¡Viva Miami!
Prestos transitamos las calles sosegadas de Westchester, rumbo al downtown, donde he trabajado en Miami Dade College durante los últimos 22 años. Pero no voy a la oficina, es sábado, y para celebrar nuestro aniversario de bodas número 28, mi esposa y yo decidimos regalarnos un concierto de Billy Joel en el American Airlines Arena.
“¿Te imaginas que no nos hubiéramos escapado?”, me dice ella, recordando que esta felicidad pudo no haber acontecido, si hubiéramos sopesado todos los riesgos de afrontar una nueva vida, con la ropa que traíamos puesta, el día que cruzamos el río Bravo.
Ir a disfrutar a Billy Joel, con sus 50 años de vida artística, me retrotrae a la noche que lo vi durante el Havana Jam, celebrado en la capital cubana –años ochenta–, en un tiempo de total incertidumbre.
En Miami brindé al son de melodías clásicas, a la salud de nuestro amor y de mi hermano que se asoma al concierto desde algún lugar del éter y de los amigos que siguen apabullados en aquella isla de miedo, penurias y desaliento.
Brilló el Piano Man, incitado tal vez por un lleno total de miles de personas de todas las edades que cantaban a coro sus 24 canciones irreprochables, más perfectas que una grabación. El piano dando vueltas lentamente en una plataforma para todo el público a la redonda y su chiste de: “Este es el único efecto especial del concierto”.
A lo lejos, y suelo traerla a colación en momentos divergentes como estos, la isla balsa en el Caribe siempre pendiente de un ruso o un americano, pero nunca con la sana y libre capacidad de decisión. Todo impuesto, distorsionado, incompleto.
Qué mala suerte, nada le sale bien, poco se concreta. El New York Times la sigue acoquinando con su agenda. Que la Ley de Ajuste está en solfa –comenta un artículo extenso– pero no se asusten porque parece ser un rumor echado a rodar por los contrabandistas para enrolar a más personas en el peligroso cruce del Estrecho de la Florida.
Quién hubiera pensado que el 17 de diciembre sería algo más que el Día de San Lázaro. La gente desconfía y le sobran razones. Las exenciones se pueden desmochar y les están cayendo en pandilla. Políticos de toda laya opinan sobre lo que se debe hacer en este tiempo de “normalización de relaciones”, mientras un dirigente universitario, en Cuba, llora a moco tendido ante la resucitación del espectro que causó todo el mal.
En el mismo periódico, Ann Louise Bardach pregunta: “¿Por qué son tan especiales los cubanos?” y arremete con la fuerza de su verbo obsesivo sobre las prerrogativas a mis coterráneos, porque –según ella– somos blancos, sin trazas de etnias indígenas y de clase media. ¿Clase media –pregunto yo–, en 56 años de tierra arrasada? La insto a que visite el gimnasio donde hago ejercicios para que vea cubanos de todas las extracciones sociales, blancos, negros, mulatos y chinos.
Apunta Bardach que es justo acabar con las excepciones a los cubanos porque ¿acaso los refugiados que huyen de los carteles de la droga o los escuadrones de la muerte no debieran tener las mismas oportunidades? Tal vez sí, pero ocurre que el nuestro es todo un pueblo sometido a un sistema implacable: una dictadura totalitaria, por si se le ha olvidado a la “cubanóloga”.
¡Viva Miami!, digo para mis adentros, en casos como estos. La ciudad donde descansan mis muertos mayores y vive mi familia, la razón de mi existencia. Donde los cubanos dan prueba del éxito posible. ¡Viva Miami!