Washington, contra las cuerdas
Nadie quiere la guerra. Ni siquiera quien más está esforzándose por arruinar la paz, que es la dictadura comunista hereditaria de Corea del Norte. Si llega a estallar, será quien la perderá y el régimen desaparecerá, aunque no está nada claro qué es lo que vendrá después. China no la quiere, pues se encontraría de entrada con un éxodo norcoreano difícil de gestionar y al final con una península coreana unificada llena de inconvenientes geopolíticos. Tampoco la quiere Corea del Sur, con Seúl, con 10 millones de habitantes, a apenas 50 kilómetros del paralelo 38 y a tiro de la artillería pesada de las fuerzas armadas nordistas. Ni Japón, un país pacifista cuya economía y población sufrirían muy rápidamente.
La razón nos dice que no habrá guerra, pero el corazón nos recuerda que las escaladas conducen a ella. Las apuestas no pueden subir hasta el infinito, y en el camino encontrarán las rugosidades de la realidad, donde tropiezan los cálculos y se producen los accidentes. El misil que cruzó el cielo de Hokkaido este 29 de agosto pudo tener un fallo y caer en lugar habitado. Pero el mayor fallo ya se ha producido y es el presidente incompetente y lenguaraz de Estados Unidos con sus declaraciones inflamatorias y fuera de control.
Aunque no haya guerra, la crisis coreana ya ha modificado la realidad. Kim Jong-un se ha mofado de Trump en sus barbas. Ha demostrado que la palabra del presidente de Estados Unidos no tiene valor. Washington pierde credibilidad a ojos vista. Japón y Corea del Sur deberán espabilarse ante un futuro incierto. Trump puso en duda el sistema de alianzas e incluso amagó con cerrar el paraguas nuclear que defiende a Seúl y Tokio, sus dos aliados estratégicos en Asia. Una vez en la Casa Blanca ha cambiado de posición y se ha prodigado en gestos amistosos y en unas amenazas a Pyongyang que la realidad ha devaluado.
Trump también ha perdido la partida con China. Su diplomacia de vendedor de pisos es un cuento neoyorquino que lleva a la política exterior estadounidense a la ruina. El deal con Xi Jinping consistía en cambiar acuerdos comerciales bilaterales por presión sobre Pyongyang para que renunciara al arma nuclear y de momento no tiene ni lo uno ni lo otro.
El resultado es que Corea del Norte ya está en el restringido club de las potencias nucleares. Cabrá aplicarle la doctrina de la contención, como se hizo con la Unión Soviética durante la guerra fría, pero difícilmente renunciará a la bomba. La mejor lección a extraer es no repetir el error. Trump ha culminado el desastre, pero la culpa está repartida entre sus antecesores, con la excepción de Bill Clinton, que en 1994 estuvo en un tris de bombardear las instalaciones norcoreanas de Yongbyon y a punto estuvo obtener la desnuclearización de la península gracias a una sabia combinación de la diplomacia con la amenaza. George Bush terminó imprudentemente con todo esto y Barack Obama se limitó a practicar una paciencia estratégica sin efectos disuasivos.
Trump todavía no ha alcanzado la cumbre de la incompetencia: sucederá si rompe el acuerdo nuclear con Irán obtenido gracias a la diplomacia coercitiva e invita así a los ayatolás a tantear la exitosa vía norcoreana.