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Vivir y morir como Sonny Corleone

James Caan interpretó personajes memorables y participó en algunas cintas valiosas. Pero la sombra de su papel como el primogénito de la familia Corleone en El padrino lo acompañaría por el resto de su vida.

james caan

 

En la entrada que David Thomson le dedicó a James Caan (1940-2022) en su muy citado y citable The new biographical dictionary of film (Alfred A. Knopf, Nueva York, 2009), el crítico e historiador inglés apunta con toda razón que Sonny Corleone, el mercurial, imprudente y violento hijo mayor de la familia Corleone, muere demasiado pronto en El padrino (Coppola, 1972). Sin embargo, lo cierto es que, dramáticamente hablando, el Sonny de James Caan tenía que desaparecer para que pudiera emerger el Michael Corleone de Al Pacino. No había otra manera: imposible imaginar a Sonny obedeciendo órdenes de su hermano menor cuando ni su padre Vito Corleone lo podía controlar; más difícil pensar que Michael podía hacerse cargo de la “Familia” con el impulsivo Sonny a un lado.

Lo curioso es que en la vida real sucedió algo parecido. Si bien es cierto que James Caan interpretaría varios personajes memorables en los años por venir y participaría en algunas otras cintas valiosas, la sombra de su Sonny Corleone lo acompañaría el resto de su vida. Su temprana desaparición en El padrino para darle paso a su hermano cinematográfico Michael se repetiría en el ámbito profesional, cual si fuera una cósmica broma cruel, pues la trayectoria de Al Pacino iría creciendo y consolidándose, mientras la de Caan avanzaría a trompicones, se estancaría durante una década entera, y sufriría más bajas que altas, con algunas notables excepciones.

¿Fue todo tan malo para James Caan después de El padrino? No exactamente: la vida de Caan, dentro y fuera de los sets, avanzó entre hallazgos, tropezones e inconsistencias. Por cada apuesta seria, arriesgada y meritoria –digamos, el profesor de literatura y jugador compulsivo en The Gambler (Reisz, 1974), el atlético luchador distópico en Rollerball: los gladiadores del futuro (Jewison, 1975), el malandro que quiere dar su emblemático último golpe en Mi profesión: ladrón (Mann, 1981)– podía haber otra media docena de películas que exigían muy poco de él: en el mejor de los casos, su intimidante presencia física y su aura de galán al servicio de su coprotagonista femenina, como sucedió en Funny Lady (Ross, 1975) con Barbra Streisand, o Llega un jinete (Pakula, 1978), con Jane Fonda.

Antes de El padrino, Caan parecía haber encontrado un nicho muy distinto de aquel con el que luego sería identificado. Fue el vulnerable niño grandote en busca de cuidados en el supremo melodrama femenino Dos almas en pugna (Coppola, 1969) y el generoso y expansivo Brian Piccolo, el joven jugador de futbol americano que sabe que va a morir, en el lacrimógeno telefilm Brian’s Song (Kulik, 1971), papel que le brindaría su primer reconocimiento profesional, pues sería nominado al Emmy en 1972.

Caan había intentado todo tipo de personajes con anterioridad. Fue el delincuente que aterroriza a Olivia de Havilland en el thriller Diez horas de terror (Grauman, 1964), alternó con dos auténticos monstruos fílmicos como John Wayne y Robert Mitchum sin dejarse intimidar un instante en El Dorado (Hawks, 1966), dio vida a un preocupado científico a punto de ser enviado al espacio en La conquista de la Luna (Altman, 1967) y al más carismático de los siete vaqueros protagonistas de Héroes sin gloria (Hale, 1968), un modesto pero entretenido western ubicado en la Guerra de Secesión.

Nacido en el Bronx neoyorkino, en una familia judía de clase media, Caan se distinguió desde muy joven por sus aptitudes deportivas. En la preparatoria jugó lo mismo baloncesto que fútbol americano, fue cinta negra de karate y un habitual participante en espectáculos de rodeo con el mote de “el vaquero judío”. Ya en la universidad, mientras estudiaba economía, disciplina que no le interesaba mucho, tuvo distintos trabajos relacionados con su mera presencia física, desde sacaborrachos en algún club nocturno hasta salvavidas o entrenador deportivo. En 1960 debutó en sus primeras piezas teatrales off-Broadway y, un par de años después, empezaría a aparecer en televisión en algunos episodios de Los intocables¡Combate! y La hora de Alfred Hitchcock, hasta hacer su debut en la pantalla grande, sin crédito alguno, al lado de Shirley MacLaine en Irma la dulce (Wilder, 1963). Lo que sigue es historia.

La pregunta sigue abierta: ¿qué pasó con James Caan después de Sonny? ¿Por qué, a diferencia de sus colegas de la saga de El padrino –Pacino, Robert de Niro, Robert Duvall–, no logró consolidar esa multipremiada carrera que parecía augurarle la década mágica que va de mediados de los años 60 a mediados de los años 70? ¿Falta de disciplina, carencia de interés, un pésimo agente, simple mala pata? El terreno es fértil para la especulación.

Lo cierto es que durante los 70 y parte de los 80, Caan tuvo un vida privada bastante pública –en esta época se casó y se divorció en dos ocasiones, era bien conocida su afición por los caballos de carreras, sus entrevistas podían terminar con regocijantes reclamos al periodista en turno–, que coincide con un estancamiento creativo del que lo rescató su viejo amigo Francis Ford Coppola cuando le ofreció el papel del sargento con crisis de conciencia en el sólido melodrama bélico Jardines de piedra (1987). Esta alabada reaparición lo llevaría a protagonizar Miseria (Rainer, 1990), claustrofóbico thriller en el que Caan retornaría, por única vez, a un papel vulnerable y hasta pasivo, como el famoso escritor torturado por una demente fanática de su obra. Más tarde, cuando algún cineasta quería dotar de cierto grado de gravitas a un personaje, acudiría a Caan, como pasó con el tío corrupto e hipócrita de La traición (Gray, 2000) o aquel inolvidable cameo como el todopoderoso padre de “Familia” en Dogville (Von Trier, 2003).

Pero lo mismo que había sucedido antes volvió a pasar en los siguientes años: la inconsistencia se impuso sobre una carrera que, uno sospecha, pudo haber sido mucho mejor y más reconocida. Aunque, hablando en plata, ¿qué actor no renunciaría a la seguridad, a la sensatez y hasta a la aburrida consistencia, con tal de vivir para siempre y morir para siempre como Sonny Corleone?

 

 

 

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