos de importancia general. Eso que ahora incluso se ha convertido en los llamados “deepfakes”.
Tenemos que tener cuidado con aquellos seres a quienes no les tiembla el pulso –o por ejemplo, el ratón de su computadora- para manipular y enviar fotos e informaciones falsas o trucadas, creyendo que nadie se dará cuenta.
En notas anteriores he señalado que debería haber una especie de Manual de Urbanidad de Carreño que norme ciertos usos de la red. Hay que completar la eficacia de las normas legales que evitan el fraude, los tráficos ilegales de objetos prohibidos, los sitios que se dedican a la propagación de falsedades con fines torvos y, en resumen, todo delito “en línea”. Por ello también debería existir un código de comportamiento social en la red, que de alguna manera mitigue los abusos de los actuantes en los medios electrónicos; así nos libraríamos de dos conductas que perjudican el desarrollo de la libertad y democracia en la red: los abusos de personalidades intemperantes y la propagación de innecesarias noticias falsas o de insultos de todo tipo.
Más de un político importante ha hecho carrera con ello.
A lo que nos toca hoy: ante la victoria de Lula Da Silva sobre Bolsonaro, en las recientes presidenciales brasileñas, varios amigos me llamaron -alarmados algunos, esperanzados otros- sobre informaciones que recibían por Whatsapp anunciando, por ejemplo, que “a Lula le había dado un soponcio y estaba hospitalizado en estado grave”; “que una especie de Corte Suprema militar (??????) había ordenado la detención de los miembros de la verdadera Corte Suprema, que las calles de Río de Janeiro habían sido tomadas por el Ejército”.
A quienes me enviaban tales informaciones les respondía esto: si fueran ciertas, serían primera página de la prensa mundial, noticia extraordinaria en los canales de Tv, etc. Asimismo me llamó la atención el uso abusivo de nombres y señas de personas honorables para reforzar el embuste: copiaban el cuadro informativo de Twitter de “Pedro Pérez, politólogo, analista, académico, profesor universitario” -muy conocido y respetado- y le colocaban el texto que deseaban difundir (por ejemplo, por Whatsapp) con bulos como los señalados arriba.
¿No es acaso eso un delito y un abuso extremo? Pero a algunos como que no les importa, porque entra en acción, venenosamente, un muy de moda prejuicio cognitivo: el sesgo de confirmación. Solo oímos -o leemos- aquello que confirma lo que deseamos saber.
Estemos crecientemente alertas, por favor.
Por cierto, ¿qué será de la vida de la princesa nigeriana? ¿Estará hoy -ya seguramente reina madre jubilada, por lo menos- disfrutando de sus millones (no los que supuestamente perdió, sino los que estafó “en línea”) en algún paraíso fiscal caribeño?